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[...] Es quizás absurdo, ridículo, poco práctico, pero resulta más fuerte que yo y si tengo un mínimo valor como poeta es, justamente, padecer amores inmoderados: quisiera ver la primavera del Perú, conquistar la amistad de una jirafa, y cuando leo, en el Pequeño Larousse, que el Amazonas con su curso de 6 420 kilómetros es por su caudal el primero entre los ríos del mundo, me produce un efecto tal que no podría siquiera decirlo en prosa. […]
Carta de Arthur Cravan a André Level
El beso es tibio, ágil y osado. Un juguetón brochazo de húmedo terciopelo. A nada estuvo de sacarme las gafas. La lengua --con vida propia-- ostenta el profundo tono violáceo que esconde en su centro la alcachofa.
Tras el beso interesado, la grácil jirafa aparta en un amplio movimiento la cabeza. Retrocede, pero quedamos unidos por largas, larguísimas hebras de baba que se adelgazan, se tensan y finalmente revientan, se disuelven en el aire.
Me seco la cara con la mano. Embarro la palma, resbaladiza, en una columna. Estoy comprando amores en el refugio de fauna silvestre donde se protege a la jirafa de Rothschild (Giraffa camelopardalis rothschildi). La altitud en los suburbios sur-oeste de Nairobi es de 1.774 metros sobre el nivel del mar. He añadido 3.5 más --los de la sólida plataforma con balaustradas que me permite quedar a nivel con la esbelta Lynne, de hermosas pestañas y grandes, negros ojos. Ojazos que desde las alturas se beben entera la encendida sabana.
Lynne, la inconstante Lynne, no se interesa mucho en mí --a menos que dé yo muestras claras de ir a buscar, al balde de lámina, un nuevo puño de granulado.
La saliva de la jirafa --me explicará horas más tarde una esbelta muchacha nairobeña, casi al oído por atajar la estruendosa sonorización del centro nocturno- tiene asombrosas propiedades antisépticas. Antimicrobianas, incluso.
Dado que las acacias, en cuyas copas se alimenta, se defienden con púas afiladísimas, es frecuente que la jirafa se hiera, se lacere los belfos. De allí que su saliva, por selección natural y con el rodar de las generaciones, se convirtiera en un eficacísimo desinfectante natural. Todo niño kenyano lo sabe --lo aprendió en las bancas del colegio.
Pero yo sólo lo aprenderé entrada la noche. Por el momento el sol cae oblicuo, anaranjado, alargando las sombras, y estoy recogiendo del balde de granulados un churro pequeño y compacto como una tiza quebrada. Me incorporo. Lynne me lanza una ojeada. Me acerco al balcón, el salado churrito bien apretado entre los labios. Lynne viene a mis brazos, se deja acariciar los tersos carrillos, ¡los párpados incluso!, me besa y me babea --detrás de mí, risas unísonas, grititos de asco o de azoro- y se retira, gallarda, con su apetitosa recompensa de harina de cereales.
Ya en la discoteca de Nairobi, divertida por la anécdota y la pertinente acotación salival, una segunda chica --etíope y hermosa-- entra a terciar en el diálogo. La arquitectura, las luces, son las de un vetusto platillo volador. Estamos muy próximos, a un palmo apenas, y el aroma dulzón de la cerveza local envuelve las palabras susurradas a gritos.
Cuenta la chica etíope que en su patria, en la ciudad fortificada de Harar, existe un pacto milenario entre los habitantes y las hienas.
Un hombre tiene la responsabilidad heredada de darse cita en plena noche, allende la muralla, con un clan de hienas manchadas. Viene de una familia descastada. Lleva a cuestas un cesto mil veces remendado. Disgregados en la negrura, brillosos, siete, diez pares de pupilas aguardan. Son las hienas. El hombre posa su canasto en el suelo. Las hienas acuden a él, subiendo sin prisa el terraplén del tiradero de inmundicias. El descastado ofrece pellejos, tiende tiras de carne descompuesta, huesos astillados. Las hienas --primero la líder, hedionda y robusta, luego las otras, desgarbadas-- los atrapan mansamente en su mano.
--Y a cambio --concluye la hermosa muchacha etíope--, aunque insolentes por reputación, las hienas de Harar jamás atacan a la gente.
Interrumpo, asombrado. Inquiero de inmediato, ¡claro!, si se puede ir a ver…
--¡Sí que se puede! ¡A eso iba! --prosigue ella a contar, el rostro de ébano perfilado en azul por intermitencias luminosas.
Sí, es posible asistir al refrendo cotidiano de tan añejo pacto, ¡incluso puedes animarte a sujetar un colgajo de tripa entre los dientes! De un tarascón, una hiena manchada lo arrebata y huye con el grasiento despojo en sus fauces tremendas.
¡Harar la mítica! ¡Harar la de Rimbaud, la de su fuga abrasadora! ¡Harar, ciudad santa del Islam!
"Para mí, ninguna Harar", proclamó con ardor sedentario André Breton. No yo; en el platillo volador, yo tomo nota. Sé desde ya que tengo una cita pendiente.
[...] Es quizás absurdo, ridículo, poco práctico, pero resulta más fuerte que yo y si tengo un mínimo valor como poeta es, justamente, padecer amores inmoderados: quisiera ver la primavera del Perú, conquistar la amistad de una jirafa, y cuando leo, en el Pequeño Larousse,...
Autor >
Alain-Paul Mallard
Escritor, coleccionista, fotógrafo, viajero, cineasta, dibujante, Alain-Paul Mallard (México, 1970) es autor de 'Evocación de Matthias Stimmberg', 'Nahui versus Atl', 'Altiplano: tumbos y tropiezos'. Vive en Barcelona.
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