¿hacia un estado iliberal?
El Estado de derecho en Francia está en peligro
La imposición de leyes, la extrema violencia policial, las detenciones preventivas, la criminalización de la protesta y ahora las amenazas de disolver organizaciones que disienten con la política del Gobierno profundizan la crisis democrática
François Godicheau 29/04/2023
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El pasado 20 de abril, el presidente de la República francesa, Emmanuel Macron, visitó Ganges, un pueblo occitano de 4.000 habitantes. El día anterior, en Sélestat, Alsacia, había sido recibido por una muchedumbre hostil que le abucheó continuamente y le dijo claramente que su empecinamiento en gobernar contra el 80 % de la opinión del país era un desastre. Con estas apariciones públicas, Macron intentaba “reanudar el vínculo con los franceses” en la carrera que se había marcado en su discurso del lunes 17, durante el cual habló de “cien días de apaciguamiento”. Dado el estado real del país, su aspiración se asemeja más a una distopía.
En Sélestat, el dispositivo policial para impedir el acceso al centro de posibles desafectos era importante. A Ganges acudieron 600 antidisturbios y un buen número de gendarmes que filtraban la entrada al pueblo, identificaban, registraban (y prohibían las cacerolas). No tenía que repetirse la humillación pública del día anterior. En respuesta, el pueblo se cubrió de eslóganes hostiles al visitante, una procesión escenificó un entierro, con un ataúd que decía “democracia”, y la Federación Nacional de Minas y Energía (CGT) anunció el corte de electricidad del aeropuerto de Montpellier donde debía aterrizar el avión presidencial. A pesar de las prohibiciones, centenares de manifestantes consiguieron sacar las cacerolas –sin duda autóctonas–, chalecos, banderas sindicales y llenar las plazas.
Aparentemente todo lo que le queda al poder es el control de su imagen televisiva. Para ello, dispone del apoyo de un sistema mediático propiedad de ocho multimillonarios, varios de los cuales facilitaron el acceso al poder de Macron en 2017. Control mediático, fuerzas de seguridad y el escudo de la legalidad, lo que ha suscitado el comentario enojado e inquieto de uno de los primeros promotores de Macron, el intelectual Pierre Rosanvallon, sobre la distancia entre la legalidad y el espíritu de las leyes, o mejor dicho, el espíritu de la democracia. En efecto, Rosanvallon concluye que estamos frente a “la crisis democrática más grave en Francia desde la guerra de Argelia” (1954 -1962), lo que el periodista de turno traduce en la asociación directa de Macron con el “iliberalismo” hasta la fecha característico de Orbán y Cia, y esto sin duda significa, como escribe F. Lordon, que, a pesar del monopolio mediático, está colando la condena internacional de la actitud política de Macron, desde Die Zeit al New York Times o a Bloomberg, y la condena a la violencia policial desde el Consejo de Europa hasta la ONU, pasando por Amnistía Internacional y Human Rights Watch.
No todo legalismo significa la existencia del Estado de derecho
En efecto, el espíritu es importante y no todo legalismo significa la existencia del Estado de derecho. Por una parte, el camino legislativo elegido ha echado mano de todo el arsenal de las instituciones: el artículo 47.1 de limitación del tiempo de debate, el 44.2 que limita enormemente la posibilidad de proponer enmiendas, el 44.3 para que el Senado no hiciera más que un voto global, y finalmente, ante la evidencia de que no disponía de mayoría para votar la ley, el 49.3 que permite adoptar la ley sin votación.
Por otra parte, la violencia policial ha sido (y es) sistemática contra los manifestantes, con desfiles pacíficos atacados a porrazos y gases lacrimógenos, provocaciones, uso de armas de guerra a la altura de la cara (granadas, balas de plástico), ciudadanas y ciudadanos apaleados –incluso periodistas o diputados de la oposición, siempre identificados–, otros arrodillados manos en la cabeza como prisioneros de guerra, amenazas de muerte y humillaciones a los manifestantes: todo inmediatamente documentado por videos subidos a Twitter. Esta violencia es sistemática y no solo contra el movimiento hostil a la ley de pensiones: el 28 de marzo, una manifestación ecologista de 30.000 personas, la mayoría familias, contra la privatización de las mantas freáticas (“megacuencas”) en un descampado completo del municipio de Sainte Soline fue recibido por un diluvio de fuego: 4.000 bombas de mano, tiradas con lanzagranadas por gendarmes montados en quads, con un balance de más de 200 heridos de gravedad, dos de ellos en coma. Uno de ellos, Serge S., permanece hoy entre la vida y la muerte, porque la policía –que defendía un agujero– prohibió durante horas el acceso de los socorristas.
La violencia policial ha sido (y es) sistemática contra los manifestantes, con desfiles pacíficos atacados a porrazos y gases lacrimógenos
Como señala el comunicado de los sindicatos de abogados y magistrados, el ministro del Interior, Gérald Darmanin, había avisado de que iba a haber violencia, como siguió avisando, en los días siguientes, a propósito de las manifestaciones contra el proyecto de ley. Su estrategia, igual que cuando los ‘chalecos amarillos’, es disuadir por el miedo, aterrorizar, para terminar con la protesta, lo que el prefecto Lallemand, que fue responsable de las mayores violencias en 2019 ha teorizado como la necesidad de “impactar a los manifestantes”. El mismo papel juegan las detenciones por centenares, que permiten además al Gobierno criminalizar la protesta. Pero esas redadas indiscriminadas y otras detenciones preventivas, en particular de jóvenes –la inmensa mayoría liberados luego sin cargos–, son solo una parte de las medidas ilegales ordenadas por la jerarquía policial y destinadas a negar el derecho de manifestación. Lo dice el sindicato de la magistratura: detrás de las aterradoras imágenes de violencia, hay consignas directas del Ministerio a los prefectos. Los profesionales de la justicia también denuncian la multiplicación de las prohibiciones de manifestaciones, prohibiciones cotidianas desde finales de marzo, publicadas de forma casi confidencial el día anterior o el mismo día o incluso cuando la manifestación ha empezado, prohibiciones que sirven de base para considerar y tratar como delincuentes –en clara violación de la ley–a las personas ahí reunidas. Denuncian por fin el hecho de que se pretenda asociar a la justicia a esa represión política.
Otros actos inquietantes de la policía pueden interpretarse como otras formas de intimidar al público: a finales de marzo, una ciudadana de a pie –Valérie Minet– fue detenida en su casa por un post de Facebook en el que calificaba a Macron de “ordure” (escoria). En realidad no es una novedad: durante el primer confinamiento, una mujer había sido llevada a la comisaría en Toulouse por colgar en el balcón una bandera que decía “Macronavirus ¿hasta cuándo?”. Estos días tres personas entre las que abuchearon al presidente en Sélestat serán juzgadas por insultos al jefe de Estado.
Esas redadas indiscriminadas y otras detenciones preventivas, en particular de jóvenes, buscan negar el derecho de manifestación
En realidad, no solo se está negando el derecho de manifestación o la libertad de expresión (los casos de periodistas reprimidos son múltiples y es la repetición de lo que pasó con los ‘chalecos amarillos’). Esto va mucho más allá: lo que está en tela de juicio es el Estado de derecho. A finales de febrero, el ministro del Interior hablaba de disolver una asociación presente en diferentes ciudades y que defiende el derecho a manifestar, la “Defense collective”. Otro ataque a los derechos de la defensa fue la denuncia por parte de la Jefatura de policía (Préfecture de Police) de París de Arié Alimi, uno de los abogados más señalados por su crítica a la deriva autoritaria del poder. El sindicato de abogados, la Ligue des Droits de l’Homme y el “Observatorio parisino de las libertades públicas” escribieron un informe de 79 páginas sobre las extralimitaciones de la unidad de policía más violenta, la BRAV-M, cuya disolución han exigido en pocos días 500.000 ciudadanos en una petición al Parlamento. Denuncian ahí, entre múltiples hechos graves, el ocultamiento sistemático de los números de identificación de los agentes, por otra parte enmascarados. Esa oclusión refuerza una impunidad ya dada por la jerarquía, las declaraciones del ministro que afirma que siempre defenderá a los policías, y la criminalización de las víctimas. Esto se ha constatado ya durante el movimiento de los ‘chalecos amarillos’ o con ocasión de hechos aislados: la enorme mayoría de las denuncias de violencia son desconsideradas por la Inspección General de la Policía Nacional, cuyo funcionamiento como aparato de protección de la institución ha sido denunciado desde un sindicato policial (VIGI).
Llegados a este punto, cabe mencionar que el uso político de la policía acentúa la politización en la institución hacia la extrema derecha. Hace años que los sociólogos explican el peso de la ideología de extrema derecha en las preferencias electorales, alrededor del 50% desde los años 2010, y esta habría subido a cerca del 70 % en las últimas elecciones. Como en otros países, la presencia de la extrema derecha organizada en la policía y en particular en el sindicalismo policial es masiva, aunque compleja, y se alimenta con la retórica de la “defensa de los agentes”. No se trata de defenderles contra el maltrato por la jerarquía que provoca la multiplicación de los suicidios, sino contra la Justicia y su “laxitud”, es decir contra las garantías procesales, y contra los delincuentes, frente a los cuales reivindican, como lo hicieron el 2 de mayo de 2022 una “presunción de legítima defensa” en caso de matar a alguien. Gérald Darmanin, acusado de proximidad con el grupúsculo de extrema derecha Action française (Acción francesa), heredero de la organización antisemita de principios del siglo XX liderada por Charles Maurras, apoyó dos semanas después, junto a los líderes de la extrema derecha, una manifestación de miles de policías frente a la Asamblea Nacional francesa, contra el poder judicial –convocada con el eslogan “el problema de la policía es la justicia”– después del asesinatos de dos agentes en servicio (uno en una operación antidroga y la otra por un terrorista).
El encubrimiento de prácticas ilegales por parte de representantes del Estado –agentes, oficiales, prefectos– cobra, con estos datos, una gravedad añadida que, combinada con la criminalización creciente de la protesta, genera una gran inquietud. Desde el mes de noviembre pasado, varios movimientos ecologistas han sido asimilados por el poder a la izquierda “ultra” y tildados de “ecoterroristas”, situándolos en el mismo plano que el terrorismo yihadista. El 2 de abril, en una entrevista al Journal du Dimanche que le consagra su portada, Darmanin arremetió contra el “terrorismo intelectual” de los que critican la acción de la policía, acusando a los diputados de izquierdas de encubrir una “nebulosa extremadamente violenta y peligrosa” de la “ultraizquierda” y anunció la próxima disolución de la organización “Las sublevaciones por la tierra”. Pocos días después, amenazó a la Ligue des Droits de l’Homme –cuyos observadores en las manifestaciones reportan los numerosos actos de violencia y procedimientos ilegales– con ahogarla por agotamiento de sus fuentes de financiación. Sigue así la corriente de grupúsculos de extrema derecha que tachan a la LDH, cuyo historial de defensa de los derechos de los ciudadanos es inmaculado, de ser una oficina izquierdista. Sus declaraciones están provocando una ola de protesta de todos los demócratas del país, que recuerdan que la última vez que la LDH fue atacada fue por el régimen de Vichy en 1941. Esa deriva es tanto más inquietante cuanto que se murmura que el mismo Gérard Darmanin podría convertirse en primer ministro de un gobierno de “unión nacional”, expresión curiosa cuando la nación está precisamente en la calle, con el 80% de los franceses hostiles a la ley de pensiones y exasperados por la sordera del poder.
Voces críticas señalan que el chantaje por la amenaza de una victoria de Le Pen –cotidiano en los sondeos– funciona cada vez menos, por la sensación que tiene mucha gente de que las cosas terribles que podrían pasar con Le Pen ya están pasando y que, si bien es cierto que siempre puede haber algo peor, mucha gente está movilizada para que llegue algo mejor. El terrible aislamiento del poder, únicamente protegido por el sistema mediático y su policía, y su empecinamiento en hacer como si nada dan una impresión de callejón sin salida muy inquietante, con la idea de que puede pasar cualquier cosa. Por otra parte, se nota entre la muchedumbre que ha podido medir y sigue midiendo su carácter ultra mayoritario, una gran alegría, quizás por sentir que han recobrado su poder de actuación, como se vio en Ganges. A pesar de las violencias, las amenazas y las restricciones de libertad, no domina el miedo sino la conciencia de la propia fuerza.
El pasado 20 de abril, el presidente de la República francesa, Emmanuel Macron, visitó Ganges, un pueblo occitano de 4.000 habitantes. El día anterior, en Sélestat, Alsacia, había sido recibido por una muchedumbre hostil que le abucheó continuamente y le dijo claramente que su empecinamiento en gobernar contra el...
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François Godicheau
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