IRSE
Barrios y antibarrios
La oligarquía financiera y su brazo armado, la ultraderecha, nos quieren en las redes, porque les generamos beneficios económicos y porque están interesadas en que se pierda lo colectivo
Paco Cano 12/09/2024
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En un recomendable artículo, a partir de la habitual reivindicación con la que Lamine Yamal celebra sus goles –haciendo con los dedos el número 304, por el código postal de Rocafonda (Mataró)–, el exministro Joan Subirats se pregunta si tiene sentido seguir hablando de “barrio” como espacio para generar vínculos comunales. Antes de que el aspiracionismo –mayoritario entre futbolistas jóvenes que descubren una vida de falso lujo inducido– se imponga en los modos vitales de Yamal, el profesor Subirats señala como loable el hecho de que el gran triunfador de la última Eurocopa reivindique su orgullo como vecino y desde ahí reflexiona sobre qué es un barrio hoy.
Hace años, el barrio era ese tercer lugar –así lo denominaba Ray Oldenburg– entre la casa familiar y el resto de la ciudad. Un territorio donde aún se mantenían vínculos de cobijo gracias a parques, plazas y luchas compartidas. En el barrio se conocía tu nombre y se conocían las condiciones de vida de cada uno, estableciendo comunidades de ayuda y de cuidados, a la vez que se cohabitaba con pensamientos diferentes, aunque las condiciones materiales tendieran a igualarlos.
El barrio era tu parque, tu biblioteca si la tenías, la cafetería a la que ibas cada mañana, la escuela de tus hijos, el bar donde te reunías con amigos, el centro cultural o el centro deportivo. Así, la necesidad de espacios y servicios públicos comunes, el querer vivir con dignidad y las luchas para conseguirlos también hacían barrio. Eso es lo que nos cuenta El 47, estupenda película de Marcel Barrena con unos espectaculares Eduard Fernández y Clara Segura.
Probablemente ya conocen el argumento basado en hechos reales. Un emigrante extremeño, hijo de represaliado y llegado a Barcelona en los años cincuenta, construye junto a otros extremeños y andaluces, un poblado chabolista que se va convirtiendo en barrio, Torre Baró (uno de los trece barrios del distrito de Nou Barris), y entre las luchas por darle dignidad a su barrio incluye la de solicitar una línea de autobús que les comunique con el centro de la ciudad. Ante la sordera institucional, Manolo Vital, que así se llama el protagonista, decide, como conductor de autobuses que es, desviar la ruta del 47 hasta Torre Baró para demostrar que una línea municipal puede llegar allí. Secuestro lo llamaron. La acción tuvo ecos en otras áreas del distrito como Roquetes, La Prosperitat o Ciutat Meridiana, donde también desviaron autobuses reclamando comunicación, honra y visibilidad. Esas zonas olvidadas también existían.
Manolo Vital –qué apellido tan bien puesto– se movía por las instituciones reuniéndose con todo el mundo, presentando sus reivindicaciones, poniendo el cuerpo y repitiendo, incansablemente, su nombre y el de su barrio. En su autobús, los habituales también le saludaban por su nombre. Presencia e identidad. Como apunta Oldenburg, y como señala Joan Subirats, conforme se va saliendo del barrio hacia la ciudad, hacia el mundo, la identidad se va diluyendo y el anonimato va ganando enteros. El metro, los centros comerciales o los aeropuertos actuales son lugares compartidos en los que apenas se interactúa y donde nadie sabe nada de nadie. No digamos ya, internet.
El anonimato que se da en las RRSS no solo nos ha vuelto desconfiados, también nos ha llevado a un paroxismo agresivo y a una polarización sin matices
En el contexto del debate sobre la necesidad o no de estar en las redes sociales, hay quien asegura que las redes son las plazas públicas –o un reflejo de ellas– y que son el espacio para encontrarse con diferentes y poder debatir. Nos dicen que no debemos abandonarlas ni ceder más ante la ultraderecha y los poderes financieros, que bastantes espacios ganados tienen ya. Hay que dar la lucha, renunciar a las redes es un suicidio, evitar el conflicto es burgués, aseguran. Como si en X, ahora mismo, hubiera alguna batalla que ganar, algún espacio para el debate o como si pensar en redes alternativas o salir a la calle a poner la cara no fueran actitudes de izquierda transformadora. ¿De qué le sirven a compañeros y compañeras vapuleadas nuestra solidaridad en forma de mensajitos de apoyo o likes? Nada se nos ha perdido en X, como nada hacemos en el palco del Bernabéu.
Un espacio colectivo de cuidados y de reflexión, como el que queremos construir, necesita de cuerpos, de presencias y de identidades conocidas y diversas, mientras que en las redes todo es virtual y anónimo. No solo nos están marcando las reglas del juego, sino que nos han colado el tablero que les interesa y con el que, además, se están forrando. Recupero una cita de Amador Fernández-Savater en su libro Capitalismo Libidinal: “... las fuerzas ya constituidas quieren que dejemos de ser una trama de vínculos y nos enfrentemos a ellas bajo sus presupuestos: ejército contra ejército en un campo de batalla abstracto. Pero en ese terreno los débiles no tienen posibilidades de plantar cara. En cambio, si mantienen la trama de vínculos que los constituye en torno a sus formas de vida y sus espacios, crecen las posibilidades de victoria”. Los débiles somos nosotros, por si alguien lo duda.
Durante el confinamiento viví una desagradable sensación personal. Como miembro del equipo de gobierno de mi ciudad, me tocó llevar a cabo acciones de atención y cuidados de mis convecinos y convecinas. Tuvimos cientos de reuniones virtuales en las que comprobé que la mediación de la pantalla me iba volviendo, gradualmente, más desconfiado respecto a mis interlocutores. Fueran quienes fueran. Era algo injustificado, pero la falta de presencia tuvo ese efecto en mí. Me faltaban las voces directas, el contacto humano, las sonrisas cara a cara, el apretón de manos. En esas, hubo quien se empeñó en aprovechar otros miedos diferentes para convencernos de que todo se puede hacer desde la virtualidad y la vida social, el arte, el trabajo, el consumo, el ocio y el debate político no necesitan de presencia. Nos querían divididos, aislados. Antipueblo, antibarrio en esencia pura.
En las redes se quiebra la idea de comunidad organizada porque nos quedamos sin valores compartidos y se pierden el apoyo mutuo
Esa falta de corporación y ese anonimato que se da en las redes sociales no solo nos ha vuelto desconfiados, también nos ha llevado a un paroxismo agresivo y a una polarización sin matices que solo puede quebrarse de dos maneras. Por un lado, no siendo parte de ese territorio de odio en el que se han convertido las redes como extensión de muchos medios –solo hay que leer los comentarios en cualquier noticia de los distintos periódicos mainstream– y, por otro, a través de la experiencia física, del conocimiento directo del otro, del debate cara a cara, de la creación de espacios dignos donde convivir: bibliotecas, parques, plazas o espacios deportivos, por poner algunos ejemplos. Marc Augé decía que los no-lugares son espacios vacíos de significado emocional e identitario en los que los seres humanos son anónimos y los enfrentaba a los lugares que son hogar y donde se ama y se confraterniza. Así que, menos internet y más parques, menos X y más bibliotecas donde pensar juntos, menos Facebook y más calle.
En las redes se quiebra la idea de comunidad organizada porque nos quedamos sin valores compartidos y se pierden el apoyo mutuo, el instinto de cooperación y el impulso de protección. Una comunidad se construye alrededor de esos valores y creer y luchar por ellos es lo que permite que un pueblo esté vivo. Decía Fidel Castro que un pueblo se mantiene mientras crea en algo, en alguien o mientras crea suficientemente en sí mismo. Eso le pasó a Torre Baró.
En la idea contraria, en la de antibarrio, se mueve la Comunidad de Madrid, que ha planteado la idea de privatizar la gestión de las bibliotecas –espacios de encuentro y de creación de pensamiento– que ha llenado las plazas de terrazas de bares y que va cortando árboles para crear no-lugares.
La oligarquía financiera y su brazo armado, la ultraderecha, nos quieren en las redes, porque les generamos beneficios económicos y porque están interesadas en que se pierda lo colectivo, lo presencial y la diversidad de ecosistemas; es decir, todo aquello que genera comunidad. Seguir jugando en el campo que nos proponen significa inmolarse y colaborar con el antipueblo. Nuestra alternativa está en recuperar plazas, parques, en mejorar escuelas y bibliotecas y en crear barrios nuevos, del tipo que sean. Con el cuerpo, con nuestros nombres y con nuevos sentidos de comunidad. Sigue lloviendo y en vez de salir valientemente a las calles a mojarnos, seguimos en X haciéndonos los mártires.
En un recomendable artículo, a partir de la habitual reivindicación con la que Lamine Yamal celebra sus goles –haciendo con los dedos el número 304, por el código postal de Rocafonda (Mataró)–, el...
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Paco Cano
Mis ciudades: Cádiz, Madrid, NY, Washington DC y, ahora, Barcelona. Mis territorios: las políticas culturales, la articulación ciudadana, los cuidados y el común.
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