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Hay una droga en pantalla para cada momento de la vida. Mi hija de dos años se retuerce como una yonqui cada vez que impongo el toque de queda mediático y Peppa Pig desaparece de la pantalla de mi ordenador. Y cuando su tía le ofrece el teléfono para que vea fotos se le iluminan los ojos como a un adicto tras el síndrome de abstinencia porque es algo prohibido que en casa no puede hacer. Mi sobrina de catorce parece como si volviera de un trance chamánico cada vez que sus padres le dicen por enésima vez que apague el móvil por la noche. Mi marido puede engullir sine die horas y horas de animación japonesa vía Netflix. Mi padre se engancha a la tableta y se lee noticias que nunca lo fueron pero que le cazaron con un titular engañoso y como no tiene la rapidez digital de un adolescente, se las traga una tras otra y cuando se da cuenta, ha perdido otro día de esa vida preciosa que a todos se nos va últimamente tras una pantalla.
Nuestra felicidad como adultos cada vez me importa menos: cada muerto que aguante su vela, que para eso ya somos mayorcitos. Pero en el mundo de las personas pequeñitas parece haber una epidemia de infelicidad que ataca precisamente desde las pantallas: según un estudio reciente los niños ingleses (no excesivamente diferentes de los españoles) sufren fundamentalmente de soledad, falta de autoestima y ciberacoso, tres problemas que no existían cuando la única pantalla que había en su vida era una televisión con uno o dos canales y en los que la programación infantil estaba fuertemente limitada.
Hace treinta años la Sociedad Nacional para la Protección y la Prevención de la Crueldad a los niños (NSPCC) creó en Gran Bretaña ChildlLine, una línea abierta 24 horas al día para asistir a los niños que necesitaban hablar de sus problemas y no encontraban en sus padres el apoyo necesario para hacerlo. Entonces la sorpresa fue descubrir lo peor de cada casa: lo más denunciado por los pequeños eran abusos sexuales y abusos físicos, además de embarazos y problemas familiares. Obviamente aquello era grave. Esos niños eran tan infelices como los que llaman ahora, se sentían igual de solos y también tenían la autoestima por los suelos --¿alguien puede estar bien si tu padre abusa sexualmente de ti o tu madre te pega con un cinturón?-- pero quizás lo más estremecedor es cómo han cambiado las cifras: cuando se abrió la línea en 1986 se asistió a unos 23.000 niños y treinta años más tarde los atendidos anualmente son casi 300.000.
El año pasado unas 35.000 consultas estuvieron relacionadas con problemas de falta de autoestima e infelicidad, y en concreto, y aquí entran las pantallas, con cuestiones relacionadas con su imagen online, con sus amigos o falta de amigos en las redes sociales y con su obsesión con parecerse físicamente a las celebrities que siguen a través de Internet. “No hay duda de que nuestro país está lleno de niños profundamente infelices. La presión de los amigos para mantener una vida online perfecta se une a la tristeza que muchos niños y adolescentes sienten a diario”. Así de tajante lo decía Peter Wanless, presidente de la NSPCC, la semana pasada durante la presentación de un informe con motivo del treinta aniversario de la creación de la ChildLine.
“Tengo ganas de llorar constantemente. Siempre estoy preocupada por lo que la gente vaya a pensar de mí. A veces utilizo las redes sociales pero me deprime aún más porque tengo pocos amigos online y a ninguno le gustan mis fotos o mis comentarios”. Esto lo escribía una niña de doce años en el foro de ChildLine, adonde el 70% de los niños acude vía email o vía chat.
A esto se añade el problema del ciberacoso, que suele empezar físicamente en las escuelas, como bien saben los familiares de Diego, el niño de once años que se suicidó tras sufrir acoso en la escuela Nuestra Señora de los Ángeles, para dar después el salto al ciberespacio. “El ciberacoso, usando las redes sociales, los juegos y los teléfonos móviles pueden crear en un niño la sensación de que no hay escape posible”, explican desde la NCSPP.
Mientras todo esto ocurre a diario en la intimidad de cada hogar, pantallas grandes y pequeñas siguen colonizando poco a poco todo el planeta, y desde la prensa de todo pelaje se alimenta nuestra adicción haciendo pasar por información el nacimiento de cada nuevo gadget y vendiéndonos los empresarios que las inventan (¿Steve Jobs?) como los nuevos portadores de la verdad. Al igual que el alcohol es la droga que más mata, y lo hace legalmente, la heroína del siglo XXI está en cada una de nuestras casas, se anuncia por todas partes, la llevamos en los bolsillos y ya nadie parece saber vivir sin ella. La nueva epidemia está convirtiendo en yonquis infelices a todos los nacidos en este nuevo siglo. Y pese a algunas voces alarmistas, lo cierto es que no tenemos ni idea de qué hacer para evitarlo. Siempre pensé que los luditas eran una panda de locos fuera de órbita pero si un niño de dos años se puede enganchar a una pantalla y uno de doce llorar porque le faltan likes en Facebook significa que la tecnofilia es un virus mucho más peligroso que la tecnofobia. Los locos no eran ellos, somos nosotros.
Hay una droga en pantalla para cada momento de la vida. Mi hija de dos años se retuerce como una yonqui cada vez que impongo el toque de queda mediático y Peppa Pig desaparece de la pantalla de mi ordenador. Y cuando su tía le ofrece el teléfono para que vea fotos se le iluminan los ojos como a un adicto tras el...
Autor >
Barbara Celis
Vive en Roma, donde trabaja como consultora en comunicación. Ha sido corresponsal freelance en Nueva York, Londres y Taipei para Ctxt, El Pais, El Confidencial y otros. Es directora del documental Surviving Amina. Ha recibido cuatro premios de periodismo.Su pasión es la cultura, su nueva batalla el cambio climático..
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