Racismo y NBA: una historia turbulenta
Este año, las estrellas de la NBA han sido beligerantes con los problemas de racismo que asolan los EEUU, abandonando su habitual tono discreto para mostrar claramente su opinión. Desde donde sea que los esté viendo, seguro que Earl Lloyd habrá sonreído
Marcos Pereda 3/06/2015
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Hace unos meses, Lebron James, el jugador de los Cleveland Cavaliers que reina en la NBA, salía a realizar su calentamiento con una camiseta negra en la que se podía leer “No puedo respirar”. Más tarde, ya en playoffs, dejaba de lado su característica cinta en la cabeza, una de sus señas de identidad desde que llegó a la Liga. “Solo lo hago para ser igual que el resto de mis compañeros”, dijo, “si ellos no llevan cinta, yo tampoco”. Y lo que muchos tomaron como muestra de algo tan etéreo que se llama “hacer equipo”, otros, más afilados, entendieron era una referencia racial. Si ahí afuera hay problemas, voy a hacerme más visible que nunca, voy a lograr que todos los focos, todas las fotos, sean de mi persona. Y que lo vean, que vean que soy negro. Este año, quizás más que nunca desde hace ya tiempo, las estrellas de la NBA han sido beligerantes con los problemas de racismo que asolan los Estados Unidos, desde aquellas dramáticas palabras de Eric Garner que aparecieron en la camiseta de Lebron hasta los sucesos acontecidos en los últimos tiempos en Baltimore. El propio Lebron, Carmelo Anthony, Kevin Garnett o Deron Williams son solo algunos de los que han abandonado el habitual tono discreto de los jugadores de la Liga para lanzarse a la palestra mostrando claramente su opinión. Y, desde donde sea que los esté viendo, seguro que Earl Lloyd habrá sonreído.
Earls Lloyd, nuestro protagonista, alcanzó un hito el 31 de octubre de 1950 cuando saltó a una cancha de la ciudad de Rochester, en el Estado de Nueva York, para convertirse en el primer jugador negro (o afroamericano…escojan durante todo el artículo) de la historia de la NBA.
“Cuando salí a la cancha”, decía Lloyd, “el mundo siguió girando. Nadie dijo nada, ni los jugadores, ni los aficionados, tampoco la prensa. Nadie. Seguramente aquel era un lugar demasiado frío para el Ku Klux Klan…”, añadía con aquella enorme sonrisa suya. Quizá fue verdad, quizá no hubo gran revuelo. Puede que porque la algarabía ya se había producido unos años antes, en 1947, de la mano de Jackie Robinson.
Si la NBA era en aquellos años cuarenta una liga incipiente pero aún con escaso seguimiento, apenas un polluelo echando sus primeras plumas, el béisbol era algo muy distinto. Era una cuestión nacional, era el juego de los Estados Unidos, el que había mantenido alta la moral durante los durísimos años de la Gran Depresión, era el deporte más americano de América, el equivalente al aire libre de una película de Frank Capra. Y era blanco, blanquísimo, cómo no. Al menos lo eran las grandes ligas, donde solamente jugaban americanos blancos. Y si eran WASP, mejor que mejor. Para el resto, ya existían otros torneos, como la Liga Negra. Hasta que eso cambió el 15 de abril de 1947, cuando Jackie Robinson debuta en las Ligas Mayores vistiendo la camiseta de los Brooklyn Dodgers. Jugador brillante. Y negro, eso es lo escandaloso. Periódicos quejándose, equipos enteros que reflexionaban sobre la idoneidad de jugar contra alguien de color, alcaldes en el sur que no querían que sus ciudadanos fueran a ver esa monstruosidad. Segregación sobre la segregación.
“Mantente orgulloso, siempre orgulloso de lo que eres, de quien eres”, le decía su madre a Lloyd
¿Eran diferentes las cosas en 1950? Evidentemente, no, y menos si hacemos caso a las palabras de Lloyd. Su debut pasa casi desapercibido, apenas unas pocas palabras de algún aficionado despistado. Pero aquello era Rochester. Era el norte, era más abierto. El siguiente partido de los Washington Capitals, el equipo de Earl Lloyd (“cuando me enteré de que Washington me invitaba a jugar al baloncesto no me lo creía, para mí aquello era el centro del racismo”) fue en Fort Wayne, Indiana. “En los años 50 el negro no era un color que en Fort Wayne considerasen bonito”, dijo años después Lloyd. El público le abuchea, le insulta. “Vuélvete a África, negro, fuera de nuestro país”. Antes del partido se había cantado el himno de Estados Unidos, cuya última frase dice que el país es la tierra de los hombres libres. No Fort Wayne, desde luego no Fort Wayne si eres negro. A Lloyd tampoco le permiten comer con sus compañeros blancos en el mismo restaurante. “No me importa”, dice, “nací y me crié en Virginia. Lo único que me sorprende es que me dejen alojarme en el mismo hotel…”. Son los tiempos del ‘separados pero iguales’, de los centros educativos, los locales y los comercios segregados. Todos los ciudadanos tienen los mismos derechos, todos las mismas obligaciones. Pero separados, sin tocarse. “No”, dice Lloyd, “era separados pero desiguales. ¿Cómo podríamos ser iguales si algunos no teníamos permitido sentarnos en los asientos delanteros del autobús?”. El recibimiento era bastante similar en todos aquellos lugares que estaban por debajo de la Línea Mason-Dixon. Algunas heridas tardan en cerrarse más que otras. “Mantente orgulloso, siempre orgulloso de lo que eres, de quien eres”, le decía su madre a Lloyd. Él escuchaba, divertido. Si sólo voy a jugar al baloncesto. Pero sabía que no era verdad.
Si Earl Lloyd fue el pionero se debió, únicamente, a un capricho del calendario. Realmente, el primer negro que firmó un contrato profesional con un equipo de la NBA fue Charles Cooper, con los Celtics de Boston. Hacía poco que los propietarios de las franquicias de la Liga habían decidido, mediante una ajustada votación que terminó con un resultado de 6 a 5, que los jugadores negros podrían formar parte de sus equipos. Tan solo unos meses antes, ese mismo comité había negado el permiso a los New York Knicks para que ficharan a Nat Clifton. La amenaza del fundador del equipo de la Gran Manzana, Ned Irish, fue clara: si no le permitían incorporar a Clifton el equipo abandonaba la Liga. Y con él la mayor ciudad del país y el pabellón del Madison Square Garden. Algunos lo tacharon, no se sabe si irónicamente, de chantaje. Cuando se conoció el resultado de esa votación, uno de los presentes, cuyo nombre no ha trascendido, se levantó y amenazó a Irish: “Estúpido hijo de puta, en cinco años tres cuartas partes de los jugadores serán negros y nadie vendrá a vernos. Habéis matado a la NBA…”. En esas palabras había una mezcla de racismo e hipocresía económica: los negros eran pobres, si jugaban negros solamente irían a verlos los negros, y éstos no podían comprar entradas o camisetas, porque eran pobres, y vuelta a empezar…
Así que el primero en firmar fue Cooper, con los Celtics. Walter Brown, el propietario del equipo, tuvo que escuchar barbaridades por su decisión. “¿No sabes que es negro?”. Él se enfadaba. “Me da igual si es negro, a rayas o con lunares. Sabe jugar al baloncesto. Va al equipo”. Aquel año, aparte de Cooper y Lloyd, debutaron en la NBA otros dos jugadores no blancos: Hank DeZonie y el citado Nat Clifton.
Cuando le preguntaban por su gesta en los Juegos Olímpicos de 1936 y cómo aquello había sido un golpe simbólico para quienes defendían la inferioridad racial de los negros, Jesse Owens se encogía de hombros. “¿Es cierto que Hitler se negó a darle la mano?”. Owens volvía a encogerse de hombros. “Me vio y me saludó con la cabeza. Cuando volví a Estados Unidos nadie quería darme un trabajo de blancos porque yo era negro. Tengo cuatro medallas pero no puedo entrar en algunos bares y tengo que mear en letrinas especiales para negros. Por si les pego algo, claro”. Owens veía con nostalgia aquella semana en la que estuvo en la cima del mundo. Algo parecido les debió pasar a Lloyd, a Clifton, a Cooper, a DeZonie.
Hoy la NBA es una de las organizaciones deportivas que tiene mayor sensibilidad y respeto por los temas de contenido racial, volcándose con minorías como la afroamericana o la hispana. Ni siquiera les tembló el pulso para pedir la dimisión del dueño de los Clippers, Donald Esterling, por unas palabras racistas en una conversación privada. No importa. Las mismas declaraciones, el clima de enfrentamiento en el que se encuentra sumido el país desde hace meses, nos vienen a decir que el problema del que hablaba el gran Earl Lloyd, el pionero, está lejos, muy lejos, de haberse superado.
Hace unos meses, Lebron James, el jugador de los Cleveland Cavaliers que reina en la NBA, salía a realizar su calentamiento con una camiseta negra en la que se podía leer “No puedo respirar”. Más tarde, ya en playoffs, dejaba de lado su característica cinta en la cabeza, una de sus señas de identidad...
Autor >
Marcos Pereda
Marcos Pereda (Torrelavega, 1981), profesor y escritor, ha publicado obras sobre Derecho, Historia, Filosofía y Deporte. Le gustan los relatos donde nada es lo que parece, los maillots de los años 70 y la literatura francesa. Si tienes que buscarlo seguro que lo encuentras entre las páginas de un libro. Es autor de Arriva Italia. Gloria y Miseria de la Nación que soñó ciclismo y de "Periquismo: crónica de una pasión" (Punto de Vista).
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