Editorial
La Europa del trágala
15/07/2015
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Cuando los daneses votaron en contra del Tratado de Maastricht en 1992, la Unión Europea recondujo la situación ofreciendo a Dinamarca unas condiciones especiales (opt-outs) en asuntos monetarios, de ciudadanía, de Defensa y de Interior.
Cuando los irlandeses votaron en contra del Tratado de Niza en 2001, la UE arregló el problema haciendo algunas excepciones a Irlanda en materia de Defensa.
Cuando franceses y holandeses votaron en contra del proyecto de constitución europea, el proyecto se desestimó.
E, incluso, cuando la señora Thatcher se empecinó en corregir la aportación de su país a las arcas de Bruselas, se le dio a Reino Unido un tratamiento especial (el llamado “cheque británico”).
¡Qué diferencia con el bochornoso espectáculo de imposiciones, presiones, campañas mediáticas, chantajes e injerencias en la soberanía griega ofrecido por la Unión Europea en las últimas semanas!
Los griegos votaron “no” en un referéndum al que sería justo decir que se vieron abocados por la negociación obtusa del Eurogrupo; y la respuesta de la Troika y los restantes 18 países del euro ha consistido en dar una humillante lección al Gobierno de Syriza por el atrevimiento.
CTXT ha defendido en reiteradas ocasiones la necesidad de que el Gobierno legítimo de Grecia fuera tratado por la UE como un socio más. Endeudado e indisciplinado, de acuerdo, pero jamás un inquilino, sino un copropietario más del club. Para no parecer sectarios o dogmáticos, y para poder expresar una crítica a la UE, en este momento tocaría acusar a Tsipras de haber desencadenado la ira de sus acreedores, de haber equivocado por completo la estrategia, de haber capitulado cuando el mandato del plebiscito le autorizaba a resistir y a no aceptar las crueldades contenidas en el documento firmado por los Veintiocho el 12 de julio en Bruselas.
Pero no vamos a entrar en ese juego. Con independencia de los errores que haya podido cometer Grecia, la postura intransigente y la estrategia de desgaste que la UE ha adoptado con Tsipras suponen una violación de los ideales y principios fundacionales de la Unión. El rictus de ese nefasto contable llamado Wolfgang Schäuble durante las interminables horas de tortura a las que el Eurogrupo y la Cumbre sometieron al equipo griego –un testigo contó a The Guardian que Tsipras recibió un “brutal ahogamiento mental”-- define uno de los episodios más tristes de la historia de Europa desde la II Guerra Mundial.
Es fácil culpar a un país de 10 millones de habitantes de su mala administración y de paso convertirlo en el chivo expiatorio de la deprimente deriva de la UE. Pero es del todo inexacto. El Eurogrupo lleva años gestionando de la peor manera posible la crisis de deuda y liquidez de un país cuyo PIB es una vez y media el de la Comunidad de Madrid. Parecería una broma si no fuera para llorar. El dato revela toda la incompetencia gestora, y quizá también la mala fe, de las Instituciones europeas y del FMI.
Lo cierto es que, por torpes y arrogantes que hayan sido los dirigentes griegos durante los últimos meses, su actitud ha sido bastante más europeísta, generosa, democrática y constructiva que la de sus acreedores. El Eurogrupo nunca ha buscado alcanzar un compromiso justo y razonable con Grecia. Al contrario, ha ido poco a poco endureciendo las condiciones, demostrando una inquina ideológica de la peor especie. Esa ceguera llena de ira tampoco ha permitido un reconocimiento de los errores económicos cometidos por la Troika en los dos rescates anteriores, que son lo que han provocado la catástrofe humanitaria. Y, aunque en el texto del acuerdo se habla por primera vez de la restructuración de la deuda, asumida incluso por el FMI, la UE no adquiere ningún compromiso concreto y echa la culpa del aumento de la misma a los griegos, y no a las recetas que se han seguido por imposición suya durante los últimos cinco años.
El fin de semana pasado, en el paroxismo de la vendetta, la UE utilizó todos los instrumentos de coacción a su alcance para imponer un “acuerdo” a Grecia. Acuerdo es un eufemismo, claro: se trata de un trágala en toda regla, de un secuestro de soberanía que recuerda a las condiciones leoninas que los aliados impusieron a Berlín tras la I Guerra Mundial. Tsipras firmó ese papel, donde solo faltaba el traslado inmediato del Partenón a Berlín, tras una batalla interminable y desigual, 27 contra uno y con su ministro de Economía en vela desde 48 horas antes. Algunos asistentes han definido la sesión como un patio de guardería, con broncas a gritos entre Draghi y Schäuble. Pero debió parecerse más a un manicomio.
Para escenificar su alergia a Syriza, Alemania llegó a incluir en la propuesta escrita del Eurogrupo una cláusula vergonzosa y contraria a los Tratados, que decía que si Grecia no cumplía con las exigencias, se procedería a su expulsión temporal de la unión monetaria. El extraordinario párrafo desapareció durante la Cumbre posterior, pero el mero hecho de su formulación escrita supone abrir un hueco formidable en la credibilidad del euro, una moneda de la que Alemania piensa que se puede entrar y salir.
Antes de eso, el Banco Central Europeo, una institución no sujeta a control democrático alguno, tomó una decisión política a todas luces ilegítima, si no ilegal: restringir lo suficiente las inyecciones de capital para forzar un corralito y, a la vez, evitar la quiebra del sistema bancario, que habría supuesto la salida de Grecia del euro. De esta manera, la presión sobre Atenas para firmar un acuerdo, el que fuese, aumentó considerablemente.
Ejercer esas tácticas coactivas en nombre de la Unión Europea, con tintes surrealistas como el intento de trasladar los activos griegos a un fondo privado luxemburgués presidido por ¡Schäuble!, representan una quiebra, quizás irreversible, de las prácticas consensuales que se han respetado siempre en la UE para resolver los conflictos de intereses entre iguales.
Con Grecia se ha ido más allá de la condicionalidad que existe en todo rescate financiero. La UE se ha aprovechado de la fragilidad extrema de Atenas (en gran medida causada por anteriores rescates y anteriores gobiernos) para dar un golpe de mano y anular el margen de maniobra del Gobierno izquierdista de Syriza. Probablemente, este ataque ideológico sin precedentes acabe con Tsipras y desemboque en un gobierno de concentración nacional –#ThisIsACoup-, privando a Europa de la posibilidad de ensayar recetas distintas al austericidio punitivo. Por supuesto, el trágala tiene un componente esencialmente ejemplificador, heredero directo del mussoliniano “castigar a uno para educar a ciento”: Europa ha dejado claro ante los demás socios lo que les espera si no cumplen a rajatabla el diktat de Alemania (con sus satélites del Norte europeo como avanzadilla ultra, la culpable y cínica actitud de Francia, y la tecnocracia sin alma de las instituciones financieras). El mensaje, palmariamente antidemocrático, va dirigido especialmente a los electores españoles, portugueses e irlandeses: absténgase ustedes de votar a la izquierda, o ya nos ocuparemos nosotros de desactivar su elección después.
Lo que cabe preguntarse ahora es si esta forma plutocrática de “gobernar” y de (de)construir la eurozona no acabará suponiendo un alejamiento irreversible entre los intereses de los acreedores y los deudores, entre las elites y los ciudadanos; y cómo afectará la crisis de confianza e imagen generada por Berlín en todo el mundo a la legitimidad y credibilidad del proyecto de integración europea.
Si las respuestas son positivas, las opciones en el horizonte serían dos: o bien la ruptura de la zona euro en el medio plazo, o bien su pervivencia bajo una nueva forma de autoritarismo blando, en este caso de naturaleza financiera, que vaciaría de contenido la democracia tal como la hemos conocido hasta el momento en el continente.
Ninguna de las dos parece muy halagüeña. Pero es evidente que, si la pax merkeliana consiste en humillar a los socios, recortar derechos y libertades a granel, y condenar a la miseria a las poblaciones de los países de la periferia, Berlín habrá elegido el peor camino posible: la destrucción de la envidiada casa común europea. Y, a cambio, no habrá conseguido absolutamente nada. Alemania nunca ha necesitado reforzar su imagen autoritaria. No necesita que se le tenga miedo. Al contrario. Necesita, en el fondo y aun mas que Grecia, de la solidaridad europea, de la generosidad de los europeos. Y si no es capaz de darse cuenta, es que ha perdido --otra vez-- el camino.
Cuando los daneses votaron en contra del Tratado de Maastricht en 1992, la Unión Europea recondujo la situación ofreciendo a Dinamarca unas condiciones especiales (opt-outs) en asuntos monetarios, de ciudadanía, de Defensa y de Interior.
Cuando los irlandeses votaron en contra del...
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