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Los intelectuales son un grupo humano paradójico. De entrada, nada les vincula: ni la profesión ni las afinidades. Son de orígenes variopintos e incluso no es raro el enfrentamiento mutuo. Eso sí, se crecen interiormente alimentando un yo, formándose: un refinamiento que les aleja del resto. Se rehacen con nutrientes culturales ajenos que ellos sintetizan con metabolismo erudito; interiorizan experiencias que para la mayoría de los mortales son datos puramente externos.
Nos hacen falta los intelectuales porque tienen cualidades creativas, reflexivas, analíticas, de mucho provecho para la sociedad. Y es en ese interior de cada uno en donde fraguan su expresión pública, sus pronunciamientos.
Son también un grupo raro porque lo que hacen como creadores o como académicos, como virtuosos del arte o de la palabra, les distancia objetivamente de la masa y, sin embargo, esa misma cualidad y esa diferencia imantan, atraen, seducen a amplios sectores de la gente. Se les toma frecuentemente como referentes, como portavoces de ideas necesarias.
Justamente por eso, sabiéndose escuchados, seguidos, aplaudidos, levantan su voz, se pronuncian con mesura o mucho aspaviento, peroran o educan. No sólo de lo que saben, de aquello en lo que son competentes (el verso, el óleo, la ficción, el barro, la instantánea, etcétera), sino también de otras cosas públicas que a muchos interesan y sobre las que ellos creen tener opinión y juicio. O se les exige tener opinión y juicio.
Intervienen en la prensa, se hacen presentes en los medios, denuncian con coraje, aprueban con entusiasmo o tibiamente, condenan con arrojo o con yerro, celebran…, y su imagen se impone más allá de su propia obra. Son conocidos y resultan reconocibles y sus efigies o sus parlamentos son considerados, muy tenidos en cuenta.
Es raro poder escapar del envanecimiento que puede provocar esta capacidad de convocatoria, pues saberse conocidos y apreciados, saber que hay tantos que aguardan tu voz o tu dictamen, encoge el alma o trastorna. Con retórica dolida o expresión sarcástica, con formulaciones sensatísimas o con exclamaciones disparatadas, los intelectuales se hacen leer, se hacen oír o se hacen aplaudir. Por esta circunstancia paradójica –un mundo interno cuyas emanaciones se esperan con unción y fervor–, algunos intelectuales maduran mal, padeciendo frecuentes trastornos narcisistas.
Entre quienes están muy pagados de sí mismos, entre quienes sueñan con la posteridad, no es raro hallar casos de engreimiento fantasioso: gentes que, cuando recuerdan su propia vida, se engañan con sus logros, su identidad y su coherencia. O se juzgan oráculos. Tanto es así, que a muchos habría que enviarlos al diván. Es allí en la soledad incongruente de la existencia en donde deberían examinar sus actos para así abandonar el último rastro de su jactancia. O para así contrastar lo que dicen y lo que verdaderamente hacen.
La sensatez intelectual
Pero hay otros intelectuales que obran con prudencia, con sensatez, que tuvieron juventudes más o menos alocadas y que cuando maduran raramente se equivocan. Para no nombrar de momento a ningún compatriota, mencionaré a Hans Magnus Enzensberger, ejemplo eximio de sensatez individual. Además, este escritor no lo ha tenido fácil, al menos por el país de su procedencia y por la época que le ha tocado vivir: la de la juventud alocada de posguerra. Veamos brevemente el caso.
El interés que despierta la reciente historia alemana no decae. Pasan las décadas, pasan los siglos, y los naturales, los amigos o los antiguos enemigos siguen preocupándose por esa época de crisis: los años treinta y cuarenta del siglo XX.
Un país de gran cultura, de tradiciones remotas, de logros verdaderamente admirables, se pierde: así, de repente, se abandona a la barbarie política. Los intelectuales no fueron dique ni contención: o porque se sumaron a la demencia o porque fueron perseguidos.
Una nación arraigada, de noblezas y de linajes milenarios, de pronto se ve sacudida y degradada por una corte y una cohorte de plebeyos a los que aúpa y sigue. Entre ellos, los intelectuales.
La Gran Guerra y la Revolución de Octubre trastornaron el orden mundial. Sirvieron para movilizar a las muchedumbres, para darles un protagonismo del que carecían. Y sirvieron para provocar reacciones contrarias, de temor, de pánico, ante su irrupción.
Paradójicamente, el fascismo y el nazismo son ambas cosas a la vez. Por un lado, encuadran a la población, a las élites y al pueblo llano, que viven una especie de hermanamiento comunitario. Pero por otro auparon a intelectuales paniaguados y fervorosos.
Ya no hay lucha de clases: la armonía de intereses acaba supuestamente con el conflicto social. Finalmente, el fascismo y el nazismo son diques que contienen por la fuerza la expansión del bolchevismo, que a su vez tiene también una Corte de intelectuales convencidos o cínicos a sueldo.
Ahora bien, dichos ismos son igualmente frenos o encuadra untos de la masificación y de la democratización. Son experimentos antiliberales. La circunstancia era absolutamente nueva y los personajes del drama ignoraban a qué podía conducirles ese trastorno. El resultado –ya lo sabemos– será catastrófico.
En esa coyuntura, lo normal es abandonarse a la violencia, a la hinchazón patriótica, al vocerío intelectual, a la religión política, a la dialéctica amigo-enemigo, tal como defendiera Carl Schmitt.
Lo habitual es dejarse arrastrar por la corriente, aceptando con resignación, incluso con júbilo, la dirección irremediable de las cosas, su destino fatal: el choque fanático y el enfrentamiento ideológico.
Pero hubo gentes que se opusieron a lo presunto, a lo obvio, a lo forzoso. No fueron inevitablemente héroes; tampoco tuvieron necesariamente ideas grandiosas o titánicas. Sin más: el sentido común, la sensatez o la tradición de la que procedían les llevaron a enfrentarse. Con coraje o con sencillez.
¿Un ejemplo? ¿Quieren un ejemplo? Kurt von Hammerstein-Equord (1878-1943), el que fuera jefe del Alto Mando alemán hasta el ascenso de Adolf Hitler. Poco tiempo duró en el cargo tras la llegada del Führer: advirtió pronto lo atroz de sus intenciones, percibió lo demencial de sus objetivos.
Kurt von Hammerstein-Equord no fue un coloso ni un tipo clarividente. Le bastó con aplicar la rectitud moral e intelectual: la responsabilidad a que le obligaba la propia alcurnia. Su familia no le fue a la zaga: tanto los siete hijos como la esposa tuvieron vidas interesantes…, que yo aquí no voy a revelar, vidas que sirven para ejemplificar lo que es la moral y la audacia.
Hace un tiempo, Hans Magnus Enzensberger le dedicó una obra de casi cuatrocientas páginas (en su edición española). Enzensberger es ciertamente Magnus, un ensayista, un intelectual al que lloraremos cuando falte. Es muy rara una página suya que no sea egregia, reflexiva.
El libro dedicado a Kurt von Hammerstein-Equord no es una ficción, pero tampoco es un libro de historia. No es una biografía, pero tampoco es una fábula. Es una investigación documental que contiene fotografías y reproduce testimonios.
También la ha escrito permitiéndose licencias de literato: con conversaciones póstumas o apócrifas, aunque verosímiles; con imaginaciones bien fundadas.
El resultado es una novela familiar y un relato personal… muy convincentes. Esto es, la inspección histórica que un alemán hace del pasado de su patria, tiempo remoto o reciente en que descubre otra vez el valor de la razón y de la prudencia.
En tiempos tenebrosos, con personajes de vuelo gallináceo, conviene recordar a tipos así. A Kurt von Hammerstein-Equord y a Hans Magnus Enzensberger. Éste es un intelectual. A nadie se le ocurría reprocharle desfachatez alguna. Sus errores, que los tuvo, y sus aciertos, que aún lo dignifican, son eso: son vida.
La desfachatez intelectual
He leído de principio a fin, de cabo a rabo, La desfachatez intelectual (2016), de Ignacio Sánchez-Cuenca. La primera impresión me dejó estupefacto. ¿Acaso por la ordinariez del planteamiento o la escasez de argumentos? No, no. Ignacio Sánchez-Cuenca es un acreditado politólogo que conoce su materia. Pero, él me perdonará, en este libro parece ignorar o parece prescindir de la historia de los intelectuales. O, propiamente, como dicen en Estados Unidos, parece desechar la 'historia intelectual'.
Ésta no consiste en espigar declaraciones de escritores, pensadores o publicistas para finalmente arremeter contra su inconsistencia, real o figurada. Consiste en analizar el contexto de producción de la obra y el marco de expresión de la palabra.
Consiste en el examen exhaustivo de los libros, de los textos y paratextos; consiste en el escrutinio de las declaraciones de quienes son calificados o identificados como intelectuales. ¿Para qué? ¿Para llamarlos ignorantes?
Un intelectual es un metomentodo, un señor o una dama de las letras, de las artes, etcétera, que se atreve a elevar su voz frente a lo obvio o lo repetido o lo archisabido. Es alguien picajoso. ¿Puede ser un tipo servil, un rastrero? Por supuesto, la historia contemporánea rebosa de gente indeseable.
¿Imaginan un mundo de expertos en el que sólo éstos hablaran de su materia por ser los únicos estudiosos y autorizados? Sería, además de tedioso, enormemente pobre: empobrecedor. ¿Imaginan un mundo de ignorantes e iletrados opinando sobre cosas abstrusas? Por supuesto al intelectual hay que exigirle hondura, datos, conocimiento, como insiste Sánchez-Cuenca a lo largo de su obra: el saber, el saber a los intelectuales, se lo suponemos.
Pero al experto, al politólogo, al sovietólogo, al historiógrafo, al economista, hay que exigirles claridad, apearse de la jerga abstrusa y, sobre todo, quitarse ese vicio tan común: el creerse científicos. Que nuestros enunciados han de superar las pruebas está fuera de toda duda, pero que nos califiquemos de científicos cuando somos humanistas más o menos refinados... es tontorrón.
Pues bien: los comunicólogos, los sociólogos, los politólogos y algún historiador despistado aún se reclaman científicos. Eso da mucho lustre, mucho prestigio. De ese modo pueden sacudirse la cosa literaria, ese tegumento humanista que nos envuelve. Y de ese modo pueden sentar cátedra de opiniones banales.
¿Imaginan un futuro horripilante de tecnócratas bien informados que hayan olvidado las letras? El mundo es complejo, sometido a la subjetividad, a las conductas en parte imprevisibles de los humanos. O como decía George W. Bush: la guerra --y también la paz -- es un sitio peligroso. No se resuelve con el dictado del experto, ni con la predicción del politólogo o demógrafo, por ejemplo. Por eso, necesitamos una pluralidad de voces cultivadas que con mayor o menor acierto incomoden, gentes bien reconocidas que se atrevan a examinar y a evaluar.
Que quien tenga que opinar o dictaminar ha de documentarse está fuera de toda duda. Como es obvio, hay que ensanchar el marco que circunscribe nuestros pensamientos. Es más, si tenemos un pensamiento original, pero original de verdad, algo que nadie haya dicho antes, es altamente probable que sea una memez. O sea: hay que desconfiar del experto de gabinete que apenas pisa la calle, como hay que desconfiar del humanista que cree tener varias ideas novedosas.
A veces, el problema es una erudición banal que impide reflexiones de mayor hondura o largura. ¿Un literato tiene algo que decir? Por supuesto. Para empezar lo dice bien. Una sintaxis pobretona refleja un pensamiento tosco y hasta una moral descompuesta. Pero, aparte de decirlo bien, ¿la escritura intelectual aporta profundidad?
Lo que sorprende de los expertos es la ceguera, la miopía, de tantos analistas de laboratorio. Hay algo obvio: la vergüenza torera, el pundonor de quien examina y afina, de quien se muestra y se compromete. No podemos pronunciarnos con escasez de conocimientos, con magras experiencias y con fatuidades de científicos duros.
Los intelectuales (humanistas, artistas, etcétera) han cometido grandes irresponsabilidades. Pero los expertos son responsables de enormes atrocidades: han contribuido a la ingeniería social y a la tiranía. Sin duda que hay literatos que han hecho cosas feísimas. ¿Qué cosas? Pues, por ejemplo, sostener ideológicamente dictaduras. Igual que hay científicos de neutralidades presuntamente objetivas y criminales.
Félix de Azúa, de obra escasa y voluntariosa, ha dicho cosas feas y enormidades irresponsables. Fernando Savater se repite perdiendo el vigor de su infancia recuperada. Ha sido un firme y tedioso analista.
Antonio Muñoz Molina tiene estudios: de historia del arte y de periodismo. Se expresa, se compromete, se equivoca, se rehace, se enuncia con la soltura de quien aspira al rigor. Me parece injusto y hasta tosco poner a todos en el mismo sitio. Como hace Ignacio Sánchez-Cuenca. Que el autor ha hecho un rastreo de estupideces y de irresponsabilidades no se lo voy a negar (en el que me podría incluir si yo fuera esa cosa, intelectual).
Pero ha mezclado respuestas con libros, declaraciones con obras, calentamientos de la atmósfera intelectual con razonamientos más o menos atendibles. El propio título es tremendamente injusto y general: La desfachatez intelectual. ¿Y por qué no La desfachatez de los profesores, de los médicos, de los pedagogos, de los historiadores, de los premios Nobel?
¿Quiénes son los intelectuales? ¿Aquellos que cultivan el intelecto, los que se valen de la reflexión, de la cognición? Si ésa fuera la respuesta, entonces todos los seres humanos, salvo grave avería, podrían definirse como tales.
Los individuos no somos mera chiripa existencial: somos herederos de tradiciones milenarias que llegan hasta nosotros y que nos proporcionan los recursos de que servirnos para pensar y actuar, como intelectuales, como filósofos.
Nos abismamos en nuestro propio yo y evaluamos lo que nos pasa o nos concierne empleando las referencias culturales que cada uno tiene, la Enciclopedia que nos constituye (según Umberto Eco).
¿Pero esa circunstancia nos convierte en pensadores? Todos los hombres son intelectuales, decía Antonio Gramsci, aunque no a todos los hombres les corresponda acometer en la sociedad dicha función.
Quienes la desempeñan son aquellas personas que, dotadas de alguna cualidad reconocible, intervienen, denuncian. Son referentes para numerosos seguidores o rivales que aguardan sus pronunciamientos. Estos individuos reverenciados o detestados son creadores: han alcanzado una preeminencia pública por la virtud artística o científica con que están ungidos y, así, filman películas, publican novelas, poemas, estrenan obras dramáticas, investigan.
Su conversión en intelectuales viene después, cuando valiéndose de la celebridad o del reconocimiento se atreven a hablar de cosas que no son de su competencia o de su incumbencia: hacen declaraciones, firman manifiestos, critican decisiones, enjuician a los gobiernos y difunden su palabra, su voz.
O, como dijera Jean-Paul Sartre, el intelectual es un tipo entrometido: alguien que se inmiscuye donde no le llaman, que incordia. El intelectual espera derrocar verdades recibidas y prejuicios heredados, atavismos y políticas que juzga retrógradas.
O, más aún, el intelectual es aquel que abusando de la notoriedad alcanzada sale de su ámbito (la literatura, el arte) para criticar a la sociedad, para reprender a los poderes establecidos, para amonestar a sus contemporáneos.
La celebridad: justamente cuando el creador aprovecha esta circunstancia para examinar el estado de la moral colectiva, cuando el científico se sirve de la fama para interpelar a sus destinatarios, cuando el literato se erige en defensor de una causa, entonces estamos en presencia de intelectuales. Se exhiben ante sus compatriotas y ante el mundo coronados por el prestigio y protegidos por su crédito.
De todo esto habló Jean-Paul Sartre en diversos ensayos que yo leí con unción cuando era un jovencito y que luego releí con resquemor. ¿Un tipo que rechaza el Premio Nobel con gran aspaviento, cuando su aproximación al izquierdismo ya era bien explícita, cuando el tercermundismo ya formaba parte de su penúltimo ideario?
Sartre se halla en su postrera fase, poco antes de que una nueva generación de filósofos e intelectuales (los estructuralistas) espere poder retirarlo del proscenio francés: él es el pensador del compromiso y de la subjetividad, pero ha sido también el compañero de viaje de los estalinistas, alguien que naciendo burgués creyó hacerse por entero con el solo auxilio de su propia reelaboración, con la denuncia y con una palabra prolífica que remienda o reinventa las cosas.
Contradictorio, testarudo, desaliñado o desaseado incluso: Sartre cultivó todos los géneros con urgencia, como ese huérfano que por saberse arrojado al mundo inicia una escritura inacabable para así tapar la soledad, el vacío, el no ser, la finitud, la muerte. Descubrimos tal cosa con Martín Heidegger y así seguimos: arrojados al mundo. Su entierro, la inhumación de Sartre en 1980, fue sin embargo un acto multitudinario. De ese cortejo, de ese velatorio, aún formamos parte.
Y estas palabras que preceden son una requisitoria contra La desfachatez intelectual (2016), de Ignacio Sánchez-Cuenca. A la contra, sí. ¿Alguien se imagina un libro titulado 'La desfachatez académica'? Si es por estupideces, los universitarios podríamos figurar bien colocados en un ranking. Pero yo me sentiría mal. ¿Qué tengo yo que ver con un docente irresponsable? ¿Qué tiene que ver Antonio Muñoz Molina con el último Gustavo Bueno, el energúmeno, o con Arturo Pérez-Reverte, el Hombre? La condición de intelectual y de intelectual letrado no agrava las cosas. Quienes estropean el estado del mundo son aquellos que se expresan irresponsablemente, son aquellos literatos o profesores que lanzan jeremiadas sin distinguir, sin discernir.
Los literatos, dice Ignacio Sánchez-Cuenca, deben informarse y formarse, y deben centrarse en los valores. Sus críticas son válidas no por criterios técnicos, sino por abordar los desarreglos reivindicando los valores. Imaginemos que eso sea exactamente así. Sánchez-Cuenca cita expresamente como ejemplo a Luis García Montero. ¿Sólo él? ¿Sólo García Montero es el ejemplo patrio que puede aportar? Creo que los nombres que Ignacio se atreve a dar son pro domo sua, argumentos ad hominem, de literatos que no le incomodan. ¿Acaso porque son de izquierdas o del mismo grupo editorial? No lo quiero creer. En todo caso habrá dado un despiste.
Permítaseme una confesión. Yo he arremetido por escrito contra las banalidades o barbaridades que Félix de Azúa o Arturo Pérez-Reverte han volcado en la esfera pública en los últimos años. Pienso que su pésimo ejemplo alienta la bronca. ¿Sus jeremiadas son de la misma índole que la del resto de los intelectuales letrados? Hay que refinar, hay que discernir, hay que atajar antes de y antes que atacar. El resto es brocha gorda, trazo grueso. Yo no espero eso de un académico como Ignacio Sánchez-Cuenca, de inspiración analítica, de prosa eficaz.
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Justo Serna es catedrático de la Universidad de Valencia. Está especializado en Historia contemporánea.
Los intelectuales son un grupo humano paradójico. De entrada, nada les vincula: ni la profesión ni las afinidades. Son de orígenes variopintos e incluso no es raro el enfrentamiento mutuo. Eso sí, se crecen interiormente alimentando un yo, formándose: un refinamiento que les aleja del resto. Se rehacen...
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Justo Serna
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