Leyendas
Selva de Irati: en bici por la tierra del Basajaun
Perderse por los valles navarros de Aezkoa y Salazar puede convertirse en una aventura alucinante repleta de huellas de contrabandistas, leyendas y paisajes que disparan la imaginación
Gorka Castillo Irati (Navarra) , 3/09/2023
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En Abaurrea Baja, entre los valles navarros de Aezkoa y Salazar, hay un caserío con olor a geranios. Frente a sus ventanas se extienden prados donde pastan las vacas y retozan pandillas de respetables gatos. Orlas de sauces, hayas y robles enmarcan los ríos que caen por las quebradas. Desde Abaurrea Alta hacia Garaioa, Aribe e Hiriberri. Desde Orbaitzeta a la cuenca del Irati, donde Hemingway mataba el franquismo pescando truchas. La casa de geranios es hoy el pequeño hostal de Meritxell Tornés, una catalana que hace años cambió Olot por esta aldea pirenaica de 33 habitantes y aquí se quedó. Conoció a Mateo y tuvieron un hijo, Olai, que, a los nueve años, es el mejor camarada para un largo paseo por esta naturaleza radiante.
Los tres juntos forman la piña familiar de la posada Sarigarri, que en sus ocho habitaciones frescas hospeda un peregrinaje incesante de urbanitas abrasados. Algunos vienen de paso, otros pernoctan en su recorrido por la Transpirenaica, las antiguas rutas de los cuatreros de ganado, los leñadores y los pastores de las altas montañas que recorrían la cordillera desde Irún a Girona. Hay senderistas, turistas y algún personaje despistado. El hostal de Meritxell alberga en sí mismo una gran aventura. Como toda la tierra de Auñamendi, que es como se llama esta comarca navarra, donde habitan muchas biografías que responden al modelo de que la tierra es de quien la trabaja. O dicho de otra forma, aquí nadie le debe nada a nadie pero todas se preocupan de los problemas colectivos. El transporte, la escuela, el agua, la cosecha y la conservación intacta de un paisaje indómito.
Meritxell Tornés es una de las fareras de Abaurrea que lanza destellos rutilantes. Atrapa a los visitantes con una mezcla precisa de luz y hospitalidad. Y no le hacen falta geolocalizadores para sugerir rutas increíbles.
–¿Hay algún lugar especial en Irati que siempre recomiendas a los viajeros?
–Sí, La Cueva de Arpea, sin duda. Hay otros lugares especiales. Erremendia, Abodi, las Casas de Irati. Yo trabajé allí durante un tiempo. No sé qué tiene ese lugar, pero me parece un lugar mágico. Es de esos sitios donde me gustaría que tiraran mis cenizas.
La leyenda de Arpea, de las lamiak, de las brujas mitad mujer, mitad animal que soplan al oído cuando el paraíso verde se transforma en un santuario tupido que acentúa la intriga de lo que no se ve pero se imagina, sobre lo que uno cree escuchar oculto entre la floresta. A fin de cuentas, esto es el reino del Basajaun, el dueño y protector de estos bosques, de su naturaleza. “Hay una ruta del camino de Santiago muy bonita. Empieza en la Fábrica de Armas de Orbaitzeta y discurre muy cerquita de la frontera con Francia hasta Roncesvalles. Es un bosque especial. Transmite energía positiva. Ve.”, aconseja Meritxell.
A fin de cuentas, esto es el reino del Basajaun, el dueño y protector de estos bosques, de su naturaleza
Y preparo la bici en Orbaitzeta, dispuesto a recorrer los caminos que siempre hicieron los contrabandistas de ganado con Francia. Escondida bajo una bóveda de vegetación está la vieja fábrica de armas, una ruina arquitectónica construida para abastecer al ejército de Carlos III con más de tres mil bombas al año. Pero aquella factoría, tan fronteriza y tan esplendorosa en el siglo XVII, no proveyó al valle de la prosperidad prometida por los Borbones, sino que lo convirtió en un imán fatal de su historia. La guerra de la Convención, la napoleónica, la realista, las carlistadas, con sus invasiones, incendios y saqueos, cayeron sobre esta población con toda su parafernalia épica. Sólo quedaron en pie las casas de los braceros y una iglesia que el poder levantó para que las familias pudieran purgar su agotamiento con plegarias a un dios ausente. El edificio fue desacralizado hace décadas, después de que el obispado de Pamplona se lavara las manos como Pilato y renunciara a una propiedad con demasiado gasto para tan pocos pecadores. Desde entonces, Beñardo Antxorena cuida de esta milagrosa construcción como de su propia casa.
Beñardo es un tipo resuelto que no se amilana ante nada. Nació hace 85 años en el caserón que su familia tenía junto al pantano de Irabia, en pleno corazón de la selva de Irati. Al cumplir los seis tuvo que venir a Orbaitzeta a vivir con sus padrinos. “Y a los 17 años me quería ir a América, pero no me dejaron y me dijeron que cuando volviera de la mili me dejarían 90 ovejas. Me quedé, volví de la mili y, como no tenían ni para ellos, me dieron sólo 14 ovejas. No se me ha olvidado, no, después andaba yo por aquí muy rascado, muy justo de dinero”, recuerda. Desde joven demostró tener un don especial para manejarse con el ganado, para aprender el oficio de los barranqueadores y cablistas que desde Irabia trasladaban en grandes barcazas por el río troncos de hayas a los astilleros de la costa. También acompañó a su padre en sus aventuras de contrabando por esta selva y supo cómo manejar a los franceses del otro lado de la frontera. Fue policía municipal en Burlada, e incluso ha escrito un libro de memorias titulado Beñardo Antxorena. Recuerdos de un modo de vida ya desaparecido. “Si mi difunto amigo Alberto Lerindegi ‘El Mexicano’ publicó Memorias de un jabalí con sus recuerdos sobre Garralda y el contrabando, yo no podía ser menos”, añade con un sonrisa pícara. Un crack que, en el mar tranquilo de la jubilación, sabe aprovechar el tiempo. Levanta verjas cuando es necesario. Prepara los tejados para las fuertes nevadas invernales. Repara el pozo de agua fresca si hace falta. Recolecta huevos e intuye la presencia de los ciervos. En realidad, podría trabajar dónde quisiera pero prefiere el silencio de la montaña navarra al fragor de una ciudad.
La vieja iglesia es hoy un altar civil custodiado por un gallo de cresta roja con dos enormes espolones en las patas y una ferocidad que espanta a los gatos. El orgulloso animal pasea con su harén de gallinas a las que conmina con cantos que suenan a himnos de conquista. Es todo un sex symbol entre las aves de la comarca. Pero a Beñardo no le gusta que le importunen con fotografías. Cierra el portalón del templo como si quisiera aislar aquel relicario íntimo de las miradas indiscretas. Unos turistas que andaban curioseando entre sus secretos muestran su enfado por la súbita clausura de aquel museo campestre. “Salgan de ahí”, les espeta Beñardo. Ellos le recriminan ser “un viejo cascarrabias”. Él asiente con gesto displicente mientras repite que no tiene tiempo para fotografías. “Luego las ponéis por ahí para que las vea todo el mundo y decís tonterías. Esto no es un zoo. ¡Anda a tomar viento!”, zanja. Para los forasteros aquello fue como una perdigonada en el culo. Con sus Canon preparadas y las gafas de sol en las puntas de sus narices, le lanzan una acusación directa. “Un poco de educación, señor, un poco de educación. Que nosotros sólo queríamos sacar una foto de sus gallinas, ¿eh? ¡Hostia!”, dice uno mientras Beñardo se aleja con pesadez hacia su casa, como si calzara herraduras.
Sigo sus indicaciones para subir la montaña y llegar a Orreaga / Roncesvalles. “Sigue la senda de los jabalíes”, me dijo muy serio. La senda de los jabalíes es una de las 17 redes transfronterizas ciclistas señalizadas que atraviesan Europa y que se conocen con el nombre de Eurovelo. La de Orbaitzeta es una ruta circular que arranca trepando hasta el collado de Nabala y desciende a Roncesvalles. Desde aquí, nueva subida por carretera hasta el alto del puerto de Ibañeta, giro a la derecha y comienzo de la durísima subida a Lepoeder, uno de los pasos más importantes del Camino de Santiago. Los días despejados, Lepoeder es un mirador fantástico a la silueta granítica de todo el Pirineo. Hacia el este aparece Belagua y más a lo lejos la punta rocosa de la Mesa de los Tres Reyes y el Pico Auñamendi, de 2.500 metros de altitud. Al oeste, imaginas el mar. Desde allí a Orbaitzeta pasas por la fuente de Roldán, los collados de Bentarte y Arnoztegi, te adentras en un bosque de hayas y helechos tan altos que pueden camuflar a una manada de jabalíes sin que te enteres, llegas el dolmen de Soraluze y encaras el descenso final al punto de partida de esta fantástica ruta. En definitiva, un precioso paseo para aislarte del mundo.
La Selva de Irati esconde un universo indescriptible. Sólo con los nombres de los barrancos y de los montes que lo circundan, podría escribirse una novela de aventuras
La Selva de Irati esconde un universo indescriptible, incluso visto desde sus entrañas profundas en una situación embarazosa. Sólo con los nombres de los barrancos y de los montes que lo circundan, su toponimia, podría escribirse una novela de aventuras. Muxumurru, Malgorra, Origaratea, Ezpatagaina, Lerbakoitza. Laderas cinceladas por el tiempo, caminos que cambian de lugar para sobrevivir al avance de la naturaleza, piedras cubiertas de líquenes, cuevas, bosques tan tupidos de vegetación que la luz se vuelve esmeralda. Pero hay días en los que la montaña también asusta. Por ejemplo, cuando llovizna y empieza a condensarse la niebla. Bajando Lepoeder, en cuya cima recibí una gratificante ovación y un bocadillo de un grupo de peregrinos italianos, llegó el horror: Pinchazo en la rueda trasera de la bicicleta en medio de la nada. La selva y las nubes me encerraron en la espesura, como un laberinto. Sin cobertura en el móvil ni GPS, empecé a verme impotente y pensé en dar la voz de alarma. ¿A gritos? A gritos, no. Los italianos estaban lejos y no había más almas en varios kilómetros a la redonda.
Y en estas apareció Antton, toda una vida de leñador y una de las pocas personas que trabaja de sol a sol para mantener el bosque indómito. Combate contra un mundo en llamas. Me lo encontré en medio del camino, subido a un tractor y luciendo todas las condecoraciones del sudor jornalero. Hablaba en un dialecto muy polifónico y bello, el suletino, una mezcla libertaria del euskera y el francés con interjecciones indescifrables. “Hortik suivez bideak, eush.” o algo así dijo. Me sonrió con amabilidad. Yo le devolví la sonrisa. De la espesura surgió un compañero, un cincuentón que debía venir de la zona de Larrau o Urdax porque manejaba la segadora como un malabarista. Genealogías de la alta montaña. “Très bien, très bien. Ce chemin vers Orbaitzeta. Bide onean zaude”, entendí sentado en un tronco con la rueda pinchada en la mano y sin saber lo que quedaba de camino.
Tras reparar la avería y despedirme de la pareja de leñadores me surge la extraña sensación de que ando perdido. Escalofrío. “Mejor no pensarlo”, digo en voz alta. Un perro ladra a lo lejos quizá porque huele a forastero. Vuelve a llover en este agosto ardiente y seco. La noche empieza a mostrar a lo lejos su inexorable llegada.
Todos los años me cuenta Meritxell la historia de una osa anda que libre por esos parajes. Entonces nos reímos, pero ahora no me hace gracia
En ese escenario me encontraba. En medio de la soledad y envuelto en sonidos sospechosos cada vez más cercanos. Toc toc. Un pájaro carpintero. Todos los años me cuenta Meritxell la historia de una osa anda que libre por esos parajes, saltando de un lado al otro de la frontera en busca de comida. Entonces nos reímos, pero ahora no me hace gracia. Pienso en ella y en el lobo y en las serpientes que reptan sigilosas entre las hojas caídas. “Son leyendas”, intento convencerme. Esos animales no atacan al ser humano. En realidad lo temen, porque conocen sus malas intenciones. Prefieren los territorios donde no se sientan vigilados. Comencé a imaginarme cómo sería pasar la noche aquí y cómo me encontraría al día siguiente, volviendo a casa al amanecer, con el pelo alborotado, la camiseta rasgada y agitando unas maracas. Ya leo los titulares en la prensa: “Un turista desaparecido hace semanas surge de la selva hambriento y deshidratado”. Ay mísero de mí, ay infeliz. Calma.
Al fin encuentro el cauce del río Legartza que discurre hacia Orbaitzeta. Ya no tendré que dormir al raso pero continúo sin encontrar el más mínimo rastro de civilización. Solo pido una voz, una triste huella humana, pero en su lugar encuentro el cráneo de un venado. “La osa”, sospecho. “O el lobo”, añade mi conciencia.
Resulta curioso lo engañoso que es el tiempo cuando uno está cansado. Se estira como un acordeón. Incluso el espacio parece distinto. Deben de ser los efectos de la física cuántica. O el realismo mágico. Vaya usted a saber. Pero al fin emergen las primeras luces de Orbaitzeta como un campo de luciérnagas. Llego emocionado, dispuesto a abrazar a Beñardo Antxorena y a comerme a besos al gallo de los espolones. Porque ahí estaban los dos. Observa mi cara pasmada y me obsequia con una manzana. “Ir por Lepoeder es muy duro. ¿Has visto a alguien? Llevo meses pidiendo que desbrocen el camino y nada”, pregunta con toda normalidad. “Sí, a dos leñadores pero estaban muy arriba”, respondo. “¿Dos leñadores? ¿Dónde? Qué raro”, añade con un gesto de sorpresa que me provoca inquietud. ¿Serían fantasmas que vagan infelices por el bosque en busca de una salida? Eran casi las nueve de la noche y sólo pienso en el refugio del hostal de Meritxell. Soy un náufrago.
En Abaurrea Baja, entre los valles navarros de Aezkoa y Salazar, hay un caserío con olor a geranios. Frente a sus ventanas se extienden prados donde pastan las vacas y retozan pandillas de respetables gatos. Orlas de sauces, hayas y robles enmarcan los ríos que caen por las quebradas. Desde Abaurrea Alta hacia...
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Gorka Castillo
Es reportero todoterreno.
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