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El Diccionario Oxford Abreviado define “seguridad” como “la condición de ser protegido de o no ser expuesto a un peligro”; pero, al mismo tiempo, como “algo que crea seguridad; una protección, guardia, defensa”: esto significa que, como esos términos poco comunes (pero tampoco tan raros) que suponen / dan pistas / sugieren / implican, la seguridad es una unidad orgánica cosida para siempre a la condición de los medios requeridos para alcanzarla (una especie de unidad similar a la que, por ejemplo, sugiere el término "nobleza").
Dado que la condición a la que se refiere el término en particular es apreciada y anhelada de una forma intensa, profunda y hasta incuestionable por la mayoría de los usuarios del lenguaje, la aprobación y la mirada que le confiere el público recae del mismo modo sobre sus agentes o proveedores reconocidos, llamados también “seguridad”. Las herramientas asumen la gloria de la condición y comparten su indiscutible atractivo. Una vez producido este efecto, aparece un patrón de conducta totalmente predecible, como sucede en el ámbito de todos los reflejos condicionados. ¿Te sientes inseguro? Exige mejores servicios de seguridad pública para protegerte y/o compra más dispositivos de seguridad que tengan fama de evitar peligros. O bien: ¿La gente que te eligió para un alto cargo se queja de sentirse insuficientemente segura? Contrata / nombra más agentes de seguridad, permitiéndoles de paso que actúen con mayor libertad si lo consideran necesario –aunque las acciones que decidan llevar a cabo sean indeseables o directamente odiosas y repugnantes.
“Securitización Social”
Desconocido hasta ahora en el discurso sociopolítico, y todavía sin presencia en los diccionarios disponibles en las librerías, el término "securitización" ha aparecido hace poco en los debates con un sentido distinto al de “minimizar riesgos”, y ha sido rápidamente adoptado por el vocabulario mediático y político. Lo que este término importado está llamado a interpretar y explicar es la cada vez más frecuente reclasificación de algo como una instancia de "inseguridad", y enseguida, la transferencia casi automática de ese algo al dominio, la función y la supervisión de las fuerzas de seguridad. Sin ser por supuesto la causa de tal automatismo, la ambigüedad semántica mencionada más arriba lo hace sin duda más fácil.
Los reflejos condicionados pueden prescindir de argumentaciones largas y de persuasiones laboriosas: la autoridad del “das Man” de Heidegger y del “l’on” de Sartre ("así es como se hacen las cosas, ¿no?") los hace tan obvios y evidentes como prácticamente imperceptibles y difícilmente cuestionables. El reflejo condicionado sigue siendo el mismo, segura y cómodamente irreflexivo –siempre a la distancia de seguridad adecuada respecto de los focos de la lógica. Por eso los políticos recurren, con mucho gusto, a la ambigüedad del vocablo: al facilitarles la tarea y asegurarles a priori la aprobación popular, incluso aunque no produzca los efectos prometidos, ayuda a los políticos a convencer a los electores de que se toman sus reclamaciones en serio y de que actúan con presteza para cumplir el supuesto mandato que esas quejas exigen.
Valga un ejemplo –improvisado--, extraído de los recientes titulares de prensa. Según escribía el Huffington Post poco después de los ataques terroristas en París,
El presidente François Hollande declaró el estado de emergencia en Francia y el cierre de fronteras tras el aluvión de ataques del viernes noche en París (…) “Es horrible”, dijo Hollande en un breve comunicado leído en televisión, donde anunció que el consejo de ministros se había cancelado.
“El estado de emergencia será declarado”, dijo. “La segunda medida que se tomará será el cierre de las fronteras”, añadió. “Tenemos que asegurarnos de que nadie entra para cometer ningún ataque, y al mismo tiempo que los que han cometido estos crímenes sean arrestados si intentan salir del país”, añadió.
The Financial Times informó de la misma reacción del presidente bajo un titular sin rodeos: “Holland´s Post-Paris Power Grab” (Hollande agarra el poder tras los ataques de París),
“El presidente Hollande declaró el estado de emergencia inmediatamente después de los ataques del 13 de Noviembre. Esto permitirá a la policía derribar puertas y registrar viviendas sin necesidad de una orden judicial, así como disolver reuniones y asambleas, e imponer toques de queda. La orden también permitirá el despliegue de tropas militares en las calles del país”.
Las visiones de puertas derribadas, de enjambres de policías uniformados disolviendo reuniones y entrando en las casas sin pedir permiso a sus ocupantes, de soldados patrullando las calles a plena luz del día –todo eso crea una impresión poderosa de que la determinación del Gobierno es ir al fondo del asunto, al “corazón del problema” y así aliviar, o directamente eliminar, los dolores de inseguridad que aquejan a sus ciudadanos.
Funciones latentes y manifiestas
Este tipo de declaración de intenciones con resolución es, por usar la memorable diferenciación conceptual de Robert Merton, su función “manifiesta”. Su función “latente” es, en todo caso, casi la opuesta: promover y suavizar el proceso de “securitizar” la plétora de preocupaciones y malestares económicos y sociales de la gente, que nacen del ambiente de inseguridad generado por la fragilidad y desmembración (fissiparousness) de su condición existencial. Las visiones mencionadas más arriba, al fin y al cabo, sirven para garantizar la creación del ambiente de estado de emergencia, del enemigo a las puertas –del país y también de nuestra propia casa, lo que nos sitúa ante un peligro mortal; y sirve también para atrincherar firmemente a los de “arriba” en su papel de escudo providencial, conjurando así el peligro que se cierne sobre todos nosotros.
El hecho de que la función manifiesta de las visiones haya sido puesta en escena con éxito, es, por decirlo suavemente, una cuestión debatible. Pero no hay dudas de que las visiones han sido brillantemente relevadas de su función latente. Los efectos producidos por la exhibición pública de músculo del Jefe del Estado (y a la vez, de los órganos de seguridad que dirige) fueron no solo más veloces sino también más eficaces que todos los intentos previos del presidente, que hasta ese momento era, según las encuestas, el mandatario menos popular de Francia desde 1945.
Poco más de dos semanas después, Natalie Ilsley resumió esos efectos con una frase que lo dijo todo: “Después de París, la popularidad de Hollande alcanza su nivel más alto en tres años”.
"Un sondeo realizado el martes revela una subida de 20 puntos sin precedentes, subiendo hasta un 35% en Diciembre –un nivel que no se había visto desde diciembre de 2012. Según el periódico francés Le Figaro, los resultados del sondeo de la agencia TNS Sofres señalan que un 35% de los franceses confía en Hollande para dar respuesta a los ataques reivindicados por el Estado Islámico, lo que supone una subida de 13 puntos desde agosto. (…) Otro sondeo publicado el martes por Ifop-Fiducial en Paris Match y Sue Radio revelan una subida espectacular del apoyo a Hollande. Según la opinión de 983 ciudadanos franceses, el apoyo a Hollande crece desde el 28% en noviembre al 50% en diciembre.
El sentimiento generalizado de inseguridad vital es un hecho evidente: una auténtica desgracia para nuestra sociedad, que se enorgullece, a través de los labios de sus líderes políticos, de la progresiva desregulación de los mercados laborales y de la flexibilización del empleo, aunque al final sea perjudicial pues acrecienta la fragilidad de la posición social y la inestabilidad de las identidades socialmente reconocidas, así como aumenta de forma imparable el precariado (una nueva categoría social, definida por Guy Standing como las arenas movedizas en las que estamos obligados a movernos).
Contra lo que muchos creen, la inseguridad no es solo un producto para políticos en busca de réditos electorales o para los medios de comunicación que obtienen beneficios emitiendo programas alarmistas; la verdad es que esa inseguridad real, demasiado real, construida alrededor del malestar existencial de cada vez más sectores de la población, es agua bendita para el molino de los políticos. La inseguridad está en el proceso de ser convertida en el sujeto principal –quizá incluso en la razón suprema- que moldea el actual ejercicio del poder.
Los gobiernos siembran ansiedad
Los gobiernos no están interesados en aliviar la ansiedad de los ciudadanos. Están interesados, al revés, en reforzar la ansiedad que producen la incertidumbre por el futuro y el constante y ubicuo sentimiento de inseguridad –demostrando que la raíz de esa inseguridad puede estar anclada a los entornos que ofrecen fotografías de ministros exhibiendo músculo para esconder de nuestra vista que en realidad se sienten sobrepasados por una tarea para la que son demasiados débiles. La securitización es un truco de magia, calculado para lograr justamente ese efecto: consiste en trasladar la ansiedad causada por los problemas que los gobiernos no son capaces de manejar (o que no están dispuestos a intentar manejar) hacia aquellos problemas que permiten a los gobiernos ser vistos, cada día y en millones de pantallas, abordándolos vorazmente y (a veces) con éxito.
En la primera clase de problemas entran factores esenciales para la condición humana, como la disponibilidad de empleos de calidad, la solvencia y estabilidad del estatus social, la protección efectiva contra la degradación social o la impunidad ante las denegaciones de dignidad –todos esos elementos de seguridad y bienestar que los gobiernos, que antes prometían pleno empleo y seguridad social universal, son ahora incapaces de mencionar, por no hablar ya de intentar cumplir.
El segundo tipo de problemas, la lucha contra los terroristas que conspiran contra la seguridad de las personas y sus bienes mas preciados, se adhiere y adapta fácilmente al primer truco: y esto es así en mayor medida porque puede alimentar o sostener la legitimación del poder y el esfuerzo para obtener votos durante un largo periodo de tiempo; después de todo, la victoria final en esa batalla sigue siendo una perspectiva lejana y (altamente) dudosa.
El lacónico pero irresistible eslogan de Viktor Orbán “todos los terroristas son inmigrantes” proporciona la clave más atinada para que la lucha de los gobiernos por su propia supervivencia sea efectiva –y lo es más gracias a la sugerencia implícita y camuflada en la simetría de la conexión (y por tanto en el solapamiento de las dos categorías conectadas). Ese tipo de argumentación desafía la lógica –pero la fe no necesita de lógica para convertir y manipular las mentes; al contrario, su poder gana espacio a medida que la lógica pierde crédito. A los oídos de los gobiernos que quieren vendernos contra todo pronóstico una razón de ser seriamente escorada, casi hundida, (la frase de Orbán) debe sonar como la sirena del barco de salvamento que emerge de la niebla densa e impenetrable que oscurecía el horizonte de la lucha por sobrevivir.
Orban et Orbi
Para el autor de ese eslogan, las ganancias fueron inmediatas y el desembolso se limitó a una valla de cuatro metros de alto y 177 kilómetros de largo en la frontera con Serbia. Cuando, en diciembre, los húngaros respondieron a la encuesta de Medián-HVG sobre las palabras que les vienen a la cabeza al oír el término “miedo”, más gente (el 23%) respondió terrorismo que enfermedad, crimen o pobreza. El sentimiento general de seguridad había caído considerablemente: “Los encuestados indican sus impresiones sobre un número de frases y marcan la intensidad de esos sentimientos en una escala del 0 al 100. Por ejemplo, “los inmigrantes suponen un riesgo para la salud de la población nativa “ (77 sobre 100), “los inmigrantes aumentan sustancialmente el riesgo de un ataque terrorista” (77), “los que cruzan ilegalmente las fronteras tendrán que cumplir una pena de cárcel” (69). La frase “la inmigración puede tener un efecto beneficioso en Hungría porque podría mejorar los problemas demográficos e incrementar la mano de obra” concitó poco entusiasmo (24)”. Como se esperaba, la valla de Orbán resultó enormemente popular. Mientras en septiembre la aprobaba un 68% de la población, ahora “el 87% de la población apoya la solución de Viktor Orbán al problema migratorio” –y por tanto, por delegación, digámoslo claro, al inquietante fantasma de la inseguridad.
Podemos arriesgarnos a aventurar que cuando se pone el foco sobre un adversario especifico, visible y tangible, la intensificación del miedo se hace, de alguna forma, más soportable que los miedos dispersos y nebulosos de origen desconocido. Incluso puede convertirse, perversamente, en una experiencia satisfactoria: una vez hemos decidido que nos ponemos a la tarea, adquirimos, lo queramos o no, un interés particular por su grandiosidad. Cuanto más impresionante e indomable parezca, más orgullosos y halagados tenderemos a sentirnos. Cuanto más poderoso e intrigante el enemigo, más alto el estatus heroico de aquellos que le declaran la guerra. No es coincidencia que una mayoría absoluta de los encuestados húngaros estuviera de acuerdo con esta afirmación: “Algunas fuerzas extranjeras anónimas están detrás de la inmigración masiva”.
Llamar a las armas a una nación contra un enemigo identificado (como sugiere Carl Schmitt) concede una ventaja añadida a los políticos que buscan votos: la intención es despertar la autoestima de la nación y ganarse así la gratitud de la misma –o al menos de la (creciente, o susceptible de crecer) parte de la nación herida por el daño, la erosión o la ruptura de la identificación y el amor propio, y por tanto, conceder una ansiada recompensa (aunque sea pequeña porque es acumulativa y, como tal, despersonalizada) a la pérdida de dignidad personal.
Por último, las políticas de “securitización” ayudan a reprimir nuestros espasmos de consciencia como espectadores de las víctimas; 'adiaforizan' el problema de los emigrantes (los exime, esto es, de evaluación moral), y coloca a esas víctimas, una vez que han sido incluidas ante la opinión publica en la categoría de “potenciales” terroristas, fuera del ámbito de la responsabilidad moral –y por encima del contexto de compasión y el impulso de empatía. Sabiéndolo o no, mucha gente se siente eximida de responsabilidad por el destino de los desdichados, así como del deber moral que de otra forma atormentaría, inevitablemente, a los espectadores. Y mucha gente se siente agradecida, sabiéndolo o no, por ese alivio.
La falsa culpa de las víctimas
Como escribió Christopher Catrambone hace unos días en The Guardian,
“Después de los ataques en París y el alarmismo político que les siguió, hemos empezado, otra vez, a poner en peligro a esas gentes. La tragedia humana de las masas que escapan del terrorismo por el mar se está minimizando con acusaciones vitriólicas, la construcción de muros, y el miedo de que estos refugiados vengan a matarnos. Muchos están simplemente escapando de guerras en Oriente Medio. Pero incluso cuando están atrapados entre el enfado europeo y la violencia que les echó de sus países, los refugiados siguen surcando los peligrosos mares”.
Catrambone no es un alarmista, él conoce el destino de la gente que está en el lado receptor de la securitización mejor que nosotros, ya que es miembro de Moas (Estación de Ayuda en Alta Mar para los Refugiados, por sus siglas en Inglés). Según las estadísticas recopiladas por esta ONG de búsqueda y rescate, “el ahogamiento de hombres, mujeres y niños que escapan de la guerra, de la pobreza y de la opresiónes un hecho diario: desde agosto del 2014, Moas ha rescatado al menos a 12.000 personas del agua”.
Catrambone alerta y proclama:
“La Unión Europea prevé que tres millones de refugiados e inmigrantes llegarán a su territorio hasta el 2017. Esto tendrá un impacto positivo que estimulará la economía. Básicamente esto es por lo que la gente está viniendo, seguirá viniendo y no se le puede impedir que venga a Europa. Buscan las mismas cosas que todos queremos: algo mejor. La realidad es que esta gente contribuirá, y no quitará, nada a nuestra economía. Si, será difícil al principio, pero ellos se están convirtiendo en parte del futuro de Europa, nos guste o no”.
Un comentario más. La “securitización”, además de ser desalmada, insufrible, socialmente ciega, así como carente de fundamento e intencionalmente engañosa, puede ser un arma para los reclutadores de terroristas “genuinos” (tan distintos de los falsamente acusados). “Un nuevo estudio llevado a cabo por la consultoría de inteligencia Soufan Group proporciona el dato de que aproximadamente 5.000 soldados de origen europeo” han sido reclutados por Daesh hasta el momento. Como afirma Pierre Baussand, de Social Platform, “solo dos de los atacantes de París han sido identificados como residentes no europeos. ¿Quiénes son esos jóvenes que dejan Europa para unirse a la cohorte de terroristas y planean volver después de haber recibido entrenamiento terrorista?”.
La respuesta bien argumentada de Baussand es que “la mayoría de los occidentales convertidos al Daesh proceden de situaciones desfavorecidas. Un estudio reciente del Pew Research Center afirma que ‘los millennials europeos han sufrido desproporcionadamente los recientes problemas económicos en sus países […] Frente a este reto, los jóvenes europeos normalmente se consideran víctimas de su destino’. Este desempoderamiento generalizado de la sociedad explica de alguna manera la atracción por el sentimiento de importancia y control que Daesh instila en sus acólitos”. “Más que ceder a lo reaccionario, la retórica desinformada y populista de las organizaciones de extrema derecha afirma que todos los inmigrantes son terroristas”, advierte Baussand, "pero nuestros líderes tienen que (…) rechazar las posturas del ‘nosotros contra ellos’ y la explosión de islamofobia. Esto solo ayuda al Daesh, que usa este tipo de narrativas como arma de reclutamiento.”
Recordándonos que “la exclusión social es el mayor puntal de la radicalización de jóvenes musulmanes en la Unión Europea”, y repitiendo, como Jean-Claude Juncker, que “los que organizan estos ataques y los que los perpetran son exactamente aquellos de los que los refugiados escapan y no al contrario”, Baussand concluye: “Mientras que no hay dudas sobre el papel que la comunidad musulmana debe jugar para erradicar la radicalización, solo el conjunto de la sociedad puede abordar esta amenaza común para todos (…) Más que librar una guerra contra el Daesh en Siria y en Irak, las mayores armas que Occidente puede blandir contra el terrorismo deben ser el gasto social, la inclusión social, y la integración en nuestro territorio”.
Esta es, yo creo, una conclusión que requiere nuestra continua y cercana atención, y una acción urgente –y también determinada.
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Traducción: Adriana M. Andrade.
Este artículo se publicó el 22 de diciembre en Social Europe, con el título Floating Insecurity Searching for an Anchor.
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Autor >
Zygmunt Bauman
Zygmunt Bauman es profesor emérito de la Universidad de Leeds y uno de los sociólogos europeos más ilustres. Es autor de Modernidad Líquida (Fondo de Cultura Económica, 2002), entre otros
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