el salón eléctrico
Cómo sentar a un traidor a su mesa
De Judas a ‘Succesion’: una historia interminable del poder y la traición, vista a través de la literatura, el cine y las series de televisión
Pilar Ruiz 21/06/2023
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Judas. Personajazo. Un antagonista a la altura del protagonista de la historia de ficción mejor contada de la Literatura Universal. Unos genios, aquellos tíos retratados en las vidrieras y techos de las catedrales con una pluma en la mano, como santos patronos de todos los escritores habidos y por haber. Los evangelistas se harían de oro en el siglo XXI, aunque serían tildados de efectistas, sensacionalistas y comercialotes por los literatos serios y de prestigio. Y no les faltaría algo de razón, aunque el relato fundacional del “traidor contra el héroe” haya creado uno de esos arquetipos universales que sostienen el viejo oficio de contar historias. Porque a Judas lo hemos visto hasta de jipi cantando en Jesucristo Superstar (Jewison, 1973) interpretado por Carl Anderson, extraordinario artista negro que le daba a sus treinta monedas de plata una justificación con puntito Panteras Negras muy de la época. Aquí el papel lo interpretó Teddy Bautista, dándole…otro punto.
Tras la traición aparece un mismo tema repetido una y otra vez: el poder. O mejor dicho, la falta de él, el miedo a perderlo, a que caiga en las manos equivocadas o el “quiero ser Califa en lugar del Califa”, Goscinny dixit. Un poder que puede llevar a creer que eres Hijo de Dios o Rey de Roma que, como los papas han demostrado, viene a ser lo mismo. Fuera de la ficción existen antecedentes registrados antes de Judas (A.J.), estos ya sí, historiográficos. Sin ir más lejos, el traidor por antonomasia del mundo clásico, Bruto, supuestamente mejor amigo –incluso hijo adoptivo según algunas fuentes– de Julio César.
¿Ven? El traidor es fotogénico. Ese voraz hambriento de historias que todo lo traga, el cine, ama a este villano que, bien escrito e interpretado, resulta una perita en dulce. Sofisticado, con matices…Un personaje de los llamados “de lucimiento”. Olvídense de toscos asesinos en serie y de malvados caricaturescos; aquí hay que citar de nuevo a papá Shakespeare y su puñado de modelos para todos los posteriores: Macbeth, Yago, las hijas y yernos del rey Lear, el tío de Hamlet, el mencionado Bruto y hasta el príncipe Hal, quien traiciona la amistad de Falstaff para convertirse en Enrique V.
Macbeth–Fassbender: traicióname toda, rey.
Un buen traidor tiene que ser inteligente y hábil, con carisma –incluso simpático– de mente ágil y verbo fácil. Cínico y osado o inseguro y cobarde, pero siempre con una ambición sin límites, un resentimiento profundo y una voluntad a prueba de bombas. A veces, autodestructiva. Un perfil psicológico digno de gabinete de psicoanalista, de silla de consejo de administración o de escaño en el Congreso. Porque el poder y la traición van de la mano o eso dicen los entendidos, como el antiguo comunista del PCE clandestino que contaba en petit comité (central) que la traición es algo intrínseco a la política. Y no hay que ir a tránsfugas recientes ni a listas electorales. Los clásicos avisan desde tiempos remotos. Por ejemplo, El conde de Montecristo se asocia a otro tema universal, la venganza, pero nadie suele acordarse de que al comienzo de la novela, Edmundo Dantès ha sido el emisario de una carta comprometedora enviada por Napoleón Bonaparte, preso en la isla de Elba. Un lío político. Cuando Dantès es delatado por sus traicioneros amigos, va a dar con sus huesos en el castillo de If y allí nace el conde de Montecristo. Además de inspirarse en una supuesta historia real absolutamente increíble, Dumas quería reivindicar a su padre, Thomas Alexandre Dumas. El heroico general negro nacido esclavo y fervoroso seguidor de la Revolución que le hizo libre, cayó en desgracia traicionado por su propio compañero de armas: Napoleón. Un personaje extraordinario de memoria destruida, como lo fue su estatua en París por los colaboracionistas nazis durante el paseo que Hitler se dio por allí.
Héroe reivindicado, que falta hacía.
Espías, delatores, topos… De todos los colores y en todas las épocas peliculeras. Marlon Brando como boxeador delator de los sindicatos en La ley del silencio, con Kazan justificando su famoso chivatazo
William Holden buscándose la vida en el campo de prisioneros nazi enfrentado al verdadero delator en Traidor en el Infierno (1953); el terrorista del IRA Brad Pitt traicionando la confianza del policía Harrison Ford en La sombra del Diablo (Pakula,1997) o Joaquim Phoenix de emperador locuelo capaz de traicionar a todo dios –romano– en Gladiator (Scott, 2000). En estas cuitas, parece que las mujeres ni pinchan ni cortan. Su alevosía se doblega a la mirada masculina, o sea: sexual. Ellas no son traidoras sino infieles. No, no es lo mismo. La infidelidad carece de grandeza, una debilidad de carácter típicamente femenina, según la moral judeocristiana. Alejadas del poder, las mujeres no tienen caché para entrar en el capítulo “Grandes traiciones de ayer, hoy y siempre” y queda relegada al anecdótico subgénero “cuernos”, ese que sustenta desde los griegos las obras maestras de la Comedia –y a un sinfín de bodrios, todo hay que decirlo–. Con alguna excepción, como la agente del FBI infiltrada en el KKK de El sendero de la traición (1988). Una excepcional Debra Winger daba la vuelta al policía macho infiltrado metiéndose en la vida y en la cama de un buenorro supremacista (Tom Berenguer) para cazarle como a un conejo, que lo follable no quita que seas un delincuente fascista, majo. Costa Gavras demostró una vez más que se puede hacer cine bueno, político y además, comercial.
El abrazo del oso ultra (miren la cara de Debra).
¿Codicia y poder? En esa combinación reina la traición, metida hasta el tuétano en su propio género: el cine mafioso, con sus polis infiltrados o vendidos, delatores y pentiti. No podía ser de otra manera en una organización en la que sus miembros –la Familia– están unidos en pos de un beneficio común hasta la desunión, que llega cuando alguien puede poner en peligro ese beneficio. Aunque esto puede trasladarse a otro tipo de organizaciones en torno a los mismos tropos de codicia y/o ambición de poder.) La cara de la traición es la de Ray Liotta en Uno de los nuestros (1990); las de Leonardo Di Caprio y Matt Damon en Infiltrados (2006), no por casualidad traidores de Scorsese, especialista en Judas de todo pelaje. Hasta el original ha pasado por sus manos (La última tentación de Cristo, 1988) en la carne mortal de Harvey Kietel pelirrojo, como manda la iconografía medieval. También es el rostro de Johnny Depp en Donnie Brasco (Newell, 1997) o un pálido Tim Roth desangrándose en Reservoir dogs (Tarantino, 1992). Aunque el rostro más famoso de la traición cinematográfica es el del siempre añorado John Cazale y su Fredo Corleone en El padrino II (Coppola, 1974).
Otras alevosías: las de la cúspide financiera y empresarial con sus cachorros ambiciosos y ancianos crueles y corruptos. Aunque opere con las mismas formas y maneras que la mafia –sin llegar a escuchas villarejas–, no tienen más que ver La red Social (Fincher, 2010) para descubrir a un traidor tan pelirrojo como el Judas Iscariote de los mosaicos bizantinos o a la familia –¿mafiosa?– inspirada en los Murdoch y su imperio audiovisual (ayayay) de Succession (HBO). En este Falcon Crest de postín, la iniquidad se convierte en icono de modernidad sin atisbo de crítica irónica ni comprensión audiovisual. Del capitalismo que todo lo devora –mucho más que el cine– tienen la prueba en el último spot en Reino Unido de un famoso banco español protagonizado por Brian Cox. Elegido, suponemos, no por sus grandísimas excelencias como actor, sino por encarnar el éxito financiero para muchos espectadores dispuestos a admirar a cualquier depravado siempre que sea muchimillonario. Lo sentarían gustosos a su mesa y hasta pagarían la cuenta. A través de este sujeto podríamos hablar del traidor a su clase, ese fantasma que recorre Europa y el mundo entero invitando al suicidio colectivo. Recordemos el fin de Judas.
La realidad comprando la ficción, tarjeta en mano.
Quizá el traidor no sea el fino estratega que parece sino un personaje secundario al servicio del relato, una herramienta necesaria para que la historia avance; al menos así lo considera la ficción. En la cruda realidad, no es más que el invitado incómodo; su éxito personal supone un fracaso colectivo. Y de su destino último podemos recordar a los tres jefes celtíberos que, sobornados por Roma, se cargaron a Viriato: el cónsul de turno no solo no les pagó un sestercio, sino que les ejecutó por las bravas, demostrando que traición con traición se paga. Todo ello aliñado con una frase histórica: “Roma no paga a traidores”. Y el que avisa…
Judas. Personajazo. Un antagonista a la altura del protagonista de la historia de ficción mejor contada de la Literatura Universal. Unos genios, aquellos tíos retratados en las vidrieras y techos de las catedrales con una pluma en la mano, como santos patronos de todos los escritores habidos y por haber. Los...
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Pilar Ruiz
Periodista a veces y guionista el resto del tiempo. En una ocasión dirigió una película (Los nombres de Alicia, 2005) y cada tanto publica novelas. Su último libro es "La Virgen sin Cabeza" (Roca, 2003).
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