Tribuna
De cabeza hacia la nueva política
Desde el punto de vista de la neuropolítica, solo los comportamientos colaborativos asociados a la oxitocina pueden hacer frente a la dinámica de ganadores y perdedores, marcada por la testosterona y el cortisol
Roger Muñoz Navarro / Francisco Jurado Gilabert 30/11/-1
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Si hay hoy un eslogan político repetido, un sello por el que pugnan todos los partidos, es por el de hacer nueva política, por separarse de unas formas y unas prácticas que han provocado que, barómetro tras barómetro, los partidos sean identificados como uno de los principales problemas. La “nueva política”, como discurso y como bandera, pero, ¿en qué consisten las nuevas formas de hacer política?
Para contestar esta pregunta es necesario hacer un pequeño análisis, a modo de diagnóstico, de cuáles son las viejas formas de hacer política. En todo grupo social existen variables intrínsecas a su organización de las que se desprenden determinados roles, liderazgos y relaciones de poder. Son estas relaciones --y posiciones-- de poder las que conforman, sui géneris, a las organizaciones políticas.
¿Y qué es el poder? Se preguntarán. El poder ha sido definido de varias formas, como capacidad de hacer o ser algo, ejercer un dominio hegemónico sobre una o un grupo de personas o también, tal y como lo definió Michel Foucault, “es una compleja situación estratégica en una determinada sociedad”. El poder, sin duda, no puede ser estudiado en términos absolutos, sino en términos relativos, no es, se ejerce, y para ejercerlo se necesita a un otro. El poder existe en cada esquina, en cada familia, en cada pyme, en cada ONG, en cada organización política. El poder reside allá donde exista gente y nuestro futuro, en nuestra opinión, depende de cómo aprendamos a gestionar el poder en un presente no muy lejano.
Las viejas formas de hacer política, obviamente, están relacionadas con una manera de entender el poder, concentrado en unos pocos núcleos decisorios, algo que se señaló y se denunció a gritos en el 15M. Es por ello por lo que observamos una tímida reacción en los partidos, que intentan implementar algunas medidas que llaman de “regeneración”. Y aquellas y aquellos que se sumerjan en la hazaña de crear nuevas formas de hacer política deberían tener muy en cuenta que “el poder tiende a corromper y el poder absoluto, corrompe absolutamente”, tal y como dijo Lord Acton, allá por 1887.
¿Cómo nos corrompe el Poder? Las nuevas neurociencias y, concretamente, una nueva rama de esta, la neuropolítica, que vincula el estudio de las ciencias del cerebro --como la psicología y la neurobiología-- con las ciencias políticas y de las organizaciones, nos ofrece un prisma nuevo. “El poder se nos sube a la cabeza”, neurobiológicamente, y esto se explica mediante los mecanismos del estrés. Quien está en política y en activismo social, sindical, etc., sabe que estos ambientes son muy estresantes. En ellos, la colaboración es necesaria para alcanzar acuerdos, pero la competitividad también está presente y, podríamos decir, la balanza se inclina hacia ésta última.
La competitividad, que puede aparecer cuando en un grupo se dan dos propuestas estratégicas enfrentadas, presenta un escenario donde la resolución del conflicto se orienta hacia la dominación de una sobre la otra. En todo conflicto grupal hay una hormona estrella, el cortisol, la hormona del estrés. Ésta activa todos nuestros mecanismos de respuesta más primitivos, que afectan a la supervivencia, como cuando corríamos perseguidos por un grupo de lobos o tras un animal que alimentara a nuestro hambriento clan.
Ganar da gustito, es todo un chute de bienestar, sumado a que nos aleja del malestar percibido por el estrés de la derrota.
En este escenario de conflicto-dominación ocurre un mecanismo un tanto curioso, que a muchos --y sobre todo a muchas-- les dará una explicación de algunas intuiciones experimentadas. Por descontado, en esta dominación, existirán derrotados y vencedores. Así, los derrotados tendrán un subidón de cortisol, lo que les generará un gran malestar emocional que incluso propiciará el abandono de la contienda en futuras ocasiones. Mientras, el vencedor tendrá un subidón de testosterona, la hormona propiamente masculina --que también está en las mujeres-- pero que es la hormona de la dominancia social, de la competitividad, de la defensa del terreno y del espacio personal. Esta hormona propicia, a su vez, una reducción del cortisol, lo que implica una descarga de dopamina, el neurotransmisor del placer. Ganar, por tanto, da gustito, es todo un chute de bienestar, sumado a que nos aleja del malestar percibido por el estrés de la derrota. Cada vez que se gana se obtiene poder y, cuanto más poder, más testosterona. Así se inicia un bucle en el que los participantes buscan coaliciones para vencer las decisiones democráticas o se buscarán alianzas para ser “más número” en las votaciones y, por tanto, vencedores de la partida. La cuestión es ganar.
Esto, que a primera vista podría ser necesario --si no se obtiene placer se deja de luchar por conseguir objetivos necesarios para la supervivencia--, tiene un gran lado oscuro. Esta sensación de testosterona y dopamina puede acabar por emborrachar el cerebro y que ya no se compita por una búsqueda de la mejor estrategia para el bienestar del grupo, sino por la mera sensación personal de poder-placer, de mantenerse en una posición y de evitar el malestar de la derrota porque, cuanto más alto se ascienda, más dura será la caída.
Este proceso ocurre en todos los mamíferos, pero existen grandes diferencias y es sólo una parte de la historia, afortunadamente. Como hemos mencionado, muchos --sobre todo muchas-- habréis observado una descripción de una contienda bajo un carácter o con rasgos machistas. El machismo funciona neurológicamente bajo principios y procesos similares y, además, estos comportamientos se dan mayoritariamente en hombres –por la carga de testosterona--, aunque también existen en las mujeres. Enseguida nos vendrán a la cabeza perfiles como Margaret Thatcher, Angela Merkel o Rita Barberá.
Tanto las estructuras clásicas de los partidos como el funcionamiento propio del proceso electoral incentivan el modelo competitivo que sugestiona una forma testosterónica de hacer política. En los partidos, por ejemplo, desde la competitividad para ocupar determinados puestos, incluso en aquellos que hacen primarias. Y es que el modelo de primarias que se diseñe influirá notablemente en el comportamiento y las reacciones neuronales, tanto de los candidatos como de los partícipes en general. Si se apuesta por un modelo de competición pura, que no fomente la integración de todas las sensibilidades, nos encontraremos con resultados donde se reproduzca esta dinámica de ganadores y perdedores, testosterona y cortisol.
En el juego electoral, los debates, los mítines, la retórica... todo se vuelca del lado de la competición y la confrontación. Esta dinámica, a su vez, se reproduce una vez que los partidos llegan a las instituciones, por ejemplo, en los procedimientos y los comportamientos parlamentarios donde, lejos de parlamentar, lo que se produce es una confrontación dialéctica permanente entre bloques cerrados y enrocados sobre sí mismos.
Pero, como decíamos, hay otra historia, otra “verdad”. Existe una hormona que es predominantemente femenina, la oxitocina. Es la hormona del amor, del cuidado, de la empatía y la generosidad, de la colaboración y la afiliación. Y esta hormona está presente tanto en mujeres como en hombres. Es la hormona asociada a los procesos colaborativos, aquella que, más que ver victoria o derrota en una contienda, busca la sinergia en los conflictos, el avance del grupo, aún a pesar de las diferencias ideológicas o estrategias. Esta colaboración entre grupos no solo no nos la han enseñado en la escuela –donde cada vez gana más peso la competición--, sino que no la practicamos lo suficiente, ni en el trabajo, ni en las relaciones sociales, ni, por descontado, en la política, a pesar de que, precisamente, es esta hormona, y los comportamientos asociados a ella, la que determina realmente qué debe ser eso de la “nueva política”.
Roger Muñoz Navarro es doctor en Psicología y especialista en neuropolítica.
Francisco Jurado Gilabert es jurista e investigador en el Instituto de Gobierno y Políticas Públicas (IGOP) de la Universidad Autónoma de Barcelona.
Si hay hoy un eslogan político repetido, un sello por el que pugnan todos los partidos, es por el de hacer nueva política, por separarse de unas formas y unas prácticas que han provocado que, barómetro tras barómetro, los partidos sean identificados como uno de los principales problemas. La “nueva...
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