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Resulta absurdo que la posibilidad de plantear un referéndum sobre la secesión de un territorio se haya transformado en un tabú político. En los dos partidos tradicionales, PP y PSOE, se habla del referéndum como si fuera una quiebra del Estado de derecho y de nuestro orden democrático.
El PP decidió hace ya muchos años, en los tiempos de Aznar, actuar como el valedor de la unidad de España. Para ello, adoptó, sobre todo en la legislatura 2000-2004, un grosero nacionalismo español, disfrazado de “patriotismo constitucional”, que contó con el apoyo entusiasta del grupo de intelectuales recalentados con la cuestión nacional (los Savater, Juaristi, Azúa, Espada, Trapiello, Pombo, etc.). Dicho nacionalismo consistía en oponer el carácter democrático y constitucional de la nación española al carácter tribal e identitario de las naciones vasca y catalana. La idea fuerza era esta: mientras la democracia española sea efectiva en País Vasco y Cataluña, ni los vascos ni los catalanes tienen derecho a cuestionar la unidad territorial de España, pues disfrutan de los mismos derechos y libertades que el resto de los ciudadanos. La manifestación última de este nacionalismo español es el “Manifiesto de los Libres e Iguales”, la plataforma de intelectuales capitaneada por la ex diputada del PP Cayetana Álvarez de Toledo, en la que se afirma que democracia y separatismo son incompatibles.
El PSOE tuvo una actitud algo más flexible, sobre todo en la primera legislatura de Zapatero, cuando se negoció el nuevo Estatuto catalán (a la vez que el Estado negociaba con ETA y Batasuna el final del terrorismo). Se abrió incluso la posibilidad de reconocer algo obvio, que Cataluña es una nación (y, por tanto, que España es un país plurinacional), pero el Tribunal Constitucional cerró esa vía en su famosa sentencia de 2010. No obstante, en los últimos años el PSOE y el PSC han ido endureciendo sus posiciones, hoy casi idénticas a las del PP. De hecho, el PSC, durante un tiempo, estuvo de acuerdo con la celebración de un referéndum siempre y cuando este tuviera cobertura constitucional.
El referéndum es una demanda ampliamente mayoritaria en Cataluña y es el mejor instrumento con el que contamos para averiguar cuál es el apoyo al proyecto independentista
Tras las elecciones del 20D, mentar el referéndum parece tan radical como pedir la nacionalización de los medios de producción o la república de los soviets. ¿Qué tiene el referéndum que provoca ese pánico entre los barones del PSOE?
El referéndum es una demanda ampliamente mayoritaria en Cataluña. Es el mejor instrumento con el que contamos para averiguar cuál es el apoyo al proyecto independentista. Cabe imaginar una pregunta clara (algo así como “¿Quiere usted que Cataluña sea un Estado propio, independiente de España?”) con una respuesta igualmente clara (“Sí” o “No”). Los términos del referéndum se deben negociar entre todas las partes. Por ejemplo, creo que una condición muy razonable sería exigir para la victoria del independentismo una mayoría absoluta del censo electoral (es decir, al menos la mitad de los catalanes con derecho a voto). La razón de pedir una mayoría amplia es que una decisión de esta trascendencia, con consecuencias probablemente irreversibles, no puede tomarse si no la apoyan al menos el 50% de los catalanes. También se podría exigir una mayoría en cada una de las cuatro provincias catalanas. Asimismo, cabría negociar también cuánto tiempo debería transcurrir hasta la celebración de un nuevo referéndum en caso de que el primero se perdiera (diez años, por ejemplo).
Si se llevara a cabo un referéndum, no sería porque los catalanes tengan un derecho especial a la autodeterminación, ni el resultado del referéndum, en caso de ser positivo, significaría sin más la independencia de Cataluña. Ni Cataluña ni ninguna otra región española tienen un derecho unilateral a la secesión. Ahora bien, si una mayoría amplia y clara de catalanes desea independizarse, sería absurdo obligarles contra su voluntad a permanecer en España. El primer paso, la realización de un referéndum, serviría para determinar cuán extendida está esa petición. En caso de que los partidarios de la independencia ganaran de acuerdo con las condiciones establecidas, sería necesario, en un segundo paso, negociar sobre muchas cosas (desde el reparto de la deuda pública hasta el ejército, pasando por un acuerdo que permitiese una doble nacionalidad para quien así lo deseara). Si al final del proceso negociador hubiera una solución satisfactoria para todas las partes, se procedería entonces a la constitución de un Estado catalán.
Ni Cataluña ni ninguna otra región española tienen un derecho unilateral a la secesión. Pero, si una mayoría amplia y clara desea independizarse, sería absurdo obligarles contra su voluntad a permanecer en España
La crítica más recurrente (muy extendida dentro del PSOE) es que el referéndum se basa en un planteamiento binario, en el que se fuerza a elegir, de forma un tanto artificial, entre la independencia y el actual sistema territorial, cuando las encuestas de opinión pública demuestran de forma repetida que podría haber una mayoría a favor de una opción intermedia, en la que Cataluña tuviera un reconocimiento nacional pleno, una financiación más favorable y una institucionalización más adecuada de su relación con el resto del Estado. Esta opción intermedia sería ampliamente preferida a la secesión.
Creo que es necesario atender esta objeción. Por eso, tiendo a pensar que el referéndum catalán es un instrumento de última instancia. Me explico. Si los partidos políticos están dispuestos a reformar constitucionalmente nuestro modelo territorial, avanzando hacia una definición plurinacional de España y un modelo auténticamente federal, deberían hacerlo y, de paso, desactivar la demanda independentista. Una reforma de este calibre necesitaría un referéndum de ratificación en el conjunto de España. Si en dicho referéndum hubiera en Cataluña y en el resto de España una mayoría a favor, habría que desestimar la demanda de independencia. En caso contrario, en caso de que Cataluña rechazase la reforma, no quedaría más remedio que plantear un referéndum futuro acerca de la independencia. Pero eso sería una opción última, cuando todo lo anterior hubiera fallado. Con otras palabras, las fuerzas políticas primero tendrían la oportunidad de establecer qué es lo que significa el “no” a la independencia (el modelo actual, un modelo más centralista, o un modelo federal y plurinacional) y a continuación confrontar la opción de “no” con la del “sí”.
Todo esto, por supuesto, es materia de debate y pueden desarrollarse argumentos muy variados a favor y en contra. Por ejemplo, se podría plantear directamente un referéndum con más de dos opciones (aunque no hay muchos precedentes). Pero lo que me importa subrayar ahora es que resulta necesario hablar largo y tendido sobre este asunto, dejando que todo el mundo opine y presente propuestas. Lo que no tiene sentido es que el PSOE se niegue (como hace el PP) a debatir sobre el asunto llamando “separatistas” a los que defienden la necesidad de realizar un referéndum. El PSOE se equivoca, tanto en la cuestión de fondo como estratégicamente, al plantear la cuestión en términos tan escandalosamente pueriles. Quienes, no siendo nacionalistas, defendemos por motivos democráticos el referéndum (yo lo llevo haciendo desde hace casi quince años) no somos partidarios de la ruptura de España, pero creemos que hace falta encontrar un procedimiento democrático para dar cauce a una demanda de independencia. En una democracia bien asentada como la nuestra, lo lógico es hablar abiertamente sobre estos asuntos, no cerrarse en banda con malos pretextos.
Resulta absurdo que la posibilidad de plantear un referéndum sobre la secesión de un territorio se haya transformado en un tabú político. En los dos partidos tradicionales, PP y PSOE, se habla del referéndum como si fuera una quiebra del Estado de derecho y de nuestro orden democrático.
Autor >
Ignacio Sánchez-Cuenca
Es profesor de Ciencia Política en la Universidad Carlos III de Madrid. Entre sus últimos libros, La desfachatez intelectual (Catarata 2016), La impotencia democrática (Catarata, 2014) y La izquierda, fin de un ciclo (2019).
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