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Al cumplirse 90 años de la Revolución de Asturias de 1934, la Revolución de Octubre, se llenan los periódicos de España de toda clase de reportajes y notas conmemorativas sobre aquellas dos semanas. Con mayor o menor grado de pericia historiográfica, son muchos los medios que intentan ofrecer un relato de lo que sucedió. Algunos lo hacen con cierto aire de imparcialidad porque, como tantas veces se nos dice, los hechos son los que fueron y a la Historia (la grande de gran mayúscula) se accede de manera transparente, como en el luminar de Jünger.
En otros casos, se nos recuerda sin tapujos por qué vale la pena recordarlo: “Noventa años de la revolución del PSOE contra la República”, proclama El Mundo, un calco casi exacto de lo que dijera Esperanza Aguirre hace unos meses en un acto de Nuevas Generaciones (no es la primera vez que da la matraca con esto; ya nos hablaba del “golpe del 34” allá por 2011). El Confidencial, por su parte, describe aquella experiencia revolucionaria como la “insurrección armada [...] que a la izquierda actual tanto le cuesta explicar y digerir”, al son del mismo cencerro que tocó Ramón Tamames en la moción de censura del año pasado: lo que pasó en Asturias, daba a entender, hizo de la rebelión militar de 1936 un levantamiento algo menos ilegítimo.
Un año más, aquel ochobre resurge como criatura formidable en el repertorio iconográfico de la derecha. Es, al mismo tiempo, bestia negra y objeto de deseo: todo lo que sucedería después, Franco, la guerra, fue culpa de la dinamita.
Hay algo que, sin embargo, es cierto, algo que la izquierda normalmente no explica, algo que escapa, por cuanto la precede, cualquier descripción positiva, político-organizativa, de la rebelión minera: la pobreza indigna en que vivían quienes se levantaron; el meconio bismútico de los recién nacidos, las madres sin leche, la muerte horrible de los hombres de la mina, desmembrados o partidos por la mitad. Cada intento de esclarecer aquella experiencia revolucionaria con más detalle y análisis histórico, me parece, no romperá con la lógica en que la derecha la ha atrapado si no somos capaces de recordar la desesperación y precariedad de aquel entonces. Tomar esto como punto de partida permitirá desenmascarar lo que el opresor verdaderamente piensa: que toda aquella indignidad era buena y que, quien la sufría, ocupaba su justo lugar en el ordenamiento capitalista del mundo. Levantarse contra esto es imperdonable y por eso nos aleccionan.
Ochobre resurge como criatura formidable en el repertorio iconográfico de la derecha
Quizás sea útil recurrir a otro tipo de escritura que no sea historiográfica para comprender esto, aunque, inevitablemente, hacerlo tenga algo de historia literaria. En su novela Germinal, que acabó por disgustar tanto al establishment conservador como a la clase trabajadora, Émile Zola intenta mostrar las condiciones de penuria en que vivían los habitantes de un poblado minero. Este es un relato que podría decirse “ante-revolucionario”: lo que se narra son las causas y los preparativos que conducen a una huelga violentísima, un aviso de lo que vendrá. Para alivio de muchos lectores, la huelga fracasa y la revolución, con la expectativa de una vida mejor, se pospone.
Fue duro leer aquel texto de Zola. Todavía recuerdo aquel pasaje en que unos señores bien se habían acercado desde París a visitar el poblado minero, que la compañía que explotaba el carbón había construido y donde vivían los obreros en la más absoluta cochambre. Es la mujer del capataz quien les hace una visita guiada para que pudiesen observar, como quien va a Disneylandia, las condiciones en que vivía aquella gente. Rodeados de la pobreza más abyecta, uno de los visitantes concluye, en mitad de su excursión al zoo de la miseria, que aquello era “Une Thébaïde! un vrai pays de Cocagne!” (‘Una Tebaida, un auténtico país de Jauja’). Esa pulsión tan típica de la moral capitalista, que la desesperación del que sufre nunca es suficiente y que cualquier alivio confirma el carácter magnánimo del explotador, no ha perdido fuerza.
En Germinal, Zola intenta mostrar las condiciones de penuria en que vivían los habitantes de un poblado minero
Los mineros de Germinal, sometidos a una brutal rutina, soñaban con un aumento de salario. A través de Souvarine, un anarquista ruso que trabajaba en la explotación minera, Zola menciona una “ley de hierro” que regulaba los salarios a la baja y que obligaba a los obreros a vivir en condiciones infrahumanas. En realidad, no se trataba de una norma legislativa, sino de una ley económica postulada por Ferdinand Lassalle, de la que al parecer Zola tenía conocimiento y que ya había anticipado Ricardo, por la que los salarios tendían a bajar hacia el nivel mínimo de subsistencia, imposibilitando el ahorro. Lassalle enunció este principio, al que le puso nombre de ley, muy a la usanza de los economistas de la época (ávidos de legitimidad epistemológica) no tanto para culpar al pobre de su pobreza, como Malthus, sino para denunciar la crueldad y la fuerza indeleble de aquel fenómeno.
La ambigüedad con que Souvrine se refiere a aquella “loi d’airain”–solo con su lectura, no sabemos si es la Ley o una ley– pudo haber sido una estrategia deliberada utilizada por Zola. Medio siglo después de la publicación de Germinal, Erich Auerbach reconocía en Mímesis que el relato de Germinal pudiera estar exagerado pero que no por ello perdía actualidad o significación. Con todo, es interesante ver cómo incluso nuevos estudios críticos sobre la novela le dan más importancia a que la tesis de Lassalle haya sido desmentida, demostrando así el error de un Zola equivocado, que al contexto de miseria en el que este pensamiento se formuló, como si pudiéramos exigirle a Germinal lo que se le pide al trabajo del historiador.
Con o sin leyes de hierro, la huelga de Germinal fue, efectivamente, ficticia. Tenía que serlo para que la Tebaida se viese por lo que era, una letrina (en el registro de lo real, ocupado por La Cucaña, esto ya no estaba claro). No así la Revolución de 1934, o la huelga de agosto de 1917, que sí sucedieron, o la Huelgona de 1964. Sin embargo, todas comparten entre sí y con Germinal un mismo fundamento que precede cualquier movilización política y que Zola supo retratar: la dignidad arrebatada. Aquel octubre vuelve otra vez después de 90 años para recordarnos que la movilización política del oprimido surge del querer recuperarla. Hoy, la violencia de aquella experiencia revolucionaria en efecto nos incomoda, pero la urgencia de quienes tomaron el fusil es la misma, yo creo, que la de quienes se manifiestan en la actualidad por las libertades colectivas: que esta vida nuestra puede ser mejor.
Al cumplirse 90 años de la Revolución de Asturias de 1934, la Revolución de Octubre, se llenan los periódicos de España de toda clase de reportajes y notas conmemorativas sobre aquellas dos semanas. Con mayor o menor grado de pericia historiográfica, son muchos los medios que intentan ofrecer un relato de lo que...
Autor >
Pablo Luis Álvarez
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