
Álamos en el campo. / Berta de la Vega
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Es casi inevitable tener propósitos de año nuevo. Son más o menos audibles para una misma, pueden hacerse más o menos explícitos a otros, pero, tanto declarados como asordinados, o incluso poco reconocibles, allí están, y casi nunca son realmente nuevos. Más bien me parece que los míos son los mismos de casi toda mi edad adulta y se trasladan de año a año como la anotación de algunas grandes tareas pendientes pasa de un día a otro en el cuaderno-agenda-calendario que cada enero vuelvo a comprar. A veces tacho algunas. Una vez pensé en un método infalible para dejar hechas (tachadas) más tareas: esperar a que terminara el día, anotar lo que había hecho y después tacharlo. Resultaba menos frustrante, pero de algún modo era más amargo. Supongo que, junto con la frustración, se reducían también las esperanzas: la agenda-espejo devolvía una imagen más realista, digamos, y se convertía en algo parecido a un escuetísimo diario, un mero registro de actividades que, en el caso de una, que no es exactamente “un hombre de acción”, terminaba siendo una constancia de traslados y trámites, esquelética literatura de una vida en la que solo chispeaba (en secreto) la anotación de los encuentros con otros, apuntados también someramente como horas y nombres. No era un buen método.
Y es que, salvo que se trate de personas como Alejandro Magno, con empeños semejantes al suyo, creo que la de los propósitos y su consecución no es una muy amable guía de vida, por más que todo a nuestro alrededor nos empuje a traducir formulariamente cualquier anhelo como una meta. Ya estaría bien de tratarnos a nosotros mismos como empresas, pero esta inclinación no hace más que profundizarse y se vuelve cada vez más difícil pensar nuestros deseos e intereses de otro modo.
Para recibir el año nuevo viajé a Mendoza, volví a Mendoza, a la casa de mis padres, a una casa fuera de la ciudad donde vive mi primo, a otra casa fuera de la ciudad con unos amigos. En todas sonaba el verano: chicharras, agua de riego, mosquitos, grillos, lechuzas, chimangos, álamos. Bien distinto de como se oía en mi departamento en Buenos Aires cuando lo dejé antes de viajar, después de hablar por tercera vez con los vecinos que viven dos pisos por debajo del mío para pedirles que hicieran algo con su perra, que no para de aullar durante todo el día, cuando ellos están en sus trabajos. En las casas de Mendoza también había perros; ninguno aullaba. Yo había llegado aturdida, sorda por el ruido de diciembre, insomne, y tenía la esperanza de encontrar calma y sueño rápidamente, pero algunas cosas no pueden apurarse y tuvieron que pasar varios días hasta llegar a la alameda que me apaciguó.
Una hilera de “chopos” verde oscuro (Populus nigra) marcaba la linde con la quinta vecina. Dentro de la casa mis amigos dormían al calor de la siesta, y yo, que no podía, salí a recostarme a la sombra de la alameda para leer. Tampoco pude. Corría un aire leve, pero la altura y la fronda de la alameda lo multiplicaban, y el movimiento de las hojas producía un murmullo tan gozoso y refrescante que después de un rato de concentración dispersa me acosté del todo en el suelo y me rendí a escucharlo. Lo escuché en las piernas y en el torso, en las manos, en la cabeza. Me devolvió el cuerpo y la respiración tranquila. Me había llevado tiempo llegar hasta ahí y, aunque no había ido a buscar esos álamos, en ese momento en que los reencontré me acordé de ellos. Ya los había sentido hacía justo un año, cuando también estuve en esa casa, e incluso les había sacado una foto nocturna. Al volver a Buenos Aires encontré la foto y la nota que entonces escribí (fuera de la agenda):
Vi la Cruz del Sur sumergida en el agua. Quiero decir: yo sumergida. Hice la plancha con la mirada al cielo como si rezara. “Que no se me olvide, que no se me olvide”. Corría un viento entre los álamos, no se veía la luna, yo estaba flotando en la pileta y vi las cuatro tachas temblorosas. Lo escribo para no olvidarme.
Un año solo, y ya me había olvidado. Recuperar el cuerpo es acordarse, volver a una acordancia, una armonía antigua. El compositor español Joaquín Rodrigo compuso el ciclo de canciones Cuatro madrigales amatorios en 1947. Musicalizó para soprano y piano sonetos y villancicos anónimos tomados de una recopilación sevillana de 1560. El cuarto se titula “De los álamos vengo, madre”. Estaba escrito con indicación de allegro molto (muy alegre), y lo conozco porque lo canté en versión coral con un coro que integré durante varios años. El poema dice así:
De los álamos vengo, madre, / de ver cómo los menea el aire. /De los álamos de Sevilla, / de ver a mi linda amiga.
En este arreglo de Jordi Savall suena bastante parecido a la alameda por la que me acordé de mi rezo (ese que solo pedía no olvidar), a los álamos que me devolvieron los buenos propósitos que son más bien sentido y que quedan fuera de la agenda-calendario.
Mientras escribo ahora acaba de morirse David Lynch. Lo menciono porque sus películas cambiaron para siempre mi percepción del tiempo, la idea de una identidad que permanece y progresa en el tiempo, y también porque, veinticinco años después del estreno de Twin Peaks, Lynch presentó en Cannes la segunda temporada de la serie diciendo: “Me gustan los árboles y me encanta la madera. Me gusta cortar madera. Esta noche, vamos a un lugar donde la mayoría de los árboles son abetos. Los abetos son árboles hermosos y, si nos quedamos callados, podemos escuchar el susurro del viento entre las agujas mientras andamos por el bosque y nos acercamos cada vez más y más... Y ahora estamos aquí”.
Para no irme del todo por la fronda y volver a las (malas o buenas) guías de vida con las que empecé esta nota y que, lo queramos o no, se renuevan en enero, quisiera traer a de vuelta María Elena Walsh, a quien ya convoqué en alguno de estos artículos porque cantó a los jacarandás. Cuando tenía poco más de treinta años, ella publicó tres sonetos que volví a leer ahora porque mi amigo me los recordó al despertarse de su siesta. Yo le hablé de los propósitos, la edad y el calendario, de la gran confusión que me producen, y él me contestó con solo un par de versos de ella (yo sé cuáles son, pero elijan ustedes los que quieran). Si algo en estos poemas se lee ahora como afán voluntarioso, si algo se asemeja a un plan de vida que fuera posible trazarse como una sucesión de “objetivos individuales”, como metas, es muy probable que estemos olvidando algún murmullo antiguo y fundamental, allegro molto.
I. Yo me nazco, yo misma me levanto, / organizo mi forma y determino / mi cantidad, mi número divino, / mi régimen de paz, mi azar de llanto. // Establezco mi origen y termino / porque sí, para nunca, por lo tanto. / Soy lo que se me ocurre cuando canto. / No tengo ganas de tener destino. // Mi corazón estoy elaborando; / ordeno sufrimiento a su medida, / educo al odio y al amor lo mando. // Me autorizo a morir solo de vida. / Me olvidarán sin duda, pero cuando / mi enterrado capricho lo decida.
II. Me siento responsable del rocío / Por mi culpa la piedra está callada. / Comparto la velocidad del río. / Tengo la obligación de la alborada. // Me importa demasiado el mundo. Ansío / su condición de lágrima y espada. / Nada sucede en su transcurso, nada / que no pase primero por el mío. // Sepan que por el viento me suicido, / que me atribuyo el mar y que concedo / a un tribunal de lluvia mi latido. // Asumo el día y cumplo sus deberes. / Vivo la ira de los hombres, puedo / amar con el amor de las mujeres.
III. “Pájaros, necesito con urgencia / disimular mi nada. Necesito / ser la continuación de mi presencia, / sobrevivir en desatado grito. // Me da mucha vergüenza el infinito, / me humilla la sagrada permanencia. / Queriendo desafiarlas me repito / en obras de amorosa trascendencia. // Canto, desesperadamente canto / con voz de tinta y letra de agonía, / rota por dentro, loca por fuera. // Me duele ya la eternidad de tanto / predecir con furiosa rebeldía: / Mañana cantará mi calavera”.
Es casi inevitable tener propósitos de año nuevo. Son más o menos audibles para una misma, pueden hacerse más o menos explícitos a otros, pero, tanto declarados como asordinados, o incluso poco reconocibles, allí están, y casi nunca son realmente nuevos. Más bien me parece que los míos son los mismos de casi toda...
Autora >
Socorro Giménez
(Mendoza, Argentina, 1973) es escritora y coordinadora editorial del Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires, MALBA. En 2021 publicó en España su primer libro, Casa se busca (Caballo de Troya).
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