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En ocasiones, cuando me da por pensar en asuntos inútiles, me voy a un cementerio a saludar a alguien que me haya inspirado. Tengo alguna regla, por ejemplo, no acudir en días festivos, y mucho menos en aniversarios o conmemoraciones, evitar las ciudades de muertos donde se amontonan los panteones, y, por favor, tumbas sencillas, sin adornos, preferiblemente, los datos del fallecido y punto.
Aquí, en Buenos Aires, es complicado; América, ya se sabe, tiende a la ostentación, pero también facilita las paradojas. Por eso se puede honrar a Bioy a pesar de haber sido sepultado en uno de los panteones más solemnes de La Recoleta. Con una familia, los Casares, repleta de abogados, políticos y terratenientes, ¿cómo iba a pretender competir con ellos un simple escritorcillo? Nada le delata. A Bioy le hubiera encantado.
En México solía visitar la tumba de Luis Cernuda, que conseguimos restaurar entre muchos quizás para darle sentido a la única palabra, además de poeta, que contiene: perpetuidad. La realidad es modesta, significa que la parcela no puede ser enajenada gracias a la iniciativa de la embajada, el Ateneo republicano y la Casa de Andalucía. Creo que no le habría molestado a quien escribió en La realidad y el deseo: Sigue, sigue adelante y no regreses, / Fiel hasta el fin del camino y tu vida, / No eches de menos un destino más fácil/ Tus pies sobre la tierra antes no hollada, / Tus ojos frente a lo antes nunca visto. Los nombres de su dirección actual sólo podrían ser mexicanos. Está en el Pabellón Jardín del Camino del Desierto de los Leones. Si van en metro, desde Viveros tomen un microbús. Cernuda vivió 11 años en México DF, varios de ellos enamorado de un joven llamado Salvador Alighieri a quien había conocido en un gimnasio de la calle Tacuba. Vivía en Coyoacán, el barrio más andaluz de México. Murió en 1963. Cada día que pasa su poesía es más moderna.
En Madrid, hay dos homenajes en lugares poco transitados. El primero es una pequeña iglesia neoclásica cuajada de frescos que si estuviera en Roma, París o Londres, formaría parte de lo indispensable, tendría cola para entrar y precio de entrada. Ninguno nos la hubiéramos perdido. Pero en Madrid somos así, aunque no tengamos casi buenos frescos y la entrada sea gratuita, la ermita suele estar vacía y casi nadie se la enseña a sus huéspedes. No durará mucho, los tour operadores acabarán tomando nota. En sus paredes, ese aragonés malhumorado que debió ser Goya desplegó una intensa sinfonía en torno a dos colores insospechados, el amarillo y el blanco. Allí están aposentados sus restos, por cierto incompletos. Cuando el cónsul de Burdeos exhumó el féretro se encontró con que habían robado la cabeza, se supone por alguien interesado en los estudios frenológicos. El misterio entretuvo a la capital durante bastante tiempo.
La segunda sepultura cumple todos mis requisitos, se encuentra en el cementerio civil, contiene únicamente el nombre y la fecha de defunción y la ocupa otro visionario, Arturo Soria y Mata, una mezcla entre ingeniero y filósofo que comprendió la importancia del transporte como eje del tejido urbano contemporáneo y se propuso construir una ciudad lineal entre Cádiz y San Petersburgo para unir el campo y la ciudad, evitar el hacinamiento y borrar las diferencias de barrio entre las clases sociales. Descanse en paz.
Con don Antonio hicimos una excepción —llevarle crisantemos—; luego, en un bar, delante de estupendas anchoas de Collioure, brindamos con rosé por su estancia en el Mediterráneo y porque se le permita “un sueño tranquilo y verdadero”. Lo que él quería para los amigos. Por lo mismo, tengo pendiente un paseo hasta algún olivo solitario del “Gazpacho” del barranco de Viznar, en Granada, para rendir tributo a Federico.
A la entrada del cementerio judío de Ferrara, donde habíamos ido para saludar al querido Giorgio Bassani, nos hicieron ponernos la kipá. Estábamos a finales de otoño y había grandes árboles de hojas enrojecidas que fotografió Gonzalo mientras cruzábamos espacios vacíos hasta desembocar en la tumba de Bassani. El escritor que justificaba la cortedad de su obra por no haber poseído nunca el famoso “don”, tropezar con cualquier palabra, escribir y tachar. Escribir y tachar. Así hasta el infinito.
Otro cementerio judío, más sugerente que el de Praga, ocupa un lado de una isla de Venecia. Es un lugar sucio y tenebroso, de los que adoran los románticos o los cinéfilos. Está en el Lido, junto al Hotel Des Bains, el escenario donde Thomas Mann hizo que Gustav von Asenbach afrontara todos los emblemas de la decadencia. Lleva acogiendo inquilinos desde 1386 y está colmado de lápidas puntiagudas, muy juntas las unas con las otras, como un gueto a escala, a menudo rotas o ladeadas, con símbolos cabalísticos y textos en hebreo. Más o menos en su mitad alberga la sepultura de Sara Copio Sullam, una bella poetisa del XVII que negó la inmortalidad del alma y cuyo único retrato muestra bondades tan evidentes que no sorprenden las encendidas palabras que escribió en su epitafio el célebre rabino Leone de Modena.
Este verano, de viaje por Suiza, me quedé con las ganas de visitar a Borges en su última morada ginebrina. Me dijeron que se trata de un cementerio magnifico, en medio de un parque, y que la tumba contiene el nombre, un verso en lengua germánica y el año del nacimiento y de la muerte. Otras cualidades son la cercanía con los restos de Calvino y que, a veces, si hemos de creer a Bolaño, aquello parece un cuento de Poe: el aire se llena de cuervos que se suben a las lápidas y a las ramas de los arboles.
Y en Roma, claro, está el Cimitero Acattolico, el cementerio de los ingleses, pegado a la pirámide que el tribuno Cayo Cestio erigió en su memoria 30 años antes de Cristo. Allí están enterrados, entre otros, el hito de los militantes, el hombre de las mejores quimeras, Antonio Gramsci, y dos grandes poetas ingleses: Shelley y John Keats. Además contiene el dialogo funerario del romanticismo, el dialogo de la compostura neoclásica. Es el siguiente. En la lápida de Keats sólo una inscripción (1): Esta tumba contiene los restos mortales de un joven poeta inglés, que, en su lecho de muerte, en la amargura de su corazón por el malvado poder de sus enemigos, pidió que grabaran estas palabras en su lapida:
“Aquí yace aquel cuyo nombre fue escrito en el agua”.
Poco después, casi enfrente, se colocó un pequeño relieve con su perfil y este texto dando respuesta: ¡Keats! Si tu querido nombre estuviera escrito en el agua, cada gota habría caído de un rostro que llora por ti (2).
1.
This Grave
contains all that was Mortal,
of a
YOUNG ENGLISH POET
Who,
On his Death Bed,
in the Bitterness of his Heart
at the Malicious Power of his Enemies,
Desired
these Words to be engraved
On his Tomb Stone
“Here lies One / Whose Name was writ in Water”
Feb 24th 1821.
2.
Keats! If thy cherished name be “writ in water”
Each drops has fallen from some mourner’s cheek
En ocasiones, cuando me da por pensar en asuntos inútiles, me voy a un cementerio a saludar a alguien que me haya inspirado. Tengo alguna regla, por ejemplo, no acudir en días festivos, y mucho menos en aniversarios o conmemoraciones, evitar las ciudades de muertos donde se amontonan los panteones, y,...
Autor >
Pedro Jesús Fernández
Pedro Jesús Fernández, madrileño de Albacete, vive en Buenos Aires por los mismos azares que antes le hicieron recalar en México DF y Roma. Escribe artículos ligeros en CTXT, El País y otros medios. También, a veces, con constancia pero sin prisa, dedica su tiempo a otros menesteres literarios, y de tarde en tarde, pinta acuarelas.
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