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Salió la bola del Woflsburgo y segundos después, la mano inocente sacó la del Madrid. Un alarido de júbilo recorrió diferentes hogares y redacciones periodísticas. Reacción típica de quien desconoce que, en el deporte y en la vida, adelantar los éxitos suele ser sinónimo de fracaso seguro. Minutos después, otro grito de alegría se desató, en diferentes casas, oficinas y medios de comunicación, cuando el bombo deparó un Barça-Atlético. Algarabía general, alimentada por un doble ataque de endorfinas: presunto crucero de placer para los blancos, rosario de espinas para sus rivales. Más allá del disparate de las bolas calientes –sospechas habituales en un país de naturaleza conspiranoica--, el aficionado no madridista – exclusiva, también existe y también es de Dios-resopló y procesó una realidad novedosa, digna de estudio: quien no puede celebrar títulos, festeja sorteos. El tiempo dirá para quién fue propicia la suerte. Mientras tanto, con la venia de los que ya se ven en semifinales, convendría poner a enfriar el cava por un motivo: el supuestamente frágil Wolfsburgo, se va a presentar con once jugadores. Y el Atlético, por lo visto, también.
Fue conocer que enfrente estaría Messi y todo lo que eso conlleva, y al pesimismo atávico del colchonero por excelencia, le brotó un ramalazo de fatalidad, agravado por una serie de síntomas negativos. “Premium” y sin gasolina, el Atlético se despeñó en Gijón. Después, la línea Maginot de Simeone, su principal aval, está rota y tres de los cuatro centrales disponibles están lesionados. Otros consideran que eliminar al Barça es una quimera si costó sangre, sudor, lágrimas, prórroga y 16 penaltis echar al PSV. A eso cabe añadir la trayectoria impecable del Barça - casi 40 partidos consecutivos sin perder-, y por supuesto, el historial estadístico de Luis Enrique ante el Atleti, seis partidos, seis victorias. Suficientes motivos, según una inmensa mayoría, para pensar que el cielo, una vez más, acabará desplomándose sobre las cabezas de los atléticos, como sucedía en los tebeos de Astérix y Obélix.
Simeone amortiguó el impacto inicial, rechazó el conformismo y desde el elogio al adversario, invitó a su equipo y sus aficionados a estar a la altura del mejor
Para evitar que el cielo se derrumbe, apareció el de siempre, Simeone. El tipo que heredó una banda y devolvió un campeón, el que aunó esfuerzo y disciplina para articular una alternativa de poder, el técnico al que colocan en cien equipos y sigue sentado en el banquillo del Atlético. Partido a partido, no portada a portada. Salió la bola del Barça y el Cholo, que nació con sangre en el ojo y no cambiaba la camiseta del Atleti con ningún rival porque la suya valía por dos, vertebró un discurso elegante: “Vamos a jugar contra los mejores del mundo. Nada puede despertar más mi ilusión”. Nada que perder, todo por ganar. Un reto mayúsculo, un desafío enorme. Palabra del profeta de una religión que tiene tantos críticos como fieles. Simeone amortiguó el impacto inicial, rechazó el conformismo y desde el elogio al adversario, invitó a su equipo y sus aficionados a estar a la altura del mejor. Cuatro años y cinco títulos después, Simeone y sus chicos se han ganado el derecho a creer, a soñar con alcanzar aquello que otros les dicen que no pueden lograr. Liderazgo en vena. Ante los mejores del mundo, redoble de esfuerzo. Ante el Everest, sudor a golpe de esforzado piolet. Ante la posibilidad que el resto le niega, la capacidad para ilusionarse. Ser del Atlético no es reclamar el derecho a ser mejor, sino a ser diferente. Nada mejor que usar esa condición no como sofá, sino como trampolín.
Quien conoce a los atléticos sabe de su permanente ebullición sentimental y de su capacidad para pasar del cero al cien en un segundo: de la euforia desmedida por una victoria al aroma a fracaso por una derrota. Entre toda esa selva de corazones atléticos refulge Simeone, un pretoriano en la búsqueda de lo que otros dicen que es imposible. El Cholo logró que un equipo que se arrastraba ante un Segunda B en Copa fuera campeón de Liga. Hizo posible que una banda sin confianza jugase una final de Copa de Europa cuarenta años después. Derritió los años de plomo y los convirtió en cinco títulos. Y enterró aquella pancarta de “Se busca rival para derbi decente” para transformarla en la realidad de escuchar a Zidane asegurar que “el objetivo del Madrid en Liga es quedar por delante del Atlético”. Hace cinco años, el Atlético era el Wolfsburgo, ese presunto chollo de los sorteos, esa maría que, cuando salía la bola del Madrid, desataba la algarabía de los seguidores madridistas, fuesen aficionados o trabajasen en medios de comunicación. Hace no tanto, el Atlético era ese Wolfsburgo al uso, esa supuesta perita en dulce que habría dibujado una sonrisa floja en los culés en caso de haberse cruzado con el mejor Barça de la historia. Ya no.
Hoy el Atleti, en el año IV DC -después del Cholo-, ya no es ningún presunto Wolfsburgo. Ya no es un saco de la risa, ni una piñata fláccida, ni un peso paja. Es una china en el zapato. Un hueso duro de roer. Un bloque de hierro sin sentimientos, programado para cualquier guerra. Franklin dijo que, en este mundo, sólo hay dos cosas seguras, la muerte y los impuestos. Desde que llegó el Cholo, los aficionados atléticos y los que no lo son, tienen claro que hay tres cosas seguras: la muerte, los impuestos y que el Atlético del Cholo es más duro que los clavos de un ataúd. Messi lidera una máquina de jugar a fútbol. Simeone, una máquina de trabajar y creer. Merecerá la pena verlo.
Salió la bola del Woflsburgo y segundos después, la mano inocente sacó la del Madrid. Un alarido de júbilo recorrió diferentes hogares y redacciones periodísticas. Reacción típica de quien desconoce que, en el deporte y en la vida, adelantar los éxitos suele ser sinónimo de fracaso seguro. Minutos...
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Rubén Uría
Periodista. Articulista de CTXT y Eurosport, colaborador en BeIN Sports y contertulio en TVE, Teledeporte y Canal 24 Horas. Autor de los libros 'Hombres que pudieron reinar' y 'Atlético: de muerto a campeón'. Su perfil en Twitter alcanza los 100.000 seguidores.
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