Análisis
Algunas notas sobre la mal llamada Guerra contra el Terrorismo
Zygmunt Bauman 6/04/2016
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¿Ha sido golpeado con éxito el corazón de Europa, como han insinuado tantos líderes de opinión (por ejemplo Rogr Cohen, el admirado y muy leído columnista de The New York Times, en su pieza del 22 de marzo) tras el reciente ataque terrorista contra Bruselas? ¿O debemos condenar y evitar ese simbolismo tan apreciado por los terroristas?
El “corazón” que los terroristas eligen, seleccionan y en el que se desviven por actuar es aquel que está lleno de cámaras de televisión y de corresponsales de prensa, siempre sedientos de nuevas sensaciones chocantes que garanticen altas cuotas de audiencia durante unos días.
Un número de víctimas diez veces más alto, asesinadas en algún lugar situado entre el Trópico de Cáncer y el de Capricornio (como Somalia, Yemen, o Mali) no tienen posibilidad alguna de obtener la amplificación y magnificación que ofrecen los ataques contra Nueva York, Madrid, Londres, París o Bruselas. Es en estos últimos sitios donde los susurros se convierten en poderosos truenos; por un diminuto desembolso –un billete de avión, un Kalashnikov, un primitivo explosivo casero, y las vidas de uno o varios desesperados–, cualquier maquinador en busca de exaltación puede obtener interminables horas, días o semanas gratis en televisión; y, lo más importante, provocar una nueva serie de golpes de los líderes locales a los valores democráticos que deben defender y que los terroristas están decididos a destruir.
Este ha sido el principio fundamental de la estrategia terrorista global desde el principio: dada la mediocridad de sus limitados recursos, cuentan con solicitar/movilizar los ilimitados (por comparación), pero en realidad extremadamente vulnerables y de ninguna manera infinitos, recursos de sus enemigos declarados. Los terroristas aprenden rápida e inteligentemente el arte de sacar beneficios en términos de creciente publicidad y diseminación del miedo haciendo un modesto y decreciente desembolso –apostando sobre el fervor que su adversario está dispuesto a poner a su servicio para lograr que sus juegos, maquinaciones y expectativas se hagan realidad.
Los terroristas consiguen (ay, con nuestra ayuda) que, allá donde descargan su ira, sus efectos reverberen por toda la Unión Europea. Hoy en día, los ataques terroristas son, --irónicamente, podría decirse-- los factores más potentes a la hora de unificar la Unión Europea, que en otros aspectos sigue estando dividida. El miedo, la liberación del siempre creciente volumen de recursos para la construcción de muros y para el mantenimiento de un ejército de órganos de seguridad y de mando cada vez mayor; la compra y la instalación de más y más dispositivos de espionaje obscenamente caros, en una vana esperanza de prevenir el próximo e inminente ataque terrorista: todo esto afecta no solo a los lugares atacados sino también a los puntos más remotos de los países de la Europa de “segunda velocidad”, a los cuales los terroristas --calculando sobriamente las proporciones de los posibles costes y efectos -- no tienen intención de atacar.
En directa contraposición a la infame afirmación de Victor Orban --”Todos los terroristas son inmigrantes”--, prácticamente todos los terroristas que operan en Europa se han criado en Europa. Los más taimados, astutos y malévolos maquinadores que urden, ordenan o solicitan el siguiente ataque terrorista desde la seguridad de sus lejanos países pueden vivir en el extranjero –pero sus soldados de a pie son los jóvenes desfavorecidos, discriminados, humillados, resentidos y vengadores –otra vez, con nuestra directa, o indirecta, deliberada o casi descuidada ayuda-- que se enfrentan a un futuro despojado de proyectos. Mantenerlos en ese estado de privación equivale a metamorfosear los problemas sociales que requieren de políticas sociales en problemas de seguridad que exigen respuestas militares; esta es posiblemente la principal manera que tienen nuestras autoridades de cooperar con los terroristas: siguiendo la regla del ojo por ojo, en vez de posicionarse en un estándar moral más elevado, combinado con una perspectiva radical y de largo plazo, seguimos ampliando el área de reclutamiento que los líderes terroristas están deseosos de utilizar.
No siendo capaz de darles a sus correligionarios vidas llenas de sentido (y nosotros no queriendo, o no sabiendo hacerlo), los fundamentalistas islámicos ofrecen la segunda mejor receta (en cualquier caso putativa) para salvar su dañada dignidad y autoestima: una muerte llena de sentido. Muchos (pero no nos olvidemos, por dar crédito a nuestros vecinos musulmanes, que estos "muchos" eran y siguen siendo una pequeña minoría de musulmanes criados en países europeos) se rinden a la tentación tras haber probado otras vías hacia la dignidad y haberlas encontrado infranqueables.
Demasiado frecuentemente vemos en los titulares de periódicos, en los comentarios de los expertos invitados a estudios de televisión, en los discursos de los grandes líderes políticos que estamos en guerra contra el terrorismo. Pero “guerra contra el terrorismo” no es (por muchas razones que no tenemos tiempo ni sitio de discutir aquí) más que un oxímoron. Si se le aplica a la actual corriente de ataques terroristas y a nuestras respuestas a estos, muchas --a lo mejor, todas-- las metáforas que se refieren a la experiencia bélica son engañosas y dirigen nuestro pensamiento en la dirección equivocada; esconden la verdad de la situación actual en vez de posibilitar su comprensión. En cualquier caso, quienes abusan de las metáforas bélicas en nuestros intentos de cortar las raíces del terrorismo global han sido torpemente aconsejados.
La mayoría de las guerras separan a los combatientes entre ganadores y perdedores, entre triunfadores y derrotados. Por esta razón nuestra batalla contra el terrorismo no se puede clasificar en la categoría de guerra. De esta batalla, ninguna de las partes (excepto, tal vez los productores, vendedores y traficantes de armas) puede salir victoriosa. El comercio global de armas –dejada, en teoría, si no en la práctica, a su libre albedrío, y guiada por la avaricia lucrativa de los mercantes de armas en connivencia con la avidez de los gobiernos por hacer crecer el PIB– ha transformado el planeta en un campo de minas, y sabemos que las explosiones tienen que suceder en un primer movimiento extraño, pero no podemos predecir cuándo ni dónde sucederá esa explosión.
Hay gran cantidad de armas listas para ser usadas con propósitos criminales disponibles (y como Anton Chekhov enseñó a los bisoños dramaturgos realistas: “Si en el primer acto hay un rifle colgado en la pared, debe ser disparado en el tercero”). Al fin y al cabo, la selección del blanco está determinada por el arma disponible. De acuerdo con la lógica inversa de la racionalidad instrumental (“Hazme saber para qué sirve este aparato”, “Puede hacer eso, ¡eso haré!”), las nuevas oportunidades, posibilidades y probabilidades permiten elegir y revaluar el relativo atractivo de los modelos de conducta, y, por delegación, revolucionar las probabilidades de éstas y no de aquellas líneas de conducta que tienden a ser seleccionadas entre las alternativas.
En la escala de nuestro planeta globalizado, el desminado de los campos de minas (o, según ese criterio, la otra idea de la categoría de los castillos en el aire –erigir muros para frenar en seco la entrada de inmigrantes “en nuestros patios traseros”) es una proposición con pocas posibilidades de ser realmente efectiva en un futuro próximo. En comparación, la intención de cortar de raíz el problema –esto es, privar a los amantes del terror y los promotores del lujo de contar con un amplio y nutrido campo de reclutamiento de gente empujada o preparada para manejar las armas con fines perversos–, por fantasioso que pueda parecer, suena mucho más realista.
La única (pero grave) razón para tener miedo es la (con suerte pequeña) posibilidad de que Europa abandone los valores por los que se rige, y que se encorve ante la actitud y el código de conducta de los terroristas –cometiendo de ese modo, por todos los medios y propósitos, su suicido como refugio de la verdad, la moralidad y la belleza, y como cuna de las ideas de libertad, igualdad y fraternidad.
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Este artículo se publicó el 29 de marzo en Social Europe, web amiga de CTXT.
Traducción: Adriana M. Andrade.
¿Ha sido golpeado con éxito el corazón de Europa, como han insinuado tantos líderes de opinión (por ejemplo Rogr Cohen, el admirado y muy leído columnista de The New York Times, en su pieza del 22 de marzo) tras el reciente ataque terrorista contra Bruselas? ¿O debemos condenar y evitar ese simbolismo...
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Zygmunt Bauman
Zygmunt Bauman es profesor emérito de la Universidad de Leeds y uno de los sociólogos europeos más ilustres. Es autor de Modernidad Líquida (Fondo de Cultura Económica, 2002), entre otros
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