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“-¿Me vas a dejar leer la novela?
-¿Vos sos intelectual? Para qué te voy a dejar, ¿para que me la leas mal y me la jodas?
-Hombre, a la novela no le va a pasar nada.
-¿Que no? ¡Va a ser la primera novela que se jode por leerla mal!”
“Amanece que no es poco”. (Jose Luis Cuerda, 1986)
Los consumidores de información, ahora huidizos, inquietos viajeros de los éteres digitales, no son dignos de confianza. Esta caterva de descamisados ha cambiado sus usos y costumbres a un ritmo tan vertiginoso que los medios de comunicación tradicionales han optado por clasificar, encuadrar, estabular y hasta despiezar la información en pro de unas supuestas “adaptaciones a la realidad”, encaminadas a encontrar una “filosofía tecnológica” con “elementos diferenciales” y demás jerga salida de las calenturientas mentes de los gurús del marketing y los profetas de las estadísiticas, esos nuevos dogmas de fe. (“¿Es que vamos a dudar ahora de las estadísticas? ¡Lo que nos faltaba!”, dice un colaborador de ideología neoliberal para avalar las políticas económicas del gobierno de Rajoy en La linterna, Onda Cero).
Con estos herméticos objetivos, se “implementan directrices” con el fin de diseccionar también a los inaprensibles consumidores, permanentemente sajados con tajos, cortes y al fin, trepanaciones. No podía ser de otra manera pues, en el fondo, los grandes propietarios de la Comunicación consideran que sus consumidores-usuarios son (somos) incapaces de “leer bien”. Y no se pueden correr ciertos riesgos. Así que la desconfiada Prensa regurgita la información triturándola en un pasapuré hasta hacerla picadillo, convirtiéndola, cada vez con más frecuencia, en una dieta infantiloide, una amalgama caótica transmitida, eso sí, a través de una miríada de “terminales” y “pantallas”: como decía Baudrillard, vivimos narcotizados en el laberinto de pantallas. Un dédalo ampliado hasta lo colosal en el marasmo tecnológico y en eso que llaman el “ruido mediático”. Con su acumulación, velocidad, multitud de pantallas laberínticas y falta de criterio periodístico, resulta un torpedo disparado en la línea de flotación del acorazado de la información, hundido en un mar de irrelevancia.
Mientras tanto, los gerifaltes de los medios de comunicación, perdidos en sus infinitos congresos e inútiles simposios, basculan entre la consideración paternalista de los ahora “usuarios” (antes lectores informados) y el temor de ser mal leídos, pero sin la chispeante ironía de Laurence Sterne, quien castigaba a los distraídos a volver a leer de cabo a rabo un capítulo que no habían comprendido con esta explicación: “Lo he hecho para escarmentar la viciosa costumbre, que con ella comparten miles de personas -en las que subrepticiamente se ha introducido y asentado-- de leer de un tirón en busca de aventuras más que de la profunda erudición y del conocimiento que un libro de este tipo, si se lee como es debido, les proporcionaría infaliblemente.” (“La vida y las opiniones del caballero Tristram Shandy”, 1759-1767).
El mordaz y extravagante párroco Sterne suelta esta diatriba a sabiendas de que su personaje es incapaz de contar aventura alguna de forma sencilla y sin mil anécdotas, divagaciones, digresiones y circunloquios. Incluso contradicciones. Lo que deja muy claro esta obra genial es la evidente complejidad del pensamiento humano y su manifestación a través del lenguaje. Una idea aterradora, sin duda, para el periodismo contemporáneo y su obsesión por ser leído sin asomo de ambigüedades. Sterne se hubiera reído a carcajadas de tal pretensión.
Dado este afán por la simplicidad del contenido –pareja a la complejidad del continente-proponemos que los másteres y escuelas de periodismo “implementen” el modelo narrativo de los cuentos de hadas. No, no somos tan irónicos como el viejo Sterne y esta propuesta no es tan malintencionada como parece. El cuento de hadas exhibe una sencillez literaria nacida de unas muy depuradas y elaboradas técnicas narrativas, resultado de una larga decantación a través de la oralidad, la mitología y la tradición. Aunque a menudo se confunde la sencillez del relato con la precariedad expositiva o la falta de pensamiento elaborado, no es el caso de los cuentos de hadas: en ellos se esconde una información necesaria y utilísima para comprender nuestro mundo, con una función liberadora, como cuenta Bruno Bettelheim (1903-1990) en el fascinante ensayo “Psicoanálisis de los cuentos de hadas”. También es el autor de “El corazón bien informado” donde narra su experiencia en los campos de concentración nazis de Dachau y Buchenwald para desembocar en una crítica a la sociedad de masas tecnológica propia del capitalismo, en un análisis profético de la degradación de la libertad en la sociedades modernas.
De cualquier tendencia o línea editorial, digital o convencional, en diferentes pantallas o a través de las ondas radiofónicas, el verdadero periodismo resulta aquel que no recela de sus lectores y que no teme ser mal leído porque se sabe honesto, útil, veraz y bien escrito. El corazón de la información, que nos impulsa no solo a pensar, reflexionar, sino también a ser más libres.
“-¿Me vas a dejar leer la novela?
-¿Vos sos intelectual? Para qué te voy a dejar, ¿para que me la leas mal y me la jodas?
-Hombre, a la novela no le va a pasar nada.
-¿Que no? ¡Va a ser la primera novela que se jode por leerla mal!”
Autor >
Pilar Ruiz
Periodista a veces y guionista el resto del tiempo. En una ocasión dirigió una película (Los nombres de Alicia, 2005) y cada tanto publica novelas. Su último libro es El cazador del mar (Roca, 2025).
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