César Rendueles / Sociólogo
"No estamos autorizados a preguntarnos si el sistema bancario español es un timo piramidal"
El autor de 'Capitalismo canalla' propone una enmienda a la totalidad del sistema para agitar el debate de ideas
Antonio García Maldonado Madrid , 7/10/2015
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El sociólogo y profesor César Rendueles (Girona, 1975) amplía su campo de batalla en su nuevo libro, Capitalismo canalla (Seix Barral). Tras la crítica al ciberfetichismo de su elogiado Sociofobia (Capitán Swing, 2013), ahora se despoja del tono académico y de límites temporales para hacer una concisa enmienda a la totalidad del sistema a través de su lectura de una heterogénea selección de libros, que van desde las novelas de E.T.A Hoffmann hasta los clásicos de ciencia ficción, pasando por T.S Eliot o Defoe. Según reza el subtítulo, ‘Una historia personal del capitalismo a través de la literatura’, que es más bien un breve repaso (poco más de 200 páginas) de sus errores y horrores.
El libro parte de unos supuestos ideológicos claros y contundentes que el autor no intenta ni pretende explicar, sino ilustrar con un lenguaje sencillo y un corpus literario que, en su mayor parte, es conocido por el público al que va dirigido. No obstante, son originales y curiosas sus lecturas, como la que ve en el capitán Ahab de Moby Dyck a un emprendedor enloquecido rodeado de trabajadores precarios sometidos a su ensoñación. Por eso, no sólo es grato para los afines. Es una reinterpretación heterodoxa de algunos clásicos para agitar el debate de ideas por parte de uno de los pensadores más influyentes en la nueva izquierda española.
La literatura no suele celebrar el mundo. ¿Sirve para explicar su evolución?
Las novelas no explican la explotación económica, pero son insustituibles para comprender el sufrimiento, la humillación y el dolor que producen las situaciones de subordinación
No creo que la literatura tenga una gran capacidad explicativa, cuando lo intenta a menudo cae en la caricatura o en una parodia de las ciencias sociales. Siempre se pueden utilizar las novelas como fuente de datos históricos interesantes, que es lo que hace Piketty en El capital en el siglo XXI. Pero no me parece que se pueda ir mucho más allá. No creo que la literatura refleje la realidad histórica, ni siquiera entiendo muy bien qué podría significar algo así. Por eso nunca me ha interesado demasiado la literatura comprometida o explícitamente política con la excepción de Brecht, que es un autor muy escurridizo. Más bien veo las novelas o la poesía como una especie de puertas traseras que nos permiten acceder a zonas de nuestra subjetividad a las que ni las ciencias sociales ni nuestra percepción cotidiana logran llegar. Las novelas no explican muy bien la explotación económica, por ejemplo, pero son insustituibles para comprender el sufrimiento, la humillación y el dolor que producen las situaciones de subordinación. Creo que a algo así se refería Walter Benjamin cuando decía aquello de que quería escribir un cuento de hadas dialéctico sobre el siglo XIX. La literatura, en sentido amplio, tiene algo de arqueología interior. O de pocería, según se mire. Vamos levantando capa tras capa de normalidad hasta encontrar un magma oscuro de conflictos personales, estéticos, familiares… y también políticos, claro. Me interesan mucho autores como Richard Sennett o Robert Bellah, que se han esforzado por sacar a la luz el profundo malestar personal que induce el capitalismo contemporáneo, el modo en que condena a mucha gente a llevar lo que Adorno llamaba “vidas dañadas”. He intentado usar textos literarios para llevar esa reflexión a otros momentos de la historia de la sociedad de mercado.
La tesis del libro es que vamos a peor y que el capitalismo se ha convertido en un depredador. Pero ¿no hay un evidente progreso moral y material?
Sí, claro que lo hay. Por ejemplo, el incremento en la igualdad entre hombres y mujeres es una transformación extraordinaria que nos hace mejores a todos y nos permite vivir vidas más plenas. Se trata de un cambio global, al igual que la reducción del racismo o el creciente respeto a las minorías. Respecto al progreso material, me temo que las cosas son más ambiguas. Sin caer en el catastrofismo, la situación de no menos de mil millones de personas es aterradora, seguramente peor que hace un par de siglos, aunque es cierto que es muy difícil establecer comparaciones. Por otro lado, hay límites ecológicos manifiestos al modelo de desarrollo dominante… De todos modos, yo creo que la cuestión central que han planteado las tradiciones políticas emancipatorias no es tanto que vayamos a peor como que podríamos ir a mucho mejor. Últimamente Steven Pinker y otros autores han recuperado una argumentación muy antigua sobre el carácter civilizador y pacificador del capitalismo. La teodicea sociológica es un género bastante pueril pero es que, además, me parece un planteamiento equivocado. La pregunta no debería ser si el capitalismo fomenta la paz o la prosperidad. Lo interesante es saber por qué no lo hace muchísimo más, cuando es material, social y culturalmente posible. Es una cuestión que remite a una tensión fundamental entre ilustración y capitalismo que estaba en el corazón mismo de muchos de los conflictos del siglo XIX, cuando las conquistas democráticas de las revoluciones burguesas se vieron truncadas por las nuevas formas desigualdad económica. Dicho de otro modo, me parece fundamental no confundir modernidad, ilustración y capitalismo.
Dice que “el comercio competitivo es incompatible con la vida en comunidad”. ¿De verdad el comercio es tan nocivo?
La cuestión no es renunciar al comercio sino disponer de las herramientas democráticas necesarias para restringirlo allí donde resulte nocivo para la mayoría de la gente y promoverlo donde sea beneficioso
No. El mercado es una institución poderosa que a veces puede tener efectos muy positivos como señaló Marx, sin ir más lejos. Es cierto que es difícilmente compatible con la vida comunitaria tradicional, por eso nuestras relaciones familiares no suelen estar mercantilizadas, pero tampoco eso es siempre malo. Por ejemplo, una persona homosexual que haya crecido en una ambiente homófobo puede encontrar muy atractivo que el mercado de trabajo le ofrezca una manera de romper con su comunidad de origen. Y, por supuesto, muchas mujeres han sabido usar el mercado de trabajo como palanca para romper con su situación de subordinación. El problema del mercado contemporáneo es que es muy expansivo, tiende a subvertir cualquier límite social y el efecto es autodestructivo. En cambio, la mayor parte de las sociedades establecieron fuertes limitaciones al comercio y, por ejemplo, se negaron a comerciar con productos de primera necesidad o fijaron precios adecuados para ellos. De hecho, en eso consistió la revolución keynesiana de mediados del siglo XX, en una desmercantilización parcial de sectores como las finanzas, el mercado de trabajo y algunos bienes y servicios básicos. La cuestión no es renunciar al comercio sino disponer de las herramientas democráticas necesarias para restringirlo allí donde resulte nocivo para la mayoría de la gente y, en cambio, promoverlo donde sea beneficioso. Creo que es algo bastante intuitivo, en realidad. La mayor parte de la gente entiende que es absurdo que bienes continuos como la electricidad, el agua, la telefonía o el gas estén privatizados. La electricidad que me ofrece una compañía es exactamente igual que la que me ofrece otra, la competencia en ese ámbito no tiene sentido salvo para producir oligopolios, que es justamente lo que ha ocurrido en España. Las compañías de telefonía obtienen sistemáticamente las peores valoraciones de los consumidores por sus prácticas abusivas. A los más jóvenes les parecerá ciencia ficción pero hace apenas unas décadas, tratar con la única compañía telefónica que había no era una pesadilla sino algo razonablemente sencillo, amigable y barato.
Habla de que la historia del capitalismo es “extremadamente sangrienta”; pero también lo fue el feudalismo, el mercantilismo o el socialismo real. ¿No es más un problema humano que de ideología?
Sí, es cierto. Pero nadie reivindica esos sistemas con ese argumento. “Eh, oye, las purgas de Stalin no fueron para tanto! ¡Al fin y al cabo, eso pasa en todos los sistemas!” En cambio, con el capitalismo hay una extraña generosidad. Cuando uno discute sobre el socialismo enseguida aparece alguien que cita un montón de experimentos cruciales que supuestamente refutan su posibilidad: crisis de desabastecimiento, políticas autoritarias… No tengo ningún reparo en reconocer la mayor parte de esos problemas. Al contrario, me parece importantísimo tenerlos en cuenta para pensar una alternativa factible al capitalismo. Pero me pregunto por qué no aplicamos la misma lógica a nuestra sociedad. ¿Por qué las crisis económicas descomunales, la especulación financiera, el colonialismo, el deterioro medioambiental o las guerras mundiales no son experimentos cruciales que refutan no sólo la idoneidad sino la posibilidad misma del capitalismo? La razón es que no nos dejan plantearnos esa cuestión. No estamos autorizados a preguntarnos si el sistema bancario español es un timo piramidal. En vez de eso, tenemos que regalar varias decenas de miles de millones de euros para que el juego continúe como si nada. Siguiendo con el ejemplo de Rusia, Göran Therborn explica en su último libro que la transición al capitalismo en ese país causó un incremento de la mortalidad de hasta un 49%. Eso son unos cuatro millones de muertes adicionales entre 1989 y 1994. Curiosamente, ese incremento en la tasa de mortalidad es exactamente el mismo que se calcula que causó la colectivización estalinista en los años treinta.
Slavoj Žižek dice que tal vez debamos reinventar el comunismo como única solución. En su libro usted lo descarta. ¿Qué modelo propone? Se refiere sucintamente a los lazos comunales de las “sociedades tradicionales”…
La desigualdad corroe la confianza en el prójimo. Los países más desiguales, por ricos que sean, son sistemáticamente más individualistas y padecen muchos más problemas como la delincuencia, la mortalidad o las enfermedades mortales
Creo que tengo que revisar mis argumentaciones porque a menudo doy la impresión de ser un comunitarista reaccionario cuando no siento ninguna nostalgia de las comunidades tradicionales. Me siento bastante a gusto viviendo en el anonimato de una gran ciudad. Lo que creo es que la desaparición de las sociedades tradicionales nos planteó algunos dilemas políticos que necesitamos afrontar y estoy de acuerdo con Žižek en que el comunismo ha sido una de las pocas tradiciones políticas modernas que lo ha intentado. Así que tampoco me parece mal la idea de reformularlo muy críticamente. A lo mejor, para empezar, basta con recordar que no todas las sociedades de masas son igualmente frágiles e individualistas. Por ejemplo, en las décadas de construcción de los Estados de bienestar hubo un continuo incremento de todos los indicadores de cohesión y participación ciudadana. Del mismo modo, sabemos que la desigualdad corroe la confianza en el prójimo. Los países más desiguales, por ricos que sean, son sistemáticamente más individualistas y padecen mucho más problemas como la delincuencia, la mortalidad infantil o las enfermedades mentales.
“El capitalismo nos priva de la posibilidad de deliberar en común para tomar decisiones colectivas que no pueden ser el subproducto de la interacción individual egoísta”. Pero, ¿por qué ese mismo ciudadano se convierte en altruista en una asamblea? ¿Por el hecho de estar en ella?
Lo cierto es que nuestro comportamiento es muy contextual y gregario. Por ejemplo, muchas personas apacibles se vuelven agresivas en cuanto se suben a un coche y basta que veamos en la piscina a alguien cerrar el grifo de la ducha mientras se enjabona para que se incremente la probabilidad de que lo hagamos nosotros. El altruismo y el egoísmo tampoco son impulsos homogéneos. Por ejemplo, como ha observado Tomasello, somos mucho más altruistas a la hora de compartir información o servicios que para compartir bienes y seguramente hay una historia evolutiva interesante que explica esa diversidad. Lo que quiero decir es que a menudo hablamos del altruismo o de la cooperación como si fueran realidades de todo o nada, cuando hay gradaciones importantes que dependen mucho del contexto institucional. El mercado es una institución diseñada explícitamente para generar competencia, para minimizar las posibilidades de cooperación. No pretendo hacer una evaluación moral, sencillamente es así, para bien y para mal. En cambio, nuestras instituciones políticas presuponen compromisos compartidos, lo que, a su vez, puede tener el efecto secundario de incrementar la colaboración. De nuevo, para bien y para mal, porque se puede cooperar para cosas terribles, como oprimir a las minorías.
Cuando compara el cuidado a un trabajador en 1580 que se narra en un libro de E.T.A. Hoffmann con las entrevistas laborales a las embarazadas de hoy, ¿no es una forma de nostalgia por unos valores perdidos que en realidad nunca existieron?
Desde luego no siento ninguna simpatía hacia los gremios medievales, que eran un infierno de dependencias personales. Pero me parecía una buena manera de recordar que la generalización del trabajo asalariado tal y como lo conocemos es muy reciente y, por tanto, no es una realidad que debamos dar por concluida, está sujeta a transformaciones. El cambio esencial que supuso el salariado fue entregar al mercado la decisión sobre qué es trabajo y qué no y qué reconocimiento social merece cada labor. Guy Standing citaba a un economista inglés de principios del siglo XX que decía algo así como: “Si contrato a un ama de llaves, el paro baja y el producto interior bruto sube. Si un día nos casamos y ella sigue haciendo exactamente las mismas tareas, el paro sube y el producto interior baja”. Hay algo absurdo y moralmente contraintuitivo en esa lógica salarial. Por ejemplo, si tienes hijos pequeños la noción de “salir del trabajo” es absurda, es más bien el inicio de una segunda jornada al menos tan agotadora como la primera. ¿Por qué esa labor socialmente beneficiosa está ausente de nuestra lógica laboral? No es un problema meramente ideológico: en España cerca de la mitad de las familias numerosas y más de la mitad de las familias monoparentales están en riesgo de pobreza. Lo que quiero decir es que también el ámbito laboral puede ser democratizado, en el sentido de que podemos intervenir en él para modularlo. En realidad, ya lo hacemos. En prácticamente todos los países del mundo el Estado es el principal empleador, con muchísima diferencia. Lo que necesitamos es tomarnos esa posibilidad no como una especie de mal menor para paliar los fallos del mercado, sino como una oportunidad política para redefinir qué labores consideramos trabajo y cuáles no y cómo vamos a afrontarlas colectivamente. Por ejemplo, prohibiendo actividades socialmente parasitarias o, en cambio, apoyando otras tareas esenciales, como los cuidados no remunerados.
“Lo trágico de la modernidad es que nadie puede ser bueno. Han desaparecido los compromisos tácitos, basados en sentimientos compartidos, que son el fundamento último e inamovible de la vida en común”, escribe. Me recuerda vagamente a un sermón de Ratzinger sobre el relativismo moral.
Pero es que las críticas eclesiásticas al relativismo moral son un excelente argumento filosófico. Justificar una ética no relativista en ausencia de un fundamento moral –Dios, la historia, el progreso o lo que sea– es un desafío enorme. De hecho, una parte sustancial de las polémicas contemporáneas en filosofía moral entre rawlsianos, aristotélicos, postmodernos y utilitaristas tienen que ver con ese problema. Que sea un desafío no significa que sea imposible, claro. De hecho, en ese fragmento que citas no expresaba mi posición personal sino que estaba tratando de transmitir la sensación de crisis moral que atravesaron las sociedades industriales modernas en sus orígenes y que desempeña un papel importante en la obra de Dostoievski. Dicho esto, es cierto que las posiciones éticas estrictamente procedimentales me resultan poco convincentes y aprecio una línea de reflexión moral que matiza ese universalismo. Pienso en Martha Nussbaum o, sobre todo, en Alasdair MacIntyre.
Dice que el esclavismo “no es un residuo del mundo antiguo, sino un elemento central del desarrollo capitalista”, pero lo que impulsó el fin de la esclavitud fue la revolución industrial…
Esa me parece una interpretación parcial. El esclavismo moderno es parte integral del proceso de industrialización, no un prolegómeno desafortunado. Es cierto que en cierto momento dejó de ser rentable, pero esa es una historia de continuidad, no de ruptura o de oposición. Entiendo que es una cuestión compleja que sigue siendo objeto de discusión entre los especialistas. Pero a mí me resulta convincente esa línea argumentativa que arranca en la obra de Eric Williams y llega hoy hasta Yann Moulier-Boutang, Silvia Federici o Peter Linebaugh.
Cuando habla de que en el capitalismo “ser bueno y cuidar de los demás te convierte en un fracasado”, ¿no es al contrario? ¿No se han incrementado las ONG, nuestra participación en ellas, nuestra sensibilidad social ante problemas ajenos? Se ve por ejemplo en el auge de los movimientos animalistas.
Creo que planteas dos cosas distintas. Creo que es cierto que, como defiende Peter Singer, el alcance de nuestra sensibilidad ética se ha incrementado e incluye a sujetos que no hace mucho estaban al margen de nuestro horizonte normativo. Esa es una herencia ilustrada que deberíamos cuidar. Pero, por otro lado, nos hemos privado de los instrumentos necesarios para que ese cambio moral sea eficaz. Los modelos sociales dominantes, las imágenes hegemónicas de aquello en lo que consiste una vida buena, tienen que ver más bien con el consumo sofisticado y las carreras laborales exitosas. Concebimos nuestras vidas como un agregado de elecciones y preferencias, más o menos acertadas. Cualquier realidad que no pueda reducirse a esa lógica es entendida como un sometimiento o una fuente de fracaso. Podemos ser solidarios y se nos ofrecen herramientas para ello, pero sólo en la medida en que esa actividad sea entendida como una preferencia reversible, como una forma de autorrealización individual y no como un compromiso que atraviesa y transforma nuestras vidas. Por eso, como explicó Helena Béjar en un gran libro, a menudo los cooperantes de las ONG manejan un lenguaje íntimo economicista y se dicen a sí mismos que son ellos los que más beneficios obtienen de su conducta altruista, en forma de bienestar moral o lo que sea. Seguramente esa modestia les honra pero es sintomática de un tipo de cooperación muy débil, fundada en la autoexpresión individual en vez de en valores fuertes y universalizables. Eso supone una limitación muy importante si se aspira a generalizar esa conducta. Priva a la gente solidaria y altruista de las herramientas conceptuales para interpelar a quienes no lo somos tanto.
Antonio G. Maldonado, @MaldonadoAG, es periodista y editor.
El sociólogo y profesor César Rendueles (Girona, 1975) amplía su campo de batalla en su nuevo libro, Capitalismo canalla (Seix Barral). Tras la crítica al ciberfetichismo de su elogiado
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Antonio García Maldonado
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