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futuro incierto

Dadnos esperanza o tendremos muerte

En este primer cuarto del XXI, una nueva época necesitada de grandes relatos, estamos ávidos de volver a creer en algo, aunque esta nueva utopía tenga mucho de distópica

Diego E. Barros 9/11/2024

<p>Ilustración de Patrick Henry pronunciando su gran discurso sobre los derechos de las colonias ante la Asamblea de Virginia, convocada en Richmond, el 23 de marzo de 1775. / <strong>Library of Congress</strong></p>

Ilustración de Patrick Henry pronunciando su gran discurso sobre los derechos de las colonias ante la Asamblea de Virginia, convocada en Richmond, el 23 de marzo de 1775. / Library of Congress

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El 23 de marzo de 1775, durante la Segunda Convención de Virginia, Patrick Henry pronunció su célebre “Give me liberty or give me death”. La aristocracia terrateniente y esclavista virginiana certificaba –el voto de Henry desniveló la balanza– con esas palabras, convertidas casi de inmediato en mito fundacional de la República, el germen de una rebelión que acabaría por cristalizar en una nueva nación. A mediados de 2008, el artista gráfico Shepard Fairey estilizaba un retrato del entonces candidato a la presidencia por el Partido Demócrata, Barack Hussein Obama siguiendo la técnica de esténcil en tonos sólidos de rojo, blanco (en realidad beige) y azul (en tonos pastel y oscuro). Bajo la imagen de Obama aparecían las palabras hope (esperanza), progress (progreso), o change (cambio), entre otras. A lomos de estas palabras, los demócratas fueron capaces de crear una narrativa que arrastró una ola de votantes a las urnas convencidos del ‘yes we can’. No solo era posible otra América, sino que esta era ya real, decían. Irónicamente, el tan cacareado eslogan ni siquiera era original puesto que los estrategas demócratas simplemente lo rescataron de la lucha sindical encabezada durante los años sesenta por el United Farm Workers (UFW), el sindicato agrario fundado y liderado por dos mejicanos americanos, César Chávez y Dolores Huerta; y un filipino americano, Larry Itliong.

La que probablemente fue la presidencia más elitista en términos puramente intelectuales y más neoliberal en su desarrollo político cimentó su arrolladora victoria de 2008 en el magnetismo de un candidato, un aroma a lucha sindical, y, sobre todo, un relato de carácter mítico y autocomplaciente. 

Han pasado cuatro años de interludio presidencial del demócrata Joe Biden. Una multitud de tamaño continental teñirá de rojo la explanada del Capitolio de Washington, y esta vez sin la necesidad de llamamientos a colgar de una soga a los que entre sus paredes votan los designios del país. Donald J. Trump se convertirá en el 47o presidente de Estados Unidos. Se trata de un extraordinario retorno de un presidente, el número 45, que durante los últimos 1.460 días se ha negado de manera rotunda, y mentirosa, a aceptar la derrota de 2020. Un presidente que incitó a un golpe de Estado que los americanos, tan acostumbrados a organizarlos fuera de sus fronteras, todavía discuten si fue tal. Que ha sido condenado por acoso sexual entre otros cargos (tiene causas pendientes que ahora ya van camino del archivo). Y que ha sobrevivido al menos a dos intentos de asesinato. 

Donald Trump, durante un mitín electoral en Fountain Park en Fountain Hills, Arizona, en marzo de 2016. / Gage Skidmore

Hay una América que sigue en estado de shock y la humana búsqueda de culpables: ‘Fuck your Cinco de Mayo!’ ‘Ojalá que Gaza quede reducida a un agujero en el desierto!’, se pudo leer estos días en algunas cuentas de X donde la irracionalidad campa a sus anchas y en todo el espectro político. Hay también una América que se debate entre la felicidad, la expectación por el qué será y la piedra de afilar cuchillos. Esta es una América mayoritaria hoy, de más de 73,4 millones de votantes (apenas un millón menos que en 2020) que se decidieron por las promesas y, sobre todo, por el relato construido por el movimiento MAGA en torno a un histriónico personaje que es, a su manera, todo carisma. Hacía dos décadas que el (ex)Partido Republicano no se hacía con el voto popular. El último en conseguirlo fue George W. Bush, reelegido en 2004, en mitad del fervor belicista en el que mutó el trauma del 11 de Septiembre. 

Los technobros y gurús de finanzas comparten una visión del poder autoritaria y premoderna: si nosotros somos los mejores, dadnos el poder de una vez

A falta de que se certifiquen los resultados definitivos, Trump dispondrá en su vuelta a la Casa Blanca de un poder absoluto. Mayoría en el Senado (52-48) y, todo hace indicar, en la Cámara de Representantes (211, está a 7). Supermayoría de protección y buldócer en el Tribunal Supremo (6-3), además de una mayoría de jueces conservadores en otras escalas de la judicatura. Y con algo mucho más importante: libre del lastre institucional que arrastraba hace ocho años. Esos trumpistas de primera hora que coparon su primera administración y que hoy lo han abandonado. Ese unicornio blanco que llaman el “republicano moderado” que no pasó del 5% del votante republicano, un 6% hace 4 años. El Partido Republicano, insisto, es historia. El partido tradicional, conservador en lo social y neoliberal en lo económico, ha sido subyugado y abducido por una coalición heterogénea y extrema que denominamos –así lo hizo el propio Trump en su discurso de aceptación– “movimiento MAGA”. Lo componen ahora una amalgama de familias que van desde la tradicional burguesía provincial a fundamentalistas religiosos, pasando por nativistas, supremacistas blancos más o menos radicales en sus formas y códigos, y elementos conspiranoicos de diversa índole. A ellos se le ha unido un último grupo, los technobros de Elon Musk y Thiel como cabezas más visibles (en menor media, Jeff Bezos, Mark Zuckerberg o Tim Cook) junto a gurús de las finanzas digitales como Marc Andreessen, Ben Horowitz o Tyler Winklevoss, entre otros. Todos ellos comparten una visión destructiva del Estado y ven la política como extensión de sus fantasías escapistas, hipercapitalistas y libertarias. Tienen además una comprensión del poder estrictamente autoritaria y premoderna en su esencia: si nosotros somos los mejores (la época neoliberal así nos lo ha dicho y hecho creer), dadnos el poder de una vez.

Son muchas las preguntas que se hacen estos días y que buscan alcanzar una respuesta a por qué nos encontramos ante lo previsible (ahí estaban las señales por mucho que nos aferráramos, especialmente la última semana, a cualquier clavo ardiendo) y, a la vez, impensable. Es probable que no haya una única respuesta sino muchas. Que todas tengan un similar grado de validez, argumentos suficientes sobre el que ser construidas. Andan afanados los gurús de los datos (yo no lo soy, lo mío es el relato) en desguazar, voto a voto, condado a condado, unos resultados que permitan a los estrategas demócratas y a su legión de desesperanzados más fieles trazar un camino a seguir durante los próximos años. 

Me inclino a pensar que la respuesta no la tienen los 73 millones de votantes de Trump, ni siquiera los 69 millones de personas que sí votaron por Kamala Harris, sino los 12 millones que hace cuatro años sí salieron en masa a votar por Joe Biden, y que esta semana decidieron quedarse en casa.

Igual que tras Obama, el Partido Republicano mutó en MAGA, es hora de que el Partido Demócrata vuelva a su esencia expansiva: a la promesa de la gran sociedad rooseveltiana (FDR), cuya política haría estremecerse a muchos de los que hoy pululan por los salones de la dirigencia demócrata. 

Esta tecnocracia electoral se ha impuesto en un PD que aplica psicología empresarial a la política: clasifica a los votantes en “nichos de interés” y no en electores

Toda campaña política gira en torno a dos ideas fuerza: el miedo o la esperanza. De nuevo, América regresando al vientre original, ese en el que nacen los grandes relatos que parieron los padres fundadores de una nación que se sustenta, como ninguna otra, en el mito. Todo mito necesita ser reinventado cada cierto tiempo. Lo hizo Obama que, tras el trauma del 11S, nos convenció de la existencia de una América posrracial, posobrera y posrrural que reinaba sobre las cenizas del mundo salido del final de la Guerra Fría. Por fin la promesa –la tierra prometida, la ciudad sobre la colina– a hombros de sus libres y valientes se había hecho realidad. Del sueño nos despertamos abruptamente, primero sufriendo las consecuencias de una crisis económica brutal, luego, como siempre, a fuerza de una violencia que acabó trayendo de vuelta el fantasma (otro fantasma en una época de ídems, que diría Derrida) de los años sesenta. MAGA se ha pasado los últimos ocho años tratando de reconstruir su particular versión del mito. A la contra. Mientras, el Partido Demócrata ha perdido toda la capacidad para enfrentarse a una realidad cimentada hoy en emociones digitales más que en la factualidad de los grandes números. Por supuesto que la élite demócrata entiende América, el problema es que esta América, de clase obrera, en ocasiones zafia, a veces con salarios de champán, pero gustos de cerveza (aunque mayoritariamente no), no solo no acaba de gustarle, sino que no pierde ocasión para despreciarla.

Y luego está el mito. La primera vez que mi padre, de clase obrera española, puso un pie en Estados Unidos quedó impresionado. Atravesando las calles de Chicago –verdadera capital de América, según Norman Mailer frente a un Nueva York global–, jubilado de la construcción de grandes infraestructuras, se preguntaba dónde estaba ese Estados Unidos grandioso que él había visto por la televisión y en el que había creído toda su vida. Su desengaño fue el de un niño al que le cuentan, la mañana después que, en realidad, los reyes son los padres. La mayoría de los electores MAGA creen que los mejores días del imperio han quedado atrás.

El siglo XIX se inauguró en la estela de la gran narrativa civilizatoria: la construcción de los estados-nación modernos. El siglo XX lo hizo como campo de batalla de otras grandes narrativas: nazismo, fascismo y comunismo (hermano totalitario de un socialismo de naturaleza emancipadora) tenían en común su carácter utópico. Los tres modelos, con sus particularidades, ofrecían una utopía, algo en lo que creer, un estadio nuevo civilizatorio que se construía sobre las ruinas de un mundo a la deriva, tras el infierno de las trincheras y el espejismo desenfrenado que, una década más tarde, acabaría por arrojarse desde un rascacielos de Nueva York. Como sabemos, también sobre millones de muertos a una escala industrial. Eran visiones utópicas pero también con un alto grado de sentido comunitario. En este primer cuarto del XXI, una nueva época necesitada de grandes relatos, estamos ávidos de volver a creer en algo aunque esta nueva utopía tenga mucho de distópica. De lo que estoy seguro es de que la principal consecuencia neoliberal ha sido la ruptura absoluta de cualquier sentimiento de comunidad. Vivimos alienados y los vínculos comunales de antaño se han trasladado a la pantalla. MAGA ha sido capaz de crear una comunidad de fieles que no se conocen pero que se reconocen en una pluralidad de símbolos y lenguajes, casi todos ellos determinados por una intensa percepción de abandono.    

Ante un mundo que se acaba, Trump apareció ante muchos, como la reencarnación de una utopía nostálgica, fácil y falaz

Las encuestas a pie de urna destrozaron buena parte de los argumentarios sobre los que estrategas y encuestadores demócratas y liberales habían construido el relato de este ciclo electoral. Pese a una inmigración ilegal descrita en términos de plaga bíblica (aquí y al otro lado del Atlántico), o los derechos reproductivos de la mujer (especialmente este último asunto, central para los demócratas y los votantes aunque no a nivel federal), la inmensa mayoría de los electores se presentaron ante las urnas con dos cuestiones fundamentales en mente: el estado de la economía (36%), que el 68% juzga como “no muy bien o mal”; y el estado de la democracia (32%). 

Salvo unas semanas en pleno subidón por la ascensión digital de Kamala Harris como cabeza de cartel –en sustitución de un Biden que ya no podía esconder un evidente deterioro físico y mental–, el PD tradicional y elitista solo ha sido capaz de ofrecer su versión del segundo asunto. Un apocalipsis antidemocrático y violento (sí, en especial contra mujeres y migrantes) que iba a arrasar con todo (es probable si hacemos caso a lo que nos han ido telegrafiando) ante el que solo cabía una elección: la irremediable continuidad de un statu quo que, fuera de los despachos de la élite liberal semiurbana, solo se ve por televisión. Se olvidó en cambio de la economía. La misma noche electoral, David Axelrod, uno de los arquitectos del Obama de 2008 (y de este Partido Demócrata) advertía de que la élite que gobierna el partido miraba a sus potenciales votantes como los misioneros hacían con los indígenas a los que pretendían evangelizar/civilizar: queremos elevaros de vuestra condición, sí, pero para que seáis como nosotros. Cuando un condado fronterizo en Texas como Starr County, por ejemplo, lleva votando al Partido Demócrata desde 1896 y ahora decide girar mayoritariamente hacia el rojo MAGA tienen que existir razones de mucho más calado que el machismo o el racismo inherente a toda comunidad cultural. En mi opinión, es simple y llanamente una consecuencia del fracaso de las políticas neoliberales practicadas por todos, especialmente y de forma ininterrumpida, por ese mismo partido que reclama representar tus intereses. 

Barack Obama se reúne con su jefe de Gabinete Rahm Emanuel, su asesor principal David Axelrod, la directora de la Oficina de Reforma Sanitaria Nancy-Ann DeParle y el asistente del Presidente para Asuntos Legislativos Phil Schiliro, noviembre de 2019. / White House

La práctica neoliberal ha carcomido también las estructuras de autoridad tradicionales. Si en el Partido Republicano ha sido MAGA la expresión de unos hijos devorando a Saturno, paradójicamente ha obtenido su victoria más perversa precisamente entre los representantes de una autoridad de centro-izquierda-liberal. El Partido Demócrata ha sucumbido a una corporativización de su quehacer político: una clase dirigente, aristocracia de Martha’s Vineyard y salones de exquisita elegancia nórdica. Una corte de mandarines que mantiene una desconexión absoluta con una base a la que solo reclama en momentos de extrema necesidad (2020, ahora), pero a la que castiga y culpabiliza de sus fracasos estratégicos. Esta tecnocracia electoral se ha impuesto en un PD que aplica psicología empresarial a la política: clasifica a los votantes en “nichos de interés” y no en electores, de la misma forma que las compañías piensan en los consumidores a la hora de perfilar sus estrategias de mercado.   

La política económica de Biden ha sido un fracaso incluso a ojos de quienes más beneficiados se han visto por ella

El resultado es que Trump se ha impuesto claramente entre los votantes de la mayoría blanca del país. Las mujeres han votado mayoritariamente por Harris, pero ni siquiera todas las mujeres blancas, solo las que tienen estudios universitarios. El voto de Trump es sobre todo un voto que representa una cierta idea de masculinidad que se siente amenazada, sí. También Trump ha visto incrementado exponencialmente su apoyo por parte de las minorías, especialmente entre los hombres latinos. Por supuesto que hay altas dosis de racismo y de machismo, pero no creo que estos factores hayan sido decisivos. Pese al modo ‘Gilead’ de Musk (representante del ansia del declive demográfico) y de la conspiranoia racista del gran reemplazo enarbolada por gente muy cercana a Trump, como es el caso de Stephen Miller. Si, como repetían desde sus altavoces, la estrategia demócrata es importar votantes extranjeros, los números que arrojaron las urnas el pasado martes señalan que el plan está funcionando regular tirando a mal. Todo discurso identitario es necesariamente un discurso de clase, algo que el PD se ha negado en redondo a abordar, seguro de que la representatividad –y ni siquiera todas a un mismo nivel, como se pudo ver durante la Convención Demócrata– era suficiente. 

El 65% del país sigue estando a favor de que el aborto sea completamente legal. Creo que tras la decisión de la Corte Suprema de revertir Roe v. Wade el pasado verano, la mayoría de los estadounidenses ha asumido que este es un asunto que ahora se ha de dirimir en el ámbito estatal. La misma noche del martes, varios estados especialmente conservadores (Montana, Nebraska, Florida, Arizona, o Missouri, entre otros) llevaron en sus papeletas referéndums acerca de la restricción (o la salvaguarda) de los derechos reproductivos. En todos ellos, los electores votaron a favor de mantener o expandirlos y, al mismo tiempo, lo hicieron mayoritariamente por Trump.   

Falto de un incentivo insertado en la memoria traumática más reciente (el ciclo de protestas raciales 2019-2020), un rearmado Partido MAGA redobló su apuesta: una versión espuria de la esperanza. Ante un mundo que se acaba, Trump apareció ante muchos, como la reencarnación de una utopía nostálgica, fácil y falaz, pero que al menos enviaba un mensaje claro: yo os escucho y os ofrezco un cambio; algo nuevo y radical. 

Joe Biden y Kamala Harris se reúnen con su gabinete “Invertir en América” para discutir la agenda económica de la Administración, em mayo de 2023. / White House

Pese a los esfuerzos en materia económica llevados a cabo por la Administración Biden, especialmente durante la primera parte de su mandato, estos no pasaron de los relucientes titulares de la llamada macroeconomía. Cómo es posible que, si todo marcha viento en popa como dicen, se preguntaban millones de ciudadanos a lo largo del país, sigo teniendo problemas para llegar a fin de mes. La cesta de la compra se ha incrementado en un 22% en los últimos cuatro años. En un país que amanece cascando huevos, el precio medio de una docena rondaba los $2 en 2020, alcanzó su pico (cinco dólares) en 2023 y está estancado ahora en torno a los cuatro. Por supuesto que hay múltiples factores que explican esto, factores todos ellos que no importan a quienes no han visto su poder adquisitivo incrementado siquiera de una forma similar. Nada. La política económica de Biden ha sido un fracaso incluso a ojos de quienes más beneficiados se han visto por ella. Biden repetía hasta la saciedad que su objetivo era invertir en “la industria manufacturera estadounidense” con el objetivo de “restaurar la espina dorsal de la nación: la clase media.” El problema es que esa clase media ya no trabaja en esa “industria manufacturera”, un recuerdo hoy solo presente precisamente en la narrativa utópica de MAGA. Mientras, esa misma clase media (especialmente la clase trabajadora) afronta un mercado inmobiliario al alza (45% en los últimos cuatro años), el alquiler se come ya el 30% de las rentas familiares, mientras que intereses hipotecarios, de deuda y seguros, médicos y sobre bienes, se han disparado al mismo tiempo. La cobertura sanitaria, el acceso a cuidados infantiles o educación universitaria se hace cada vez más difícil y arroja a millones de americanos a un precipicio de deudas que a duras penas serán jamás subsanadas. 

En un estado tan absolutamente rojo republicano como Missouri, Trump terminó sacándole un 18% a Harris. Al mismo tiempo, un 51% del electorado votó a favor del derecho al aborto. También, y mucho más llamativo, un 57.6% de los ciudadanos se decantó por algo tan en la tradición populista de la izquierda estadounidense como incrementar el salario mínimo y establecer bajas por enfermedad pagadas. 

En un estado tan absolutamente rojo republicano como Missouri, Trump terminó sacándole un 18% a Harris

Antes de que en 2019, la élite demócrata saliera de sus apartamentos de lujo para imponer el regreso de Joe Biden, la coalición izquierdista y multicultural construida en torno al senador Bernie Sanders batía en números y porcentajes de apoyo a la campaña de Trump. Este año, Kamala Harris se ha pasado más tiempo haciendo campaña con Liz Cheney y el millonario Mark Cuban (amén de las habituales estrellas del star system americano), que con Shawn Fain, líder del sindicato United Auto Workers, alineado con el quehacer político de Sanders. A este, como a Alexandria Ocasio-Cortez (cuyas posibilidades de recoger ahora el testigo del veterano senador de Vermont se han visto bastante golpeadas) apenas se les cedió un breve espacio de cámara durante la ceremonia de coronación de Harris, el pasado agosto.  

No se puede estar al mismo tiempo con el arquitecto de la mal llamada guerra contra el terror y la implementación del mayor atentado contra las libertades civiles (la Patriot Act) de las últimas décadas, Cheney; y a la vez declararse contra el genocidio palestino-pero solo un poquito, estamos trabajando en ello (AOC). Ese paraguas de amplio espectro, además de contra natura y éticamente reprobable, ya no funciona. Como sostiene Greg Grandin en The End of the Myth, no se puede avanzar en un liberalismo humano en casa cimentado en una agresividad bélica y un total desprecio por los derechos humanos en el exterior. El ejemplo más inmediato es la herida de Palestina. En Dearborn, corazón del Metro Detroit que hace cuatro años devolvió Michigan a los demócratas, Rashida Tlaib revalidó su escaño (distrito 12) con el 69,7% de los votos. Mientras, Trump ganó con siete puntos sobre Harris. 

Rashida Tlaib da un discurso junto al río Mississippi, en Minneapolis, pidiendo al presidente Biden que detenga la construcción del oleoducto de la Línea 3, en septiembre de 2021. / Chad Davis

Rashida Tlaib, de ascendencia palestina, ha sufrido en sus propias carnes como nadie el desprecio y la criminalización por parte del Partido Demócrata y su maquinaria comunicativa. Harris no podría haber ganado de ninguna forma sin el trío compuesto por Michigan, Wisconsin y Pennsylvania. Del llamado muro azul que le otorgó la presidencia a Biden hace cuatro años, solo ha sido capaz de mantener Minnesota (el estado de Tim Walz) e Illinois. Lo irónico es que en esos tres estados vitales ha acabado perdiendo por apenas un punto de diferencia. 

Muchos nos preguntamos si una campaña más izquierdista hablando de salarios y de cesta de la compra, y menos centristas neoliberales y halcones de la guerra, habría dado como resultado un escenario diferente. Incluso un gesto hacia el sufrimiento palestino.

MAGA ha sabido también disputar la bandera de la “democracia” a los demócratas    

No hay otro discurso hoy cuya prioridad no sea paliar la creciente desigualdad. Y ese es hoy un discurso única y exclusivamente económico pese a que muchos lo tildan, despectivamente, de populista. Otra cosa es cómo y en qué términos afrontarlo. He ahí la diferencia entre una élite demócrata comprensiva ante lo que le gritan sus históricos y potenciales votantes y a la vez incapaz de mover un dedo para cambiar el sistema neoliberal sobre el que se fundamentan las democracias occidentales. En esa inoperancia comunicativa y factual es donde ha sabido moverse como nadie el huracán demagogo, violento y de horror de la dupla Trump-Musk: yo te escucho, vamos a volver a ser grandes (otra vez) y lo vamos a ser, otra vez, a caballo del mito. Esa América que en una carrera (presionada) por un modelo alternativo (la URSS) consiguió poner a un hombre en la luna, ahora pretende “ocupar Marte”. Salvadas e intactas las plazas de Wall Street, ya ni el cielo vuelve a ser el límite. 

En 2020 MAGA prometía “drenar la ciénaga” (drain the swamp), en referencia a un “estado profundo” sistémico a la vez que conspiranoico. En 2024 MAGA ha ido mucho más allá: se trata de dinamitar buena parte de las estructuras del Estado tal y como lo conocíamos. Ese tecnofeudalismo, un concepto teórico ni mucho menos nuevo pero sí extremadamente oscuro, que supone una sustitución de un Estado –“fallido” a ojos de muchos y en muchos lugares– y un sistema que, dicen, ya no responde a las necesidades y reclamos de quienes lo componen por una nueva era regida por megacorporaciones transnacionales.  

La pericia de MAGA ha sido crear un permanente estado de resentimiento: mi situación es peor porque ahora ya solo cuentan unos determinados grupos

Al mismo tiempo que ha sabido explotar las ansias económicas con la única receta de un “cambio radical”, MAGA ha sabido también disputar la bandera de la “democracia” a los demócratas. Esto tiene que ver con la falaz etiqueta woke, una ideología que solo existe en su imaginación. En el fondo, el discurso identitario ha sido también cooptado por el neoliberalismo con una finalidad principalmente comercial: mientras las comunidades históricamente marginalizadas y vilipendiadas ganaban en visibilidad y reconocimiento, el mercado no escatimaba esfuerzos a la hora de monetizar lo que principalmente era la expansión de los derechos civiles más básicos. La pericia de MAGA ha sido crear a partir de esto un permanente estado de resentimiento: mi situación personal ha empeorado porque ahora ya solo cuentan unos determinados grupos. 

A ojos de buena parte del electorado MAGA, EEUU es hoy un lugar controlado, desde los despachos del Capitolio hasta los platós de tv, pasando por las aulas educativas a todos los niveles, por un grupo cerrado y poco numeroso de lesbianas transexuales negras marxistas especializadas en estudios de género que quieren hormonar a nuestros hijos y nos impiden realizarnos como hombres. Se trata de un victimismo obviamente falso. Especialmente lo de las universidades: las élites tanto del PD como del ex PR/ahora MAGA, son producto de las mismas instituciones (Harvard, Yale, Princeton, Columbia, University of Chicago, etc.) a las que los segundos tachan de ser nidos de marxistas: si no revolucionarios, sí culturales. He ahí la cruzada, de nuevo una referencia feudal. Hay que limpiar, otra vez, el país de ese “enemigo interior”. McCarthy una vez más atormentando el corazón de América. 

Los próximos dos meses serán una locura. Mientras la élite de demócrata seguirá su particular caza de brujas en busca de responsables del desastre (la izquierda, los machistas mexicanos, etc.), MAGA piensa en los 18 meses que tiene por delante antes del ciclo electoral de Medio Mandato para llevar a cabo lo que le ha prometido a sus electores. Buena parte de estos serán precisamente los más golpeados por las recetas que han avalado: despidos masivos de empleados públicos, cierre de programas y servicios sociales. ¿Serán capaces de dejar a 40 millones de estadounidenses sin seguro médico otra vez? ¿Cerrarán Medicare? ¿El Departamento de Educación? ¿Toda la cobertura económica y asistencial? ¿Deportará a veinte millones de extranjeros en situación irregular, incluidos los llamados Dreamers?

Apenas soy capaz de aventurar una respuesta para la última pregunta. Quiero pensar que no es posible más allá de un par de acciones marcadas por la espectacularidad. Son unos racistas pero son, sobre todo, turbocapitalistas sin escrúpulo alguno para comerciar con la muerte y el sufrimiento ajeno. En la frontera no se libra ninguna guerra, sino un negocio muy lucrativo. También lo serán unos hipotéticos campos de concentración y demás aparatos logísticos, inherentes a toda acción necropolítica.   

Se puede esperar que la burocracia del mastodóntico Estado norteamericano trate de ralentizar cualquier asalto al mismo desde dentro

Enfrente, poca o nula resistencia se puede esperar por parte del Tribunal Supremo. Sí se puede esperar que la burocracia del mastodóntico Estado norteamericano trate de ralentizar cualquier asalto al mismo desde dentro. Y estará la calle. Las mismas bases a las que la élite del PD desprecia constantemente, muy diversas y organizadas, se rearmarán como mejor saben hacer para la resistencia. Y si las cosas se ponen verdaderamente mal, las bases responderán, como siempre, al llamado del partido. Joe Hill, santo patrón de la lucha sindical estadounidense, ejecutado en 1915 tras ser condenado por un crimen que no había cometido, escribió desde la cárcel un telegrama al histórico sindicalista William Dudley Haywood. “No perdáis el tiempo en duelos, ¡organizaos!”

Hace unos días el novelista Gonzalo Torné decía en X: “Tener esperanza está bien, tener un propósito es mejor”. Dudo mucho de que el Partido Demócrata sea capaz de reinventarse para ofrecer un horizonte de esperanza a los votantes. No tengo dudas de cuál es el propósito destructivo de MAGA. Tampoco del incansable e invencible espíritu de quienes componen la izquierda estadounidense. También ellos, herederos de Joe Hill.

El 23 de marzo de 1775, durante la Segunda Convención de Virginia, Patrick Henry pronunció su célebre “Give me liberty or give me death”. La aristocracia terrateniente y esclavista virginiana certificaba –el voto de Henry desniveló la balanza– con esas palabras, convertidas casi de inmediato en mito fundacional...

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Autor >

Diego E. Barros

Estudió Periodismo y Filología Hispánica. En su currículum pone que tiene un doctorado en Literatura Comparada. Es profesor de Literatura Comparada en Saint Xavier University, Chicago.

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