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Que la vida iba en serio la izquierda lo empieza a comprender más tarde. El canónico verso de Gil de Biedma bien puede ayudar a resumir el debate del pensamiento progresista en España. Inmersa en cuestiones nominalistas y en chascarrillos de prensa amarilla que pasa por política, la izquierda española ha dejado de preguntarse y responder a las cuestiones esenciales del debate público. Los retos del cambio tecnológico, la inversión en I+D+i o la economía verde no funcionan frente a las conspiraciones del PSOE andaluz, los golpes de efecto mediáticos de Podemos o las angustias existenciales de Izquierda Unida. Y no es un despiste inocente, pues ha dejado el carril expedito para que sea el pensamiento conservador el que se haya apropiado del saber técnico, que hábilmente se ha contrapuesto a un idealismo progresista bienintencionado pero inaplicable. ¡Sigan soñando y debatiendo, que nosotros seguimos con lo nuestro! Y lo suyo es el Gobierno.
El economista José Moisés Martín (Madrid, 1973) impugna esta situación de ensimismamiento progresista con su reciente España 2030: Gobernar el futuro. Estrategias a largo plazo para una política de progreso (Deusto, 2016). Un diagnóstico de males que a su juicio, lejos de requerir la cirugía que se desprende de la retórica inflamada de una parte de la izquierda, necesita del gradualismo del saber reposado y de consensos intergeneracionales que ha caracterizado hasta hoy a la socialdemocracia europea, explicita el autor, con amplia trayectoria técnica tanto en organismos públicos como en empresas privadas y organizaciones no gubernamentales. Un libro que es también, y sobre todo, un recetario para curar o paliar nuestras patologías sociales en un plazo razonable de 15 años. “España es un país que lleva demasiados siglos en una tensión permanente entre tradición y modernidad”, escribe. Una tensión que se traslada hoy, además, al propio debate de la izquierda. Y toma partido: la culpa no es de Merkel ni de las políticas dictadas desde Europa. “La mayor parte de nuestros problemas son de origen nacional”, responde en esta conversación. Actualmente, el autor es director de la consultora Red2Red y miembro de la asociación progresista Economistas Frente a la Crisis.
“Se destruyen puestos de trabajo fácilmente sustituibles por tecnología, pero se crean nuevos puestos de trabajo relacionados directamente con dicha tecnología”. Es usted de los pocos schumpeterianos del pensamiento progresista en relación a los cambios que las NNTT producen en el mercado de trabajo. Afirma que debemos “perder el miedo a los robots”. Sigue funcionando la “destrucción creadora”.
Sin duda. En los últimos años está ganando peso la idea de que los robots, la inteligencia artificial o las TIC destruirán millones de trabajo. Son momentos recurrentes en momentos de cambio tecnológicos. Sólo hay que recordar a los luditas en el Reino Unido en el siglo XIX. Yo creo que los efectos a medio plazo son positivos, con incrementos importantes de la productividad y la generación de nuevos puestos de trabajo. En el libro hablo de que ya en 1995 el economista Jeremy Rifkin predijo “el fin del trabajo”, pero desde entonces EE.UU. ha creado varias decenas de millones de empleos, y con importantes ganancias de competitividad, además. Ya ocurrió en el pasado y nada indica que no vuelva a ocurrir en el futuro. El problema de fondo que debemos afrontar es que la adaptación de las personas a los modos es más lenta que el avance tecnológico. Necesitamos nuevas competencias y cualificaciones, y, de alguna manera, dejar de tener “miedo al robot”. La tecnología puede ser –y debe ser– nuestra aliada en la creación de puestos de trabajo de calidad.
Pero es un cambio a medio y largo plazo, y por tanto con costes sociales
Lo peor que podemos hacer es caer en el derrotismo o en la pasividad. Desde luego que en el camino habrá personas que no podrán sostener el ritmo del cambio, y para ello debemos activar las necesarias políticas sociales y de recualificación. El cambio tecnológico tiene que ser socialmente sensible, pero intentar detenerlo es sencillamente irreal.
En su reciente libro, Postcapitalismo, el periodista económico James Mason sostiene que el capitalismo ha perdido su capacidad adaptativa debido a las nuevas tecnologías. ¿Hacia qué mundo vamos? O, mejor, ¿de qué certidumbres y costumbres que nos constituyen debemos ir pasando página?
Creo que el capitalismo “realmente existente” no es un sistema amable con la innovación. En esto difiero bastante de mis amigos liberales, que ven en los mercados desregulados el paraíso de las start-ups. Stiglitz y Greenwald publicaron en 2014 un libro maravilloso que analiza cómo la competencia perfecta en mercados desregulados es un entorno menos innovador que una economía mixta con un papel clave para el Estado. El problema está en las fricciones, en los costes de transacción: la capacidad de las firmas para aprender no es automática, no se transfieren recursos inmediatos de actividades tradicionales a actividades nuevas. La última innovación global, la informática, llevó a Estados Unidos a perder productividad y ritmo de crecimiento entre 1980 y 1995. Cuando el cambio tecnológico se acelera, las inversiones necesarias no se amortizan y la productividad se resiente. Es necesario un proceso de adaptación que el mercado, por sí mismo, es incapaz de hacer. Los progresistas no han entendido esto, sino que han identificado el progreso tecnológico como una amenaza en vez de como una oportunidad. Tenemos que recordar a los clásicos. Gerald Cohen, uno de los últimos marxistas lúcidos, ha explicado muy bien qué significa el concepto de “desarrollo de las fuerzas productivas”. Sorprende que desde ese momento, hasta hace bien poco, los progresistas hayan dedicado tan poco esfuerzo a entender y aprender a dimensionar lo que representa el cambio tecnológico.
¿Y está preparada España para asumir dichos cambios? ¿Cuál es nuestro punto de partida? ¿Expectativas razonables para 2030?
Tenemos una visión muy pesimista de nuestro futuro, y no faltan razones, porque todos los indicadores señalan la magnitud de la crisis que acabamos de atravesar, pero hay elementos esperanzadores. Al buscar información para el libro me sorprendió ver, por ejemplo, los buenos desempeños que tenemos en algunas materias, como en innovación vinculada a las energías renovables, o en gobierno digital. Nuestro principal problema es el capital humano. Es una obsesión particular, pero tenemos un capital muy descompensado entre una educación superior mediocre y muy poca formación para una mayoría de la población activa. Le prestamos muy poca atención a eso, y yo creo que es nuestro principal hándicap.
Tenemos un capital muy descompensado entre una educación superior mediocre y muy poca formación para una mayoría de la población activa
¿Y esto es responsabilidad del sistema educativo? ¿Es un fallo colectivo de la sociedad? ¿De las familias?
Cuando uno habla de esto, hay determinada izquierda que piensa que le estoy echando la culpa a los trabajadores, pero en realidad no son culpables sino víctimas de una sociedad que vivió embrutecida durante 40 años y que sólo marginalmente ha considerado este tema una verdadera prioridad. Si somos capaces de realizar un gran esfuerzo en esta dirección tenemos opciones. No creo en el hispanopesimismo.
Un pesimismo el de Mason que, por otras razones, comparte con otros pensadores, como Eugeni Morozov, muy crítico con el “solucionismo” de Silicon Valley. ¿La nostalgia es la enfermedad crónica de la izquierda?
Yo no comparto el pesimismo de Morozov. Me recuerda a las retóricas de la intransigencia de Hirchsman. Claro que Silicon Valley no va a salvar el mundo. Además, Silicon Valley sólo puede haber dos o tres en el mundo. Pero el motor de la historia humana se basa en nuestra capacidad de innovar, de ofrecer soluciones nuevas a problemas difíciles. La propia izquierda fue una innovación social. La creación de los sindicatos y de los partidos obreros, la negociación colectiva, fueron algunas de las principales innovaciones sociales y políticas de la edad contemporánea. Lo que no tiene ningún sentido es quedarse sentados pensando que desde entonces la especie humana no tiene nada más que aportar, porque en ese momento has perdido tu capacidad de incidir, y de alguna manera, tu propia misión.
Y parece que la izquierda tiene problemas para repensar sus certezas bajo esta nueva realidad.
Hace un par de años participé en un taller sobre innovación social. Me quedé petrificado ante las experiencias que se estaban presentando, y así se lo dije a un compañero. Me di cuenta de que mientras estábamos trabajando con métodos y discursos del siglo XIX, había gente empeñada en resolver y trascender problemas concretos con soluciones creativas y efectivas, y comprendí que la izquierda es capaz de capitalizar, de proyectar ese esfuerzo o se iba a quedar fuera de juego. Y desde luego, no ayuda a superar esa imagen el sonoro fracaso de la Tercera Vía, lo único realmente innovador que ha planteado la izquierda desde 1959 en Bad Godesberg. Yo soy amante de la obra de Anthony Giddens, y seguí con mucho interés el desarrollo del New Labour y de aquello que se llamó la Progressive Governance. Creo que el principal problema fue que no hicieron una lectura adecuada de la potencialidad que representaba la gestión de la economía del conocimiento y la innovación. Pensaron que el mercado se bastaba. No tenían una teoría del mercado, se centraron en la gestión del sector público sin preguntarse si el proceso productivo necesitaba o requería ajustes. Sencillamente lo dejaron de lado. Se equivocaron, y terminaron haciendo retroceder a la izquierda más de veinte años.
Y ahora los movimientos de izquierda más pujantes, o más llamativos, parecen mirar más bien a recetas que dieron frutos pero que no parece que presten especial atención a la globalización tecnológica y financiera.
Yo creo que el auge de esta “Quinta Vía” es fruto directo de las deficiencias de la Tercera. Al final, Sander, Corbyn o Podemos sugieren que la izquierda se perdió en el camino de los 80 y que hay que recuperar las recetas tradicionales. No han evaluado lo que tuvo de bueno la reflexión realizada, sólo han huido despavoridos de sus resultados finales. No son un paso adelante, en muchos aspectos son un paso atrás. Pero no estamos en los 80 ni en los 70. Si no nos damos cuenta de esto, perderemos un tiempo precioso.
Al final, Sander, Corbyn o Podemos sugieren que la izquierda se perdió en el camino de los 80 y que hay que recuperar las recetas tradicionales. [...] No son un paso adelante, en muchos aspectos son un paso atrás.
Aislarse en la comunidad primigenia y privilegiada no parece una opción
Hace un tiempo me encontré con una propuesta –me la pasó un buen amigo, David Redoli– para enfrentar la crisis europea. La propuesta se publicó en la revista socialdemócrata Social Europe. Trataba de recomponer la izquierda desde la recuperación de la negociación colectiva, la demanda interna y –esto es lo que me llamó la atención– el establecimiento de mayores aranceles frente a países terceros. Le dije que esa propuesta sencillamente reconocía que Europa no estaba preparada para competir en la globalización y que lo que daba a entender es que la única manera de mantener el modelo social europeo era desconectándonos parcialmente de la misma. Es, en el fondo, una vieja idea de izquierdas. La desconexión ya se teorizó –y mucho– en los años 50 y 60 del siglo pasado.
Escribe que “el concepto de soberanía nacional ha cambiado y es hora de reconocerlo”. Sin embargo, las nuevas formaciones y movimientos de izquierda han abrazado con entusiasmo palabras que quedan lejos del universalismo de la socialdemocracia europea: “Pueblo”, “Patria”, además de la citada “Soberanía”, por no hablar de su cercanía con movimientos nacionalistas. ¿Adónde nos lleva este debate?
Es un tema particularmente preocupante. La cultura política de izquierda ha sido cosmopolita, con un fuerte componente de solidaridad internacional. Todo eso corre riesgo de perderse. La Novísima Izquierda ha trasladado a Europa marcos propios de los movimientos de liberación nacional y del antiimperialismo, con notable éxito. Dibujarnos como una colonia de Alemania es un esquema que encaja bien en ese discurso y moviliza voluntades en torno a un concepto que en España sólo utilizaba la extrema derecha. Para ser un movimiento de liberación nacional necesitas enmarcarte como una víctima del imperialismo de alguien. En este caso de los países del norte de Europa, y particularmente de Alemania. Es un juego muy peligroso, porque desdibuja la realidad.
¿Y cuál es esa realidad?
España es la cuarta economía de la Eurozona. Es una economía desarrollada y, por tanto, aplicar a España esquemas propios de la Teoría de la Dependencia es poco riguroso. La mayor parte de nuestros problemas son de origen nacional. Buscar un enemigo fuera y movilizar emociones en torno a ello es muy poco saludable. Hace quince años, el movimiento global vinculado al Foro Social Mundial mantuvo un debate abierto muy importante en términos de valores, con la denominación “Altermundialismo” frente a “Antiglobalización”. Se trataba de construir otro mundo, de buscar alianzas transnacionales capaces de contribuir a una gestión democrática de la globalización. Esa bandera, en la que coincidía prácticamente todo el espectro de la izquierda, se ha sustituido por un retorno a la comunidad primigenia, a la nación o a la patria. Es una lástima. Hoy, Podemos es mucho menos internacionalista que Izquierda Unida o que, por ejemplo, Izquierda Anticapitalista, una de sus formaciones “raíz”. Por no hablar de la CUP, claro.
¿No tiene que ver la crisis política española de los grandes partidos y el auge de nuevas formaciones con un asunto generacional más que ideológico? Parece claro que hay que repartir el coste de la crisis, y eso es tremendamente impopular en un segmento de población que es el que vota, y que por edad se vuelve más conservador. Como dice en el libro: “Al final todo es política”. ¿Y qué políticas cambian esto?
Creo que hay un componente generacional, claro. El votante mediano hoy está dentro de la red de bienestar que proporciona el Estado y eso se ve en las propuestas que se hacen por parte de prácticamente todos los partidos políticos. Será difícil saber cuánto tiempo va a durar esto, pero creo que relativamente poco. Y mientras dure, no prestaremos atención a la exclusión política y social. Mi expectativa es que la generación que nació entre 1965 y 1975, la famosa ‘Generación X’, tiene la fuerza demográfica y electoral para cambiar esta tendencia, para ser generosos con el futuro del país. Lo que se requiere es un ejercicio de generosidad, que ojalá seamos capaces de hacer.
Hay otros temas en los que incide y en los que parece que hay un consenso político: economía verde, regeneración democrática, cambios profundos en el sistema educativo, inversión en capital humano e I+D+i. Son asuntos nucleares en el proyecto de país que plantea con el horizonte del año 2030. ¿No es posible formar un Gobierno de amplio espectro alrededor de todos estos asuntos? ¿No están las izquierdas y el liberalismo clásico perdiéndose en un debate político intrascendente en España?
Más que un Gobierno de amplio espectro, creo en grandes acuerdos. En estrategias consensuadas y de largo alcance que no modifiquen su rumbo cada cuatro años. Luego, el debate mediático y centrado en la anécdota es inevitable y lamentablemente irá a más. El problema de España es que predomina este periodismo. Los grandes acuerdos sobre el modelo de país, de sociedad, están sin resolver mientras estamos perdiendo un tiempo precioso en auténticas nimiedades como los trajes de los Reyes Magos o el tuit que uno escribió hace cuatro años, sin pararnos a establecer los grandes lineamientos que necesitamos. No podemos cambiar cada cuatro años el sistema educativo, el modelo de diálogo social, o el modelo de financiación territorial. Creo que hay mimbres para consensuar cuatro o cinco prioridades en las que los partidos políticos razonables se pongan de acuerdo, trasladando la competencia electoral a cómo llevar a cabo los objetivos, pero no a los objetivos mismos. A mí me tocó vivir un final de legislatura dentro de la Administración y parecía que se acababa el mundo. A mi equipo esto le hacía un poco de gracia porque algunas de las cosas que hicimos tenían un horizonte temporal de diez, doce o incluso cuarenta años. No es razonable que el mundo se acabe cada cuatro años: tenemos que ser capaces de diseñar procesos de gobierno que vayan más allá. Los consensos son imprescindibles pero casan mal con la movilización política que vivimos. ¿Qué sentido tiene aprobar una ley que la oposición ha dicho que tumbará en cuanto pueda? Ninguno.
¿Cuál cree que sería la mejor fórmula política para llevar a cabo estos consensos y las propuestas que plantea en su libro?
No hay una fórmula única. No creo en las fórmulas mágicas. No se trata de esta o aquella coalición de gobierno. Es una actitud ante lo público, ante nuestro futuro compartido. Los cambios no van a ser fáciles, y sólo se verán poco a poco. Al final, cuando mi generación eche la vista atrás, podremos ver la foto completa de lo que hemos logrado. Mientras tanto, creo en la honestidad, la generosidad y en liderazgos capaces de movilizar voluntades sin contar quimeras o sueños particulares. Hacemos política con declaraciones radicales y decisiones tibias. Me gustaría más que hiciéramos política al revés: con discursos moderados y decisiones audaces. Realmente, no sé si es posible con los mimbres que tenemos.
Que la vida iba en serio la izquierda lo empieza a comprender más tarde. El canónico verso de Gil de Biedma bien puede ayudar a resumir el debate del pensamiento progresista en España. Inmersa en cuestiones nominalistas y en chascarrillos de prensa amarilla que pasa por política, la izquierda española...
Autor >
Antonio García Maldonado
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