La enseñanza, al son de las agendas políticas
El debate educativo trasciende los recortes impuestos por la recesión y se centra en la apuesta por la enseñanza privada y la convicción de los gobernantes de que ‘no todo el mundo vale para estudiar'
Mariano Fernández Enguita 16/04/2015
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El ciclo económico tiene siempre consecuencias. En época de vacas gordas aumentan, en círculos concéntricos, el gasto público, el social y el educativo; cuando llegan las vacas flacas, se reducen. Es improbable que esto pueda sorprender o escandalizar a alguien, pero no es tan simple. La recesión reduce los ingresos públicos… siempre y cuando las fuentes no varíen, es decir, siempre y cuando no haya reformas fiscales progresivas. Lo habitual, no obstante, es que las haya, pero regresivas: para estimular la economía, atraer inversores, etcétera, suelen suavizarse los baremos y los controles fiscales, aunque raramente produzcan los resultados anunciados. Por otra parte, el gasto no tiene por qué reducirse de manera homogénea. De un lado hay que elegir, en términos políticos, cómo repartir la derrama entre la sociedad: ¿se reducirán los salarios, las pensiones, las becas, las infraestructuras… y en qué proporciones? ¿Es más dramática la situación de los pensionistas o es más importante para el futuro sostener a los becarios? Del otro, no todos los gastos se pueden reducir con la misma facilidad: es más fácil despedir interinos que funcionarios, los pobres que pierden una ayuda de comedor protestan menos que los universitarios que pierden una beca…
En términos económicos abstractos, es decir, abstraídos de las fuerzas sociales que se mueven tras las abstracciones económicas, ya se puede construir un buen argumento contrario a la política de recortes en materia educativa de nuestros gobiernos conservadores. La educación siempre ha sido, por así decirlo, una inversión en capital humano, esto es, un factor importante en la creación de recursos y oportunidades para el futuro, pero la cuestión es que hoy lo es más, cada día lo es más. Y lo es más porque la nueva revolución industrial que vivimos, la transición hacia una economía de la información, una sociedad del conocimiento y una vida de aprendizaje consiste precisamente en eso, en que las oportunidades individuales y colectivas vienen asociadas a la posesión de algún tipo de conocimiento escaso, a la cualificación. El drama, como alguna vez ha señalado el Banco Mundial, es que los países y los individuos económicamente fuertes y conscientes aprovechan los periodos de recesión, desempleo, etcétera, para mejorar su cualificación (todos recordamos las becas para estudios de máster de 2010 y todos conocemos decisiones individuales de volver al sistema educativo mientras llegan tiempos mejores y para estar en mejores condiciones de salir a su encuentro), pero los más débiles o inconscientes hacen justo lo contrario, recortar gastos por donde parece más fácil y así la brecha se agranda de un ciclo a otro, generando una creciente polarización económica asociada a los niveles de cualificación tanto individuales como nacionales.
Vengan de la incapacidad, de la inconsciencia o de ambas, los recortes en el gasto educativo afectan sobre todo, si no se le pone remedio específico, a los más débiles y gravemente. En el sistema escolar, fuertemente regulado e intensivo en trabajo, la mayor parte del gasto está afectado y es difícilmente modificable, por lo que los recortes suelen concentrarse en las partidas adicionales dedicadas a programas especiales: innovación y experimentación, diversificación y compensatoria, etcétera. Un pequeño recorte en el total suele conseguirse con grandes recortes en estas áreas menos rígidas. El resultado es que unos pueden perder la subvención para la visita a la granja escuela, pero otros la beca de comedor o de libros de texto. Los que más sufren son, así, los más vulnerables, quienes carecen por sí mismos de los recursos necesarios para afrontar una serie de gastos inevitables asociados a la educación pero no cubiertos por el presupuesto público: libros y materiales, comidas fuera de casa, transporte, clases de refuerzo…, o de gastos extraordinarios asociados a sus necesidades especiales (apoyos dentro y fuera del aula).
Pero el problema no se reduce a los recortes más o menos obligados, forzados o simplemente propiciados por la recesión. Un problema añadido, quizá más grave, es que las fuerzas a las que el electorado ha encargado gestionarla tenían y tienen su propia agenda política. Esta es múltiple y variada, pero comprende dos capítulos particularmente relevantes aquí: el primero es la apuesta por la enseñanza privada (y si es posible confesional), al menos para los hijos de las familias bien (y para satisfacer a la Iglesia católica), así como por un cuasimercado en la educación (centros especializados, familias que eligen, distrito único…); el segundo es la convicción de que no todo el mundo vale para estudiar, por lo que conviene separar antes las cabras de las ovejas, adelantar la bifurcación de la enseñanza general entre académica y profesional, y no desperdiciar recursos empeñándose en lograr los mismos resultados para todos. Las consecuencias pueden resumirse en cierto impulso a la privada, mayor diferenciación entre los centros públicos y abandono a su suerte de los más vulnerables.
Sería un error, no obstante, ver esto como una película de buenos y malos, defensores de lo público y neoliberales privatizadores, la educación como derecho o como mercancía, etcétera. La tradición cultural del profesorado y de la izquierda y la crispación producida por la crisis y los recortes recientes y vigentes propician esta visión maniquea, pero no cambian la realidad.
La tendencia a la privatización y diferenciación de los centros escolares es una tendencia social, que puede ser favorecida o refrenada desde los poderes públicos, pero que estos ni se inventan ni pueden manipular a capricho. La escuela privada es un legado histórico del peso de la Iglesia y de la debilidad del Estado, pero también una reacción contra el desengaño con la escuela pública. La diferenciación tanto de la privada como de un sector de la pública (centros de excelencia, bilingües o, simplemente, ubicados en un buen barrio). La expansión de la privada en particular, sin ignorar por ello la alfombra roja que le extienden desde hace tiempo algunos gobiernos regionales conservadores (manifiestamente los de las Comunidades Valenciana y de Madrid) y ahora el de la nación, es una tendencia general que se apoya en las ciudades, en las clases medias, en la presión por el logro educativo y en los problemas de la pública. Se suele poner como ejemplo de política privatizadora la de los gobiernos madrileños, lo que es correcto, pero se olvida que mientras que el peso de la concertada es del 21.5% en Madrid, llega al 27.8% en el País Vasco. De hecho, sabemos por la evidencia anecdótica que la gran mayoría de los centros privados y concertados tienen lista de espera, cosa que sucede en muy pocos públicos, así como por varias encuestas que la matrícula en la concertada sería mayor si la oferta estuviese más uniformemente repartida por toda la geografía.
Por otra parte, en materia de recortes ni son todos los que están ni están todos los que son. Reducir el gasto en algo puede calificarse de recorte cuando supone que ya no se obtendrá en la misma medida, es decir, que no se puede obtener el mismo resultado a menor coste, porque entonces se llama elevar la eficiencia. En el mundo de la educación se da por sentado que no se puede reducir ni un solo coste, en una suerte de celebración masoquista de la enfermedad de los costes Baumol. En realidad, lo que dijo Baumol es que, para interpretar un cuarteto de cuerda de Beethoven se necesita hoy el mismo número de músicos y durante el mismo tiempo que cuando se compuso, hace dos siglos. De hecho, según los portavoces habituales del profesorado (algunos autodesignados), hay además que reducir constantemente el auditorio y la audiencia si se quiere que todos disfruten de la música. En realidad lo que ha sucedido con el cuarteto de cuerda es que los auditorios han crecido, el coste de traslado de los músicos se ha reducido y, sobre todo, la ejecución resultante se puede hacer llegar a un público de otro orden de magnitud gracias a las reproducciones analógicas y digitales y la radiodifusión. La pregunta es: ¿habrá alguna manera de mejorar la eficiencia de nuestro sistema educativo –además de la eficacia, que tampoco es mucha–, o la única opción es añadir siempre más recursos aunque no se traduzca en resultados?
Existen, en fin, otros recortes que no deberíamos ignorar. Si reducimos cuarenta docentes a treinta y cinco es un recorte, pero lo interesante es que hay más maneras de hacerlo de las que se cree. Una, por supuesto, es despedir, no renovar, no reponer, etcétera, la que con justicia se reprocha hoy a la política de austeridad. Pero he aquí otra: se toma a los profesores que normalmente tendrían una vida laboral de cuarenta años y se les ofrece reducirla a treinta y cinco sin merma de ingresos; el tesoro público sigue pagando los cuarenta, pero son cinco menos, o hay cinco docentes menos en las aulas porque se han ido a casa. Esta aparente fábula no es tal: se llamaba jubilación anticipada LOGSE, después LOE, y funcionó durante dos largos decenios. Háganse las cuentas: sin que el erario público se ahorrase ni un euro (al contrario, pues tenía que contratar nuevos profesores), se reducía la vida laboral del funcionario docente en ⅛, es decir, en un 12.5%. Sin mayores precisiones basta un cálculo grueso: más del 80% de los gastos corrientes en la educación no universitaria son gastos de personal, por lo que una sencilla multiplicación cifraría ese recorte oculto en un 10% de los gastos corrientes (que a su vez se sitúan en torno al 90% de los gastos totales).
Si reducimos las horas de docencia de un profesor (los primeros recortes oficiales, en sentido contrario, consistieron en aumentarlas para contratar menos profesores, por ejemplo, en Madrid, con un sonado rifirrafe entre la entonces presidente de la CAM y los sindicatos) podemos estar haciendo dos cosas: la primera es elevar la eficacia docente, por tanto la calidad de la educación, pues se supone que los profesores tendrán así más tiempo para preparar sus clases, proyectos, innovaciones, etcétera; la segunda es, simplemente, reducir las horas de clase que imparte el profesor, si es que este no asume la contrapartida prevista, aunque habrá que contratar a algún otro para que el alumno no vea reducidas las horas de discencia –o sea, otro recorte-. Este sería un recorte oculto por un sobrecoste. La teoría se inclina por lo primero, pero la práctica revela a veces lo segundo y el problema es que no contamos ni con la cultura profesional adecuada, ni con los controles ni con los incentivos para asegurar que estamos aumentando la calidad en vez de los costes.
La actual crispación del mundo educativo español se basa, en gran medida, en una guerra entre empresarios y funcionarios en la que estos deberían saber distinguir sus propios intereses de los del público y en la que lo mejor que puede hacer este es tratar de identificar sus propios intereses y formular sus propios objetivos, sin subordinarse a los cantos de sirena de unos u otros.
El ciclo económico tiene siempre consecuencias. En época de vacas gordas aumentan, en círculos concéntricos, el gasto público, el social y el educativo; cuando llegan las vacas flacas, se reducen. Es improbable que esto pueda sorprender o escandalizar a alguien, pero no es tan simple. La recesión...
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Mariano Fernández Enguita
Sociólogo, catedrático en la Universidad Complutense. Buena parte de mi investigación ha estado dedicada a la educación, en particular a las desigualdades escolares, la organización de los centros, la participación social, la profesión docente y la política educativa. También he trabajado y trabajo sobre desigualdades sociales, sociología de las organizaciones, sociología económica. Ahora me interesan especialmente las redes, la internet y, en general, lo que llamo, para que rime, sociedad o era global, informacional y transformaciones.
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