ANÁLISIS
París y el problema del planeta, que somos nosotros
Pepe Cervera 2/12/2015
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El planeta tiene un problema, pero no es el clima: somos nosotros. A estas alturas nadie, excepto un pequeño grupo de ideólogos extremos y la industria interesada, duda seriamente de que sí, la temperatura de la Tierra está aumentando; ni de que sí, este calentamiento se debe a nuestras acciones. La masiva liberación de gases de origen industrial que tienen efectos sobre la atmósfera ha provocado ya un aumento de la temperatura media de nuestro planeta de 1 grado centígrado, cuando se calcula que el umbral de la catástrofe irreversible está en 2 grados (pdf) que podrían activar un efecto multiplicador, y no se prevé reducción antes del año 2100. Según informes de la ONU desastres ligados al proceso de calentamiento han afectado a más de 4.000 millones de personas y costado 600.000 vidas y más de 2 billones (con 12 ceros) de dólares en los últimos 10 años. El asunto está tan claro que une a personalidades como el papa Bergoglio y Arnold Schwarzenegger y a países tan diversos como EE UU y Nauru; hasta los antiguos escépticos ahora creen. Es obvio que algo hay que hacer, y pronto; que es necesario que las naciones del mundo se unan y establezcan por el bien de todos un marco legal que limite de un modo justo las emisiones y permita la recuperación de la atmósfera antes de que la situación empeore de modo irrecuperable.
El problema para conseguir este objetivo somos nosotros. Por muchos motivos es muy, muy difícil que se llegue a establecer un marco legal de obligado cumplimiento para los países que disponga de un régimen de castigos para quien incumpla sus objetivos. Porque no se trata de un problema científico ni de ingeniería; éstos son solubles. Se trata de un problema político. O, mejor dicho, de múltiples problemas políticos entremezclados, macerados y fermentados en siglos de desconfianza y trapacería.
Por un lado los países ricos tienen sistemas democráticos donde las opiniones de la población cuentan y un público educado y sensible al problema. También tienen grandes intereses industriales interesados en limitar al máximo cualquier intento de controlar su actividad y con gran influencia política. El resultado es que los políticos sienten la presión de la gente para hacer algo, siempre que no resulte muy dañino para el (muy elevado) nivel de bienestar de su ciudadanía. Y al mismo tiempo reciben fortísimas presiones de intereses económicos particulares, mientras se desarrolla todo un nuevo sector industrial basado en tecnologías limpias que pretende cabalgar esta ola para expandirse y crecer. El resultado es que el tema se ha convertido en feroz motivo de enfrentamiento entre facciones y partidos, con la ayuda de campañas de propaganda (a favor de limitaciones, y especialmente en contra) que han sembrado la duda y transformado la cuestión en un problema ideológico. El ejemplo perfecto es la actitud del partido republicano estadounidense, que ha hecho del rechazo a admitir la existencia del cambio climático una piedra de toque ideológica y no duda en desautorizar a su presidente antes de una difícil negociación internacional mediante un voto de castigo. En el otro extremo cualquier compromiso que no suponga el desmantelamiento total del sistema capitalista y su reemplazo por una economía casi de subsistencia y autárquica es una agresión intolerable a la Madre Gaia.
China, la India o Brasil, cuyas contribuciones al calentamiento global crecen a gran ritmo, exigen el derecho a salir de la pobreza como lo hicieron otros. Y sospechan que en el control de las emisiones hay un intento de limitar su crecimiento
En el extremo opuesto están los países pobres, que son los que de forma más directa sufren las consecuencias que se derivan del cambio climático. Situados en localizaciones más vulnerables, con enormes poblaciones que apenas salen del umbral de subsistencia y con sistemas políticos frágiles que son incapaces de llevar a cabo labores adecuadas de prevención, muchos países de la parte de abajo de la tabla sienten que están siendo castigados por los excesos de otros. Porque, no lo olvidemos, el problema lo han provocado sobre todo los países ricos con su modelo de crecimiento basado en la masiva externalización de costes ecológicos; han hecho dinero, sí, a costa de despreocuparse durante siglos de las consecuencias de su modelo. Ahora son los pobres, que han contribuido poco a la generación de gases de efecto invernadero (por su propia pobreza) los que pagan el pato. Y quieren compensaciones.
En medio está uno de los más importantes bloques en estas negociaciones: los países que podríamos llamar intermedios, que fueron pobres pero están dejando de serlo y que tienen enormes poblaciones que aspiran a vivir como los ricos. Países como China, la India o Brasil, cuyas contribuciones actuales y futuras al calentamiento global crecen a gran ritmo, y que exigen se les reconozca el derecho a salir de la pobreza como ya lo hicieron otros. Y que tienen la sospecha de que en los mecanismos para controlar las emisiones hay un intento de Occidente por limitar y controlar su crecimiento; por mantenerlos en niveles de vida inferiores a los que ellos mismos disfrutan. Para plantearse siquiera participar estos países quieren transferencias tecnológicas para que la transición a una economía más limpia no les deje en manos de las grandes empresas del Primer Mundo. Ellos mismos tienen tensiones internas, entre quienes quieren desarrollo a toda costa y a cualquier precio siguiendo la estela de los ricos y quienes están abiertos a aprovechar las ventajas de que disponen (un ecosistema relativamente menos destruido, enormes mercados, recursos aún no esquilmados) para liderar un nuevo modelo. En hecho de que China (muy sensible a los efectos del calentamiento global) esté viviendo una verdadera burbuja en el sector de la construcción de centrales eléctricas de carbón es un buen ejemplo de este tipo de conflicto: las administraciones locales las siguen construyendo aunque no sean necesarias y sean contraproducentes para la atmósfera porque los incentivos están incorrectamente distribuidos.
Tres escenarios para tres mundos
En suma: un sindiós. Sobre todo teniendo en cuenta que para la mayoría de los científicos y especialistas la única forma de evitar pasar de ese simbólico margen de los dos grados de aumento de la temperatura media sería alcanzar emisiones (casi) cero de dióxido de carbono y otros gases para finales de siglo. Porque aunque la concentración de CO2 ya ha alcanzado los 400 partes por millón (ppm), muy superior a la media de 278ppm de antes de la revolución industrial, sigue creciendo. Y lo seguirá haciendo durante décadas.
Los países ricos quieren imponer límites absolutos fijos de emisión por país, usando mientras tanto mercados de derechos de emisión que funcionan como un mecanismo para ‘verdear’ sus economías mediante la compra de créditos de emisión a países más pobres. Éstos quieren ayuda inmediata y sustancial de los ricos para paliar los desastres que ya están sufriendo y prevenir los (cada vez peores) que se avecinan, y quieren que se utilicen medidas relativas de contaminación per capita y se tenga en cuenta el pasado. Los países en el umbral del crecimiento quieren que sus ritmos desmedidos no se reduzcan, y por tanto exigen aumentar sus emisiones al menos en términos relativos, y ayuda tecnológica para mitigar posibles pérdidas de vigor económico por cualquier limitación.
Los países ricos quieren imponer límites absolutos fijos de emisión por país, usando mientras tanto mercados de derechos de emisión, para verdear sus economías mediante la compra de créditos de emisión a países más pobres
Dentro de cada grupo abundan los intereses contrapuestos y los desequilibrios. La Unión Europea dice estar en camino de conseguir su objetivo marcado en Kyoto de reducir sus emisiones un 20% sobre las de 1990 para 2020, pero mientras Alemania abandona la energía nuclear y Gran Bretaña se replantea sus centrales de carbón el uso de gas ruso para producir energía con menor contaminación cambia las relaciones de poder en el continente. Países como Rusia, la India o Brasil quieren usar sus bosques y selvas, que funcionan como sumideros de dióxido de carbono, para negociar límites superiores de emisiones industriales, y que se les garanticen tecnologías que les permitan desarrollarse con emisiones cero (pdf). Países en peligro como ciertas islas del Pacífico especialmente expuestas se alían con ONG interesadas en la ecología para presionar en favor de límites más bajos y mayores compensaciones a los perjudicados. Las empresas multinacionales intentan beneficiarse de su capacidad de innovación tecnológica (necesaria para cumplir objetivos), y la geoingeniería sigue ahí, en el horizonte, como una posibilidad tentadora para algunos negacionistas y para quienes podrían beneficiarse de enormes Obras Públicas. Pobreza y supremacía, tecnología y justicia, historia y desconfianza: un tejido de múltiples hilos, y todos malos.
Para conseguir acuerdos eficaces, viables y serios sería necesario conciliar intereses contrapuestos que se apoyan y refuerzan en múltiples fallas históricas, económicas y políticas. Raras veces se ha conseguido algo tan complicado en política internacional como es poner de acuerdo no sólo a un gran grupo de países, sino a todos. También es verdad que nunca antes había habido tanto en juego (la supervivencia de la capacidad del planeta para sustentarnos a todos), y que si bien hay una larga retahíla de cumbres que no lo han conseguido también es verdad que en cada una se ha ido avanzando un poquito, en espiral, hacia la solución del problema. Con un poco de suerte París podría ser el paso definitivo; un hito para la historia de la Humanidad en el siglo XXI y la demostración de que cuando las cosas se ponen feas los humanos somos capaces de usar la inteligencia para salir de un aprieto que podría acabar con nosotros.
O quizá no.
Pepe Cervera es biólogo y periodista.
El planeta tiene un problema, pero no es el clima: somos nosotros. A estas alturas nadie, excepto un pequeño grupo de ideólogos extremos y la industria interesada, duda seriamente de que sí,
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Pepe Cervera
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