Literatura
Factores humanos
El mundo según Graham Greene
Hilario J. Rodríguez 26/10/2024
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El novelista, el hombre
Desde su niñez, Graham Greene fue un hombre dividido, incapaz de pertenecer a un bando concreto. Algo así le produjo un profundo malestar a lo largo de toda su vida, que en algunos momentos le sumió en la depresión o le obligó a escribir a modo de terapia, como cuando redactó Una especie de vida en 1971, un volumen autobiográfico en el que no solo decía que no le gustaba mirar hacia atrás sino que además hablaba con bastante franqueza sobre su falta de raíces o sobre las numerosas traiciones que había cometido. Toda esa mezcla de sentimientos contribuyó a negarle la posibilidad de concebir auténticos héroes para sus novelas y relatos, en los que abundan los personajes torturados que se van a descubrir nuevos paisajes, para olvidar en ellos lo que fueron algún día.
Sus primeros años estuvieron marcados por la falta de contacto con su madre, que era una mujer muy fría e independiente, y por su ingreso en un internado de Berkhamsted, dirigido por su propio padre. Allí comenzó a comprender de dónde proceden las lealtades divididas. No podía relacionarse con los restantes alumnos sin traicionar al mismo tiempo a su progenitor, de modo que prefirió adoptar una actitud tan distante como para que sus compañeros le considerasen un traidor a quien no debían acercarse. Lo peor de todo es que su experiencia en aquel internado modificó en adelante su noción sobre el bien y el mal, además de empujarle a mostrar extrañas adhesiones, a veces de manera muy drástica. Eso explica que apoyase a muchas guerrillas latinoamericanas, lo que llevó a Estados Unidos a considerarle persona non grata; pero también explica que al mismo tiempo nunca se pusiese del lado del IRA (Ejército Republicano Irlandés) en el conflicto que dividió a la población de Irlanda del Norte durante décadas. Para él, existía una diferencia bastante significativa entre guerrilla y terrorismo, aunque ambos procedan a veces de la misma forma y con idénticos resultados. No obstante, no solo sus pronunciamientos políticos podían ser contradictorios, incluso sus actos en determinados conflictos lo eran. Así, cuando los franceses intentaron establecer una república separatista en el Palatinado, para dividir Alemania, él le ofreció al gobierno alemán sus servicios como agente doble.
No solo sus pronunciamientos políticos podían ser contradictorios, incluso sus actos en determinados conflictos lo eran
La falta de conexión con sus semejantes lo empujó a mantenerse siempre vigilante, al acecho. A espiar. Lo anterior tuvo un efecto poderoso en su manera de entender la literatura. “Cuando describo una escena, capto con el ojo móvil de una cámara de cine más que con el objetivo de una cámara fotográfica, que inmoviliza cuanto ve. Quizás por eso reconozco abiertamente que las películas me han influido bastante. Si a autores como Walter Scott o los novelistas victorianos les influyó la pintura más que cualquier otra cosa, lo cual les empujó a utilizar mecanismos descriptivos similares a los de un pintor; yo suelo trabajar con la impresión de tener una cámara de cine con la que sigo los movimientos de mis personajes, animándose de ese modo el paisaje donde están inmersos”.
A lo largo de la década de los treinta, hizo algunos viajes temerarios, muy típicos en aquella época. Fue una manera de ponerse a prueba, como también habían hecho antes Peter Fleming en un viaje a Brasil o Evelyn Waugh en otro a la Guayana británica, donde casi estuvo a punto de perder la vida. Por su parte, él decidió irse a Liberia, más que nada huyendo del hastío. Y lo que encontró fueron continuas dificultades, que más adelante le ayudaron a escribir un libro de viajes gracias al cual se convirtió ante el gobierno británico en un experto en el continente negro y ante el gobierno liberiano en un enemigo al que negó el visado de entrada en cuanto estalló la Segunda Guerra Mundial.
De 1941 a 1944 trabajó para el MI6, los servicios de espionaje británicos, que le enviaron a Sierra Leona después de que en Liberia lo rechazasen como cónsul. Vaya por delante, la suya nunca fue una actitud realmente comprometida con nadie ni con nada, al menos no fue una actitud comprometida al cien por cien. Tenía bastante con arrastrar la etiqueta de escritor católico como para arrastrar asimismo la de escritor político. Por lo tanto, vale la pena poner de manifiesto que no trabajó como espía por un sentimiento patriótico; eso habría sido impropio de él. Más bien aceptó ese oficio porque el espionaje le parecía la mejor agencia de viajes del mundo entero. También le sirvió para aprender a mentir, como el protagonista de Nuestro hombre en la Habana. Hay quienes aseguran que, además, ese periodo de su vida en el que asumió el papel de espía le ayudó más tarde a detectar las zonas conflictivas, adonde solía ir antes que nadie: Praga en 1948, Indochina, Cuba, Haití, Congo, Nicaragua… Siempre se las ingeniaba para estar en el lugar apropiado y en el momento oportuno.
Tenía bastante con arrastrar la etiqueta de escritor católico como para arrastrar asimismo la de escritor político
Seguramente forjó su espíritu romántico y aventurero mientras estudiaba en la Universidad de Oxford. Por aquel entonces, la gente de su generación buscaba cualquier cosa antes que acabar en el mundo de la enseñanza. Los puestos más cotizados eran los de la Administración colonial o los del Ministerio de Asuntos Exteriores. Cuanto más lejos se fuese uno, mejor. No había alternativa. O eso o uno quedaba atrapado en una identidad concreta de por vida. Solo buscando nuevos destinos podía encontrarse los pliegues ocultos de la personalidad. De alguna manera, él utilizó los viajes como una terapia personal, como una forma de psicoanálisis. Tenía necesidad de explorarse en toda su complejidad, no podía aceptarse sin ver sus rincones más oscuros. Resulta lógico, por tanto, que escritores como Paul Theroux lo considerasen un misterio en sí mismo. ¿Quién era Graham Greene? ¿Acaso alguien como Kim Philby, el agente doble que traicionó a su patria y que se puso al servicio del comunismo a pesar de Stalin? Fuera una cosa u otra, en novelas como El tercer hombre o El factor humano Graham Greene dejó bien claro que para él la traición y la lealtad son conceptos bastante difusos, que no tienen idéntico significado en el espectro social y en el espectro personal, y que uno puede traicionar a la sociedad sin traicionarse a sí mismo.
Periodo de entreguerras
Después de la Primera Guerra Mundial, Viena dejó de ser un centro cultural y se convirtió en una frontera. Con la caída del imperio austro-húngaro, se vino abajo un universo, dejó de creerse que un libro o una sinfonía pudiesen servir de muros de contención contra la barbarie, contra la sinrazón y la tiranía. Contra la guerra. Fue así como desaparecieron los escritores, los músicos, los filósofos y los arquitectos. La ciudad que no había caído en manos turcas durante el asedio de 1683, al final se precipitó. Sin embargo, a ella siguieron llegando viajeros venidos desde el último confín de Europa. Muchos solo estaban de paso, como les sucede a los personajes que Graham Greene congrega en su novela El tren de Estambul. En sus páginas, mientras el Orient Express hace una parada en Viena, se palpa un malestar creciente, cada vez más generalizado, el que preludia la Segunda Guerra Mundial. A su paso por diferentes ciudades, pueblos y capitales, el tren ha ido dejando tras de sí cadáveres, robos, engaños e insurrecciones. Pero, pese a la expansión del fascismo en Austria y otros países, el escritor británico dibuja más allá de Viena la verdadera zona de inestabilidad, que para él comenzaba en la antigua Yugoslavia, donde los personajes de la novela se ven obligados a bajarse del tren, para quedar a continuación atrapados en un país bajo control militar.
Tanto los hoteles como los trenes eran en plena década de los treinta lugares propicios para el cosmopolitismo y para las conspiraciones, tal como pone de relieve Orient Express. La novela no se conforma con las diferentes nacionalidades de sus protagonistas, lo que persigue es crear un clima de ambigüedad y sospecha, muy indicado para que los personajes se espíen entre sí, parapetados tras un periódico, y para que incluso nosotros observemos con suma atención cada uno de sus actos, por si de esa manera se pudiesen desvelar los auténticos motivos de quienes van en el tren. Al fin y al cabo, detrás de un simple hombre de negocios puede haber en realidad un espía. ¿Y qué secretas intenciones puede ocultar un exiliado político que regresa a su patria sin dar importancia a la orden de búsqueda y captura que pesa sobre él? ¿Hacia dónde o de quién huye una chica incapaz de pagarse un billete y aun así dispuesta a montarse en un tren con destino a Estambul?
Es un escritor por acumulación y no por condensación, no es un escritor de libros sino de obra
En Orient Express nadie es quien parece ser a primera vista. Tampoco el mal y el bien obedecen a los parámetros de costumbre. Graham Greene trata en esta novela algunos de sus temas centrales, como la lealtad, la traición o el arrepentimiento, pero los trata con ligereza, como de pasada, consciente de que regresará a ellos en obras futuras, porque él es ante todo un escritor por acumulación y no por condensación, no es un escritor de libros sino de obra, como también lo era Georges Simenon y como lo sigue siendo Patrick Modiano.
Mario Vargas Llosa hace un significativo reproche a la carrera del escritor británico cuando la acusa de ser demasiado responsable y carecer de insensatez, de cierta dosis de locura con la cual sus novelas jamás habrían podido ser simples entretenimientos, como las definía el propio Graham Greene. Por eso no debería resultar extraño que la mayor parte de las adaptaciones cinematográficas que se han hecho a partir de sus obras presenten esas mismas limitaciones, optando casi siempre sus directores por adoptar una actitud funcionarial y sumisa con respecto al guión de partida, antes que dejarse llevar por la inquietud estilística.
En El agente confidencial, otra novela de espías ambientada en el periodo de entreguerras, describe a un personaje que va en un ferry camino de Gran Bretaña, para allí conseguir una partida de carbón que puede cambiar el curso de la Guerra Civil española y ayudar a que así gane el bando republicano. Lo curioso es que ese personaje describa el barco como un territorio recorrido por trincheras, ofensivas, bombardeos y, en general, todo lo que una guerra produce. Al parecer, aunque ha abandonado temporalmente el paisaje bélico, este sigue en su cabeza. Y su estado mental es un poco el que perseguía a Europa antes de la Segunda Guerra Mundial. El protagonista intuye lo que se avecina y desconfía, por tanto, de aquellos con quienes se cruza, porque no sabe con certeza a qué bando pertenecen, cuáles son sus filiaciones políticas. De hecho, lo que sucede en El agente confidencial es que el personaje principal muy pronto va a encontrarse con una especie de doble, con otro agente que viene también a por carbón, solo que para el bando contrario.
Conviene tener presente que El tren de Estambul fue su primera novela satisfactoria y que El agente confidencial la escribió en apenas seis semanas (gracias a la bencedrina), mientras redactaba al mismo tiempo El poder y la gloria. Al comienzo de su carrera literaria, había probado con la poesía y poco después con el género biográfico, sin alcanzar resultados demasiado distinguidos. Gracias a El tren de Estambul, consiguió acercarse a las novelas de espías de John Buchan (el autor de Treinta y nueve escalones), a quien tanto admiraba. Y algo más tarde, con El agente confidencial, comenzó asimismo a invertir ciertas convenciones de ese tipo de literatura (como ya antes había hecho Dashiell Hammett con el género hard-boiled, la novela negra estadounidense), proponiendo a personajes poco o nada aventureros en situaciones o lugares propicios para la aventura, gente sin una ideología y sin un propósito determinados, que acaban tomando partido después de experimentar en su propia carne la injusticia o de haber sido testigos de algún hecho atroz. Su objetivo como autor consistía en dotar a los géneros populares de la ambición introspectiva de alguien como Joseph Conrad. Hasta cierto punto, se apropió de las mejores cualidades de ambas modalidades literarias. Por un lado, hizo suyas las estructuras férreas y efectivas de los thrillers; y por otro, caracterizó a los protagonistas de muchas de sus novelas como asesinos con un enorme carisma o como aburridos intelectuales de izquierda, todos ellos perseguidos por fuerzas interiores tan potentes como para hacer que sus actos no resulten predecibles en ningún momento.
Era, además de un novelista regular y metódico, bastante obsesivo con respecto a la palabra adecuada para cada situación
Lo cierto es que no tenía demasiadas veleidades literarias, aunque era, además de un novelista regular y metódico, bastante obsesivo con respecto a la palabra adecuada para cada situación. Cuando en El tercer hombre describe a Holly Martins como un escritor de novelas baratas del Oeste a quien llevan, equivocadamente, a participar en un debate en el que el público se interesa por su opinión sobre James Joyce y él reconoce no haberlo leído jamás, no solo está incidiendo en el tema de la identidad y sus falseamientos, sino que también se está burlando de quienes tienen una idea restrictiva de la novela. Incluso como lector, él era una persona dividida, con similar afinidad por las obras de escritores menores (como Stanley Weyman, Marjorie Bowen o H. Rider Haggard) como por las de los grandes maestros (como Fedor Dostoievski, Gustave Flaubert o Thomas Mann). Para él, el aprendizaje y el placer no estaban reñidos en absoluto, de ahí que por lo general no renunciase a entretener a sus lectores aun en sus obras más ambiciosas, en las cuales abordaba con mayor profundidad temas relacionados con la religión o la culpa.
La Segunda Guerra Mundial
Graham Greene siempre aspiró a poner su pluma al servicio del cine. Desde sus días de universidad en Oxford escribió frecuentes reseñas, convirtiéndose luego, entre 1935 y 1940, en el crítico oficial de The Spectator y Night and Day. Ante todo, admiraba los melodramas, porque el cine negro estadounidense solía decepcionarle, a no ser Furia y las demás películas de Fritz Lang. Eso explica en parte su entusiasmo cuando se enteró de que el cineasta alemán iba a hacerse cargo de la adaptación de El ministerio del miedo. Conste que la admiración entre él y Fritz Lang era recíproca. De hecho, el cineasta alemán firmó un contrato con la Paramount sin pensárselo dos veces, en cuanto la productora le ofreció el rodaje de El ministerio del miedo; ni siquiera se preocupó por leer el guión, algo de lo que acabaría arrepintiéndose al comprobar los cambios que se habían realizado con respecto a la novela. El protagonista, por ejemplo, atravesaba en la película un periodo de amnesia que era, ante todo, una excusa para proponer a un falso culpable al mejor estilo de Alfred Hitchcock, perseguido al mismo tiempo por la policía y una red de espías nazis. Fritz Lang echaba en falta la culpa que persigue al protagonista de la novela, cuya amnesia se debe al asesinato de su mujer, que él mismo cometió por un motivo que ya no recuerda.
Al comienzo de la Segunda Guerra Mundial, Gran Bretaña experimentó con frecuencia miedo ante la posibilidad de ser invadida por el ejército alemán. Sobre ese miedo escribió Graham Greene The Lieutenant Died Last, en 1940. El relato se centra en los esfuerzos de un veterano de la Guerra de los Boers que se las ingenia para repeler solo a un grupo de soldados alemanes que intenta invadir un tranquilo pueblo británico, donde lo que sucede en el mundo nunca parece tener incidencia. Allí, las actividades cotidianas van desplegándose al mismo tiempo que los alemanes comienzan a introducirse en el pueblo, sin que nadie a su alrededor muestre desconfianza o note algo raro en ellos. Greene utilizó en el cuento mensajes ocultos y actitudes desconfiadas, en un ambiente que pasa con mucha sutileza de la normalidad a la sospecha y de esta última al miedo, sobre todo desde que los alemanes infiltrados asesinan a los miembros de la guardia urbana y así el pueblo queda desprotegido por completo. Pero lo que se pone de relieve al final es de qué manera personas con el mejor y más afable carácter, como las de cualquier pequeño pueblo británico, pueden acabar convirtiéndose en auténticos monstruos durante un conflicto bélico o en un periodo de crisis. De pronto, alguien que nunca antes había tenido comportamientos violentos se transforma por completo y llega a matar con auténtica saña, valiéndose de hachas para acabar con sus enemigos.
Paisajes después de la batalla
Casi toda Europa se convirtió en un enorme escenario en ruinas en cuanto terminó la Segunda Guerra Mundial. Los lugares habían cambiado. Ciudades enteras habían desaparecido o su autoridad había caído en manos extranjeras. Hubo mucha gente que, al regresar del frente de batalla o al salir de un campo de exterminio, no fue capaz de encontrar sus casas. Algo había cambiado en los lugares y en las personas. Se habían trazado nuevas líneas fronterizas, incluso en capitales como Berlín o Viena. Por si fuera poco, el Estado se había hecho cargo de la economía y regulaba el flujo de mercancías y su producción, imponiendo un severo racionamiento en muchos casos y provocando el inmediato aumento de los precios de prácticamente todo. Era lógico, pues, que surgiese con fuerza el mercado negro, donde quienes operaban a veces podían llegar a mostrar una ambivalente actitud, porque al fin y al cabo ponían al alcance de los demás cosas que de otro modo no podrían conseguir, aunque al mismo tiempo su mundo se mantenía siempre en la ilegalidad, como el mundo de los espías. Pero conviene hacer hincapié en las diferencias existentes entre quienes practican el espionaje y quienes formaban parte del mercado negro. Unos y otros son distintos incluso teniendo muchas similitudes. De ahí que, en El tercer hombre, Holly Martins pregunte a Harry Lime qué tipo de espía se cree, después de que este último le haya seguido durante un buen rato.
De algún modo, aunque El tercer hombre no puede considerarse una novela de espías en sentido estricto, avanza con bastante clarividencia el desplazamiento que se iría produciendo en el mundo del espionaje con el tiempo, cuando fue dejando de obedecer a intereses políticos y pasó a obedecer a intereses monetarios, como pone de relieve el espionaje industrial ahora mismo. El propio paisaje de Viena en las páginas del libro aparece dividido en cinco zonas militares o políticas (una internacional y otras cuatro bajo control francés, británico, estadounidense y ruso, respectivamente), pero al mismo tiempo también aparece descrito como una gran zona franca, que serían las cloacas, donde los representantes del mercado negro se mueven con bastante facilidad (al menos hasta el final de la historia).
Guerra Fría
Aunque las bombas atómicas lanzadas sobre Hiroshima y Nagasaki consiguieron dar por terminada la Segunda Guerra Mundial, también sirvieron para que comenzase una nueva guerra de carácter psicológico, relacionada con el debilitamiento moral que produjeron las armas de destrucción masiva en una buena parte del mundo. No es de extrañar, por consiguiente, que el ejército soviético interrumpiese su desmovilización al acabar el conflicto bélico y que la Unión Soviética de pronto comenzara a rearmarse. Tampoco resulta raro que a finales de 1949 los soviéticos hiciesen su primer ensayo nuclear. Sin necesidad de que ninguna potencia declarase nada de manera oficial, la Guerra Fría acababa de comenzar. Una de las mayores virtudes de la obra de Graham Greene fue la de describir cómo aquel período hizo que seres normales de pronto se transformasen en soldados sin necesidad de cambiar sus vestimentas. Se comportaban como tales, apretando el gatillo de sus armas y apuntando hacia donde sus superiores les ordenaban. Sin embargo, con bastante frecuencia ni siquiera les hacía falta llevar un revólver encima, más que nada porque de ese modo podían despertar recelos o incitar a que alguien les hiciese preguntas. Lo único realmente imprescindible es que estuviesen dispuestos a morir o matar si la ocasión lo requería. Por supuesto, debían renunciar a sus vidas, a sus personalidades, a sus familias, a los lazos que hasta entonces les habían relacionado con algo o alguien concreto. Así es, al menos, como él describe el mundo de los espías en El factor humano, una novela triste en la que ya no queda nada rutilante, ni viajes ni amores, solo whisky; fue la última de sus obras maestras. Todo en sus páginas suena funcionarial y gris. Los despachos han sustituido a las habitaciones de hotel, y es en las conversaciones cotidianas y anodinas donde se esconden los secretos ocultos antaño en microfilmes. Ni siquiera la información que pasa de un lado al otro del Telón de Acero es realmente importante, se trata de datos sin ningún valor estratégico. Por desgracia, incluso ese tipo de cosas sigue provocando muertes e infelicidad, sigue colocando a los seres humanos en posiciones difíciles, obligándolos a vivir lejos de sus familias y a llevar existencias sórdidas.
Describió cómo la Guerra Fría hizo que seres normales de pronto se transformasen en soldados
Zonas conflictivas
Sobre Cuba, Graham Greene escribió Nuestro hombre en la Habana. La historia gira en torno a un vendedor de aspiradoras que trabaja en la Habana y que, para poder pagar el colegio de su hija, acepta convertirse en espía al servicio de Gran Bretaña. Para mantener el puesto (y conservar su salario), sus informes en adelante tienden a ser exagerados, cuando no puras invenciones. Habla sobre una red de agentes trabajando para distintas naciones y de un programa para diseñar armas. Por supuesto, ese cúmulo de mentiras al principio puede resultar chocante e incluso gracioso, pero al final acaba convirtiéndose en un arma de doble filo que puede provocar equívocos o la muerte de algún inocente, como suele suceder con frecuencia en el universo literario de Graham Greene. La novela carece de un tono definido, como si al escritor británico no le hubiese interesado en ningún caso la posibilidad de llevarla al terreno del espionaje. De hecho, da la sensación de que, más que una historia de espías, es una parodia cruel sobre la cultura del espionaje, con su parafernalia y su secretismo. No centra su atención en una posible intriga sino más bien en el carácter de los personajes. Sin embargo, las mentiras también pueden acabar teniendo consecuencias en la realidad, aunque uno tarde en darse cuenta de ello. Y entonces surge la tragedia, después de que la historia hubiese discurrido por los cauces de la sátira, con elementos cómicos y melodramáticos. Aunque Nuestro hombre en la Habana describía Cuba como un país donde no sucedía nada en absoluto, a pesar de los recelos provenientes del extranjero, justo al publicarse la novela triunfó la revolución encabezada por Fidel Castro, con quien el novelista británico mantuvo luego una extraña amistad, atravesada por momentos delicados, en los que uno y otro se distanciaron entre sí.
La historia de Nuestro hombre en la Habana recuerda de forma poderosa a lo que le sucedió a Fred Remington, uno de los ilustradores del New York Journal a finales del siglo XIX, cuando en Estados Unidos había rumores sobre una inminente guerra en Cuba y su periódico le pidió que fuese a La Habana en busca de pruebas. Al cabo de varios días de enviar dibujos anodinos, advirtió a sus jefes de que allí no sucedía nada; ellos, sin embargo, le dijeron que no se preocupase y que siguiera enviando sus trabajos, que ya se encargarían en el periódico de sugerir que, en efecto, en la isla caribeña estaba a punto de estallar una guerra. Un argumento muy semejante también lo propuso John Le Carré en su novela El sastre de Panamá.
De lo que no cabe duda es de que a partir de los años cincuenta, muchos países de África, Latinoamérica y Asia sufrieron períodos más cortos o más largos de inestabilidad política, social y militar, en algunos casos por el creciente intervencionismo estadounidense y en otros porque se iniciaron procesos revolucionarios. Uno de esos procesos es el que sirvió como telón de fondo de la novela El cónsul honorario. Aunque no se puede decir que se trate de una historia de espías, contiene algunos de los elementos implícitos en ese género. Graham Greene rara vez abandonaba el tema de la lealtad en su obra y tampoco el tema de la traición, y en este caso les añade el del compromiso personal, el del compromiso laboral y el del compromiso político. La historia, no obstante, solo se asoma a todo lo anterior de forma tímida, concentrándose en los elementos melodramáticos.
Una de sus mejores novelas de espías es El americano impasible. Se publicó en 1955, al cumplirse el primer aniversario de la derrota francesa en Dien Bien Phu. Muchos críticos, al reseñarla, utilizaron el calificativo de antiamericano para definir a su autor. La novela centra su atención en la amistad entre Alden Pyle y Thomas Fowler. El primero es un joven norteamericano y el segundo es un decrépito británico. Ambos son, por así decirlo, las dos caras de la misma moneda. El británico se ha convertido en un espectador pasivo durante una época de especial turbulencia en el Sureste Asiático, mientras que el norteamericano es un espectador activo que está detrás de un atentado en una concurrida plaza de Saigón. Pese a ser bastante diferentes, lo que separa a los dos personajes no son sus ideas políticas sino la esposa de Thomas Fowler. Eso explica que este último acabe entregando a Alden Pyle a los comunistas insurgentes de Indochina, no tanto porque sea un observador enviado por la CIA a la zona como porque haya descubierto que había tenido una aventura con su esposa. Como otras novelas suyas, El americano tranquilo demuestra que su autor era ante todo un magnífico constructor de personajes y no tanto un constructor de situaciones.
El doble
Tuvo durante muchos años un doble que parecía seguir sus pasos. Abrió hoteles en Jamaica, se codeó con la alta sociedad del sur de Francia e incluso fue agasajado por los dueños de varias plantaciones de té en la India, que creyeron estar ante el verdadero escritor. En el documental The Other Graham Greene, de Nigel Finch, se dice que posiblemente se llamaba John Skinner o Meredith de Vag. El propio novelista se ríe a cámara mientras le preguntan quién creía que era y por qué había decidido pasarse por él. Una vez, el doble acabó en una cárcel de Haití, donde para entonces Graham Greene ya no era bienvenido, después de haber escrito Los comediantes, haciendo en sus páginas una dura crítica del régimen de Papá Doc Duvalier.
Aunque lo anterior parece un argumento cinematográfico o literario, fue real. Norman Sherry, su biógrafo oficial, lo cuenta en profundidad a lo largo de los tres tomos que le dedicó a su vida, para los cuales intentó recorrer todos los lugares donde él había estado, enfermando en un par de ocasiones y teniendo varios encontronazos diplomáticos a causa de su interés por alguien que, a lo largo de existencia, había denunciado las injusticias en demasiadas ocasiones. Sin embargo, tras muchos años siguiendo sus huellas, Norman Sherry al final de su monumental biografía admite que en ningún momento consiguió penetrar en la personalidad del novelista, que ya antes le había advertido que “jamás te mentiré, pero a veces no contestaré a tus preguntas y tendrás que ser tú quien busque las respuestas”.
El novelista, el hombre
Desde su niñez, Graham Greene fue un hombre dividido, incapaz de pertenecer a un bando concreto. Algo así le produjo un profundo malestar a lo largo de toda su vida, que en algunos...
Autor >
Hilario J. Rodríguez
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