Johan Cruyff, durante la final del Mundial 1974, Holanda-Alemania.
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Los héroes de la cultura pop ni viven ni mueren, sino que son eternos. Están, desde mucho antes de su muerte, y hasta la eternidad, en un campo de sueños. Gracias a la memoria asistes, en una suerte de infancia infinita, a ese campo, junto a tu padre y a tu mejor amigo. Allí ves impresionado cómo tus héroes atraviesan los tendones de Héctor para arrastrarlo hasta el campamento aqueo, cómo aciertan una flecha a través de los ojos de multitud de hachas alineadas, cómo marcan, en fin, goles imposibles. La muerte de esos héroes populares, la muerte de Cruyff, impresiona porque delimitan, no ese campo, sino la vida. Delimitan paréntesis importantes de la vida y los llenan de sentidos que no estaban calculados.
El paréntesis iniciado por Cruyff se inicia en la infancia. Todos los niños de clase dibujábamos a Cruyff, un objeto incomprensible fichado por una suma incomprensible. Creo que es cierto afirmar que los miembros de mi generación descubrimos el Barça con Cruyff. Es decir --y esto es un dato importante--, cuando dejó de ser un club perdedor y friki, poblado --imagen fabulosa de Vázquez Montalbán-- por personas, con calcetines a cuadros y olor a anís, que gritaban. Descubrimos que el profe facha odiaba a Cruyff, y que nuestros padres y abuelos, que nunca hablaban de nada que les pudiera identificar, eran, como mínimo, culés. Que el Barça era -otra vez Vázquez Montalbán- el IRA desarmado de Catalunya. La única esperanza en el barrio de ganar a los malos.
Conocíamos a Cruyff de antes de su llegada. Del Holanda-Alemania -el primer partido que recuerdo; el primero que vi entero, sin quedarme ceporro-, una aventura, en la que una selección que practicaba una forma de ballet imaginativo e imprevisto, acababa perdiendo contra una máquina efectiva, brutal, gorda, sin sentimientos ni estética. Sabíamos, por nuestro padres, que esa selección estaba compuesta por un profesional, Cruyff, y por multitud de pollos que eran electricistas y delineantes, que en ocasiones, antes de jugar, dormían unos minutos en el vestuario, fatigados por una dura jornada laboral. Mi padre, un visionario, me explicó, incluso, que algún día el fútbol sería eso. Trabajadores, no profesionales del fútbol, jugando a fútbol. "Pasará lo mismo con la política", me dijo también. No fue, snif, posible.
De pequeño, vi una sola vez a Cruyff. En el campo del Español --era más barato ir allá--. Carezco de recuerdo concreto. Sólo soy consciente de haber visto a Cruyff en todas las partes del campo. Un niño mayor que yo, el escritor mejicano Juan Villoro, estuvo un tiempo en Barcelona en aquella época -por un problema óptico, que solucionó en la Clínica Barraquer, motivo que recoge en su El Disparo de Argón-. Fue al Camp Nou y, años después, me explicó lo mismo de manera más elaborada, certera y adulta: "miraras por donde miraras, allí estaba Cruyff". Era el fútbol total. Esa juerga libertaria y divertida que, me temo, sólo los niños supimos comprender a la primera. Era, básicamente, el fútbol del patio del cole y de la calle, en el que Cruyff --un niño alfeñique, que había aprendido a regatear I+D para evitar los patadones--, había llevado a su Capilla Sixtina. De hecho, Cruyff y su lógica libre acabaron con el lenguaje militar en el fútbol. De manera definitiva en Catalunya, precaria en el resto del Estado. Si querías comprender a Cruyff, de nada servían palabros como vanguardia, retaguardia, furia, valor, o ataque --palabros, por cierto, que aún existen en el periodismo español; en el mundial de Sudáfrica me percaté de que ni uno solo de los periodistas españoles que retrasmitieron aquella selección netamente cruyffista se enteraban de lo que estaba viendo, por lo que no pudieron explicarlo; al final se inventaron el término tiqui-taca para poder decir algo, es decir, nada--. Anyway. El fútbol de Cruyff --astuto, técnico, inteligente--, requería ser leído y encajado. Los segundos en los que lo comprendías eran fantásticos. Los que suspendías el juicio ante la belleza, eran aún mejores.
El patrimonio de Cruyff también fue lingüístico. Consistió en verbalizar el fútbol. El fútbol es algo que, como saben, no sólo sucede en el estadio. Es más, es en el estadio donde sólo se produce lo que explicó Canetti. Es decir, muy poco y, en ocasiones, muy feo. Cruyff inventó palabras perfectas que explicaban esa recepción y presencia cotidiana del fútbol fuera del estadio. Y esa olla de grillos descomunal denominada Barça. Como "entorno", una explicación certera de lo que es el Barça, de lo que le rodea. Sergi Pàmies hizo con Cruyff un libro de entrevistas, en el que aparecería todo su vocabulario en todo su esplendor. Palabras que explicaban unas arrugas en el cerebro únicas. Como "autogestión". Algo que, en el Cruyffismo sucede en el vestuario. Afecta también a los sueldos. Todo el mundo sabe lo que cobra todo el mundo. El mejor, cobra más. El más joven, menos. Algo que se enfrenta a la lectura mediática del fútbol, ese, al parecer, fatalismo en el Barça o el Madrid actuales. Cruyff no sólo fijó el canon del juego del Barça --el mejor equipo del mundo en las últimas décadas--, sino cómo crear un equipo. Se necesitaba al mejor jugador del mundo, los mejores jugadores españoles, los mejores catalanes y --tachán, tachán-- uno o dos vascos. "Los vascos se llevan a todo el equipo a tomar vinos. Y así se crea el equipo".
Era un festival escuchar a Cruyff. Sus palabras iban en línea recta hacia lugares no previstos, como en su día sus piernas y su pelota. Un día conseguí hablar con él de política. Sin mucho interés por su parte. El resultado fue espectacular. "No me interesa la política. Cuando llegué a España, un periodista me preguntó por Tarradellas. Yo pensé que me hablaba de Taradell, un pueblo al lado de mi casa. Le dije, en mi mal castellano, que era un bien pueblo. Al otro día apareció un titular que aseguraba que Cruyff había dicho que Tarradellas era un bien para el pueblo". Hablamos de su percepción, recién venido de Holanda, de una dictadura. "Me sorprendió que las chicas, al contrario que en Holanda, pudieran ir por la calle, a altas horas de la noche, con minifalda, sin que nadie les dijera nada por la calle. Luego comprendí que aquí nadie podía decir nada por la calle". Fabricó una buena definición del franquismo, de alta calidad poética: "En aquella época, la mano estaba en Madrid".
Mientras escribo esto, estoy sonriendo. Espero que usted también. No se puede pedir más al fútbol, esa industria inhumana. Pero también esa cosa que jugabas con amigos, y que interrumpías momentáneamente, para que pasara un coche. Un campo de sueños.
Los héroes de la cultura pop ni viven ni mueren, sino que son eternos. Están, desde mucho antes de su muerte, y hasta la eternidad, en un campo de sueños. Gracias a la memoria asistes, en una suerte de infancia infinita, a ese campo, junto a tu padre y a tu mejor amigo. Allí ves impresionado cómo...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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