Lectura
‘Detrás del cielo’: una novela negra radical
CTXT adelanta el capítulo ‘La fiesta de las batallas’ de la nueva obra del escritor gallego Manuel Rivas, que llegará a las librerías el 24 de octubre
Manuel Rivas 20/10/2024
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La fiesta de las batallas, ‘Detrás del cielo’ (Alfaguara, 2024)
Yo pienso que, para él, para Estanis, era como un perro. Me quería como a un perro. Y yo hacía de perro. Es más de lo que puedes esperar de mucha gente. Si eres un buen perro, claro. Yo era su escudero, así decía, en las cacerías. Y me pagaba. Algo pagaba. Dependía del humor. De cómo fuera la caza. «Para ti, para tus gastos». Un día, espléndido: «Toma, para un móvil nuevo. ¡Ese cacharro echa humo!». Y yo dije que sí, que gracias, pero no me desprendí del viejo Huawei. Porque yo pienso que el Chisme ya me entiende. Antes de ir yo a la búsqueda, ya está él buscando. Viejo será, pero funciona campo a través, una hora por delante. Como cuando cerramos la granja, cuando vendimos todas las vacas excepto la Pinta, que se quedó allí, libre de entrar y salir del cubículo al prado, como una mascota de Paipai, como un animal de compañía. Yo, cuando el hundimiento, estaba pendiente de ver lo que decían del Imperio romano, y justo en la pantalla del Chisme apareció Adrianópolis, la batalla decisiva, allí donde el Imperio se fue al carajo. Una avalancha de hambrientos, hombres y mujeres, descalzos, harapientos y mal armados aplastó a la élite del ejército imperial. Y en Roma, como quien oye llover, todos de after, venga mandanga, venga chunda-chunda. Y ahí puede verse lo que dice en el Chisme un tal Ambrosio de Milán. Que a la gente le parecía estar viviendo el Ocaso del Mundo.
El Chisme tenía razón. También en Chorima estábamos viviendo el Ocaso del Mundo.
Para mi padre, lo que venía del Oficial Mayor era siempre bien recibido. Palabra de Dios. Maimai acostumbraba a callar, pero alguna vez expresó su desacuerdo con tanta mansedumbre: «Andas por el palo de Estanis como un ciego». Ese tiempo había quedado atrás. Eutel perdió la confianza en el emperador. Lo de la Oficina había resultado un fiasco. La historia de los inmigrantes se repetía. Cansados del mal pago, se largaban. Los proveedores dejaron de subir la cuesta del alcor de Chorima. Al principio, Estanis decía que todo se iba a arreglar. Luego se desentendió. No respondía a las llamadas. Eso era lo que más le dolía a Eutel. Me despertó un día temprano. Estaba allí, en la puerta, en la silla de ruedas, y con una manta en el regazo, como si hubiese dormido en ella, y me dijo: «Vamos a ver al Oficial Mayor. ¡Vamos a ponerles el rabo a las cerezas!». La expedición fue un desastre. No estuvo más de diez minutos, pero Paipai salió del despacho diez años más viejo. De hecho, por lo poco que dijo, hablaron de cómo arreglar la pensión de jubilación. Cuando Estanis reapareció por Chorima, de paso por el Edén, no daba por fracasada la experiencia de la granja. Que estaba en tratos con un banco. Que había socios interesados. Que había que intentar la explotación a otra escala. Mi padre callaba, lo que ya era mucho decir.
—Y tú, Dombo, ¡no puedes quedarte así, varado en el monte con el traje de neopreno!
Me iba a buscar algún chollo. Algo que me valiese.
Maimai tenía una obsesión: «¿Y por qué no lo emplean en la Estación de Servicio? ¿Son amigos tuyos o no?». Y entonces era cuando Estanis decía que yo era una persona especial. Hubo un tiempo en que a mí me gustaba eso. Lo de ser especial. Pero Maimai torció la cara.
Buscarme un chollo. Algo que me valiese. Si yo era especial, pues algo especial. Como lo de ir a las batallas.
—¿Qué es eso de ir a las batallas? —preguntó Maimai.
—¡Son fiestas, Mai! Nos dan unos uniformes de soldados y jugamos a la guerra. En el sitio en el que fue, tal como fue.
—¿Y por qué?
—Porque allí, en ese sitio, hubo una batalla. No una cualquiera, no una chapuza. ¡Hubo una buena batalla! Y entonces lo celebramos con otra batalla. Lo llaman recreación. Hacemos que nos matamos, pero no nos matamos.
—Es un simulacro —dijo Eutel—. ¡El caso es que paguen!
Pero a Maimai no la convencía. Vete tú a saber lo que le andaba en la cabeza.
—Así comienzan las guerras. Haciendo el simulacro.
Froté en el Chisme.
—Mira, aquí está. Esta es la primera en la que voy a trabajar. La batalla de Elviña. El 16 de enero de 1809. Los ingleses venían de retirada. Los barcos los esperaban en la bahía de A Coruña. Y los franceses de Napoleón detrás, pisándoles los talones. Mira, dieciocho días y cuatrocientos cincuenta kilómetros a pie. La Marcha de la Muerte, la llaman. Llovía mucho. Parece que el agua de la lluvia estaba encharcada de sangre, y no al revés. El héroe fue el general inglés John Moore.
—Sería porque murió —dijo Paipai.
—Y por la retirada. Ganar ganaron los napoleónicos, pero la inteligencia estaba de parte de los ingleses porque supieron retirarse.
—¿Y tú de qué vas? —preguntó Maimai—. ¿De francés o de inglés?
—Yo quería ir de inglés, Mai. Del lado de sir John Moore, el que mataron. Pero me metieron de napoleónico.
—¡Pues menos mal!
Yo prefería ir de figurante inglés por lo del uniforme. Por la casaca roja. Me gustaba más. Pero acabé de napoleónico, vestido de azul, y, la verdad, fue una suerte. Entre los participantes, había un grupo de franceses muy parranderos. Ya se vio en el acto oficial, cuando cantaron La marsellesa, que venían a por todas. Me sentí muy a gusto en el medio de aquel empuje. De soldados y soldaderas. Por la noche, fuimos cerrando las tabernas, pubs y todos los bebederos que se ponían por delante. Eso sí, en entusiasta competencia con la tropa británica. Hubo un momento en que, con sorpresa, me di cuenta de que nos entendíamos todos de maravilla. Hablábamos con acentos diferentes, pero tocábamos la misma partitura. Como diría el Otro, el milagro del licor café Pentecostés. El problema vino cuando se cerró el último garito. El de la Queimada del Barbas. Acabamos los dos ejércitos donde habíamos comenzado la fiesta de la recreación de la batalla. En los campos al pie del faro de Hércules. Todo parecía en calma, menos el mar, que andaba a lo suyo. Más o menos mezclados los unos con los otros, bebíamos las últimas provisiones. Yo no sé cuál fue la chispa, pero la mecha se extendió en un santiamén. Una guerra de todos contra todos. Pero sin armas. A patadas y puñetazos.
Y ahí tenía razón Maimai. Que después del paripé, vienen las guerras.
En la batalla real, en aquel crudo invierno de 1809, había muerto de un cañonazo el general Moore. En la recreación lo interpretaba un actor. El que me había echado una mano con el contrato. Me pareció muy competente. Lo bien que se le entiende a la gente cuando manda. En la trifulca nocturna, ya era otra cosa. No era de los folloneros. Preocupado, pálido, trataba de abrirse paso y ponerse a resguardo. De repente, se escuchó un disparo. Todos quedamos paralizados, atónitos, mirando hacia sir John Moore, acá Chema Dopico. Él se llevó la mano al pecho. Giró la mirada en lenta panorámica, como despidiéndose, y cayó a plomo al suelo.
—¡Es de fogueo! —dijo el de la pistola, soltando una carcajada.
Yo ayudé a llevarlo hasta la ambulancia.
—Ser es un buen actor —dijo la médica que lo atendió—. Casi está muerto.
Parecía joven, pero tenía el pelo canoso. Un blanco de nieve. Como si le hubiera blanqueado de repente esa noche. Me miró de abajo arriba. Yo estaba en posición de firmes. La mejor manera de mantenerse en pie.
Dijo:
—¡Os habéis bebido hasta la munición!
Sí, yo trabajé en las batallas. Y todavía voy a alguna, si puedo y si pagan. Yo, de voluntario, a la guerra, aunque sea una juerga, no voy.
Chema Dopico tenía una compañía de teatro, pero acabó especializándose en la recreación de batallas.
Le caí bien. Me llamó para contratarme en la recreación de la batalla de Aljubarrota, en Portugal.
Froté en el Chisme.
Fue allá por el 1385, cuando la corona de Castilla envió un potente ejército, con mucha caballería, para hacerse con el reino de Portugal. Pero los lusitanos resistieron la embestida.
Allá nos fuimos.
Los de la recreación pidieron arqueros y Dopico ofreció media docena. Una furgoneta con arqueros galaicos.
—¡Tiembla Castilla! —proclamó Dopico al volante.
En el camino, hicimos más de una parada de avituallamiento eso es verdad. Hacía calor y el vino verde fresco entraba mejor que el agua. Hay una larga tirada desde Tras do Ceo, así que tomamos varias penúltimas rondas.
—¡Va la última espuela! —brindó, por fin, Dopico.
Dormimos en la furgoneta y, al presentarnos por la mañana temprano en el campo de batalla, algo de miedo debíamos de meter, porque la gente se resguardó en la fortaleza con desconfianza. Suerte que el que estaba al mando en la recreación, un historiador al que llamaban Condestable Nuno, dijo con retranca: «Ustedes son con certeza una tropa que mete miedo». La gente pasó a mirarnos no digo con admiración, pero con cierto respeto. Lo contento que se pone uno cuando tiene el miedo a favor.
Y cuando apareció la vanguardia de Castilla, que eran los que venían a caballo, no esperamos orden ninguna para comenzar a cantarles las cuarenta y llamarles las cuatrocientas, venga a bajar a los santos del cielo.
La instrucción era que había que soltarles unos insultos a los de la caballería castellana. Estos se enojarían mucho, dolidos en su honor, y nos acometerían en desorden, perdiendo los estribos y la batalla, pues el campo estaba lleno de trampas, agujeros tapados con paja. Cuentan que así fue en la historia real. Y así fue en la recreación. Nosotros cumplimos con nuestro papel y una pizca más. Venga a azuzar a los caballeros castellanos con la boca llena de carajos. Ellos tendrían que simular el atropello y caída. Pero resultó que nosotros fuimos más allá de los carajos, pues, como decía el Otro, la primera palabra te lleva a la segunda y esta, a la tercera, y ya pasamos de decorarles las cabezas con cuernos, sabiendo que a nadie le gusta ir armado con esos atributos, a otorgarles la categoría de hijos de com-perdao-da-palavra
Y fue ahí cuando a nosotros, a los galaicos, nos dio la risa.
—¿Con perdón de qué?
—¡Hijos de las cuatro letras!
La cosa fue a más. La pantomima derivó en una buena batalla. Parte del público se marchó escandalizado, pero también se quedó mucha gente que aplaudía y participaba: «Muito bem! Bravo! A descomer, a baixar as calças, castelhanos!». Y eso siempre anima a la hora de cascar. Los insultos, las ofensas, arrojados, son como piedras. El Otro decía que las guerras comienzan cuando se echa pólvora a las palabras.
El caso es que tuvo que intervenir la policía. Me vi rodeado de tres o cuatro guardias. Me querían poner unas esposas y grité que a mí no me encadenaba ni Dios. Y uno de los agentes, muy reposado, respondió: «Cálmese, hombre, que yo no quiero causar tan suprema incomodidad».
Los de la organización, y tal como fueron las cosas, no nos querían pagar. Pero al fin cobramos. Y Dopico todavía pidió un suplemento.
—¿No querían batalla? ¿Quién bajó a todos los santos del cielo?
—Sí, señor. ¡Ustedes son bárbaros! —aceptó, muy educado, el de la cámara municipal.
La verdad es que yo, pasármelo, me lo pasé bien. El de las batallas fue un tiempo feliz en mi vida. Todavía me emociono cuando recuerdo mis regresos de guerrero a la casa de Chorima. Como aquel día en que volví de noche, en el Comanche, por las pistas forestales, después de luchar de romano contra los galaicos en la Fiesta del Olvido.
Según el Chisme, la batalla había sido allá por el 135 antes de Cristo en las tierras del río Limia. Las expediciones del ejército imperial para la conquista del Fin del Mundo se detenían allí y no traspasaban nunca el límite del río, el Lethes o Limia, conocido como río del Olvido, pues existía la creencia de que quien lo hacía perdía la memoria, olvidaba hasta el propio nombre y no sabía qué pintaba en aquel lugar remoto. Hasta que llegaron las legiones al mando de un pretor temerario, Décimo Junio Bruto en la recreación de la batalla, hizo de pretor el presidente de la Diputación. Fue él mismo quien tomó el estandarte, pasó el río del Olvido y desde la otra orilla llamó uno por uno a sus pretorianos. Yo, entre ellos. Y fue así que conquistamos Tras do Ceo.
Maimai me esperaba. Una buena cena para el guerrero en la mesa de Chorima.
—¿Y quiénes ganaron? ¿Los galaicos o los romanos?
—Los de siempre, Mai.
En el río del Olvido terminó mi itinerario bélico. Estanis vino con la gran noticia. Se habían acabado las batallas. Iba a tener, por fin, un trabajo fijo. En la gasolinera, como quería Maimai, no podía ser. Pero en el Edén sí. En el Edén necesitaban un jardinero.
La fiesta de las batallas, ‘Detrás del cielo’ (Alfaguara, 2024)
Yo pienso que, para él, para Estanis, era como un perro. Me quería como a un perro. Y yo hacía de perro. Es más de lo que puedes esperar de mucha gente. Si eres un buen perro, claro. Yo era su...
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Manuel Rivas
Es escritor y periodista. Premio Nacional de Narrativa por su libro de relatos “¿Qué me quieres amor?”. Su última obra publicada es “La tierra oculta” (Alfaguara, 2023). Es co-director de la revista mensual en lengua gallega "Luzes".
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