Historia
Chaves Nogales anduvo y contó
El cronista no tenía bando ni estuvo involucrado en ningunas siglas. Su bandera fue la defensa del Estado de Derecho y las libertades del ser humano
Jesús Alberto Mesas Núñez 8/05/2016
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Decía Pío Baroja que hay dos tipos de periodistas: los de mesa, cuyos zapatos no conocen superficie distinta a la del suelo de su redacción, y los de patas, perpetuamente desposados con salir a la calle en busca de historias. Después han sido muchos los que han sentenciado —no sin falta de juicio— que Manuel Chaves Nogales pertenecía al segundo, y sin embargo, al hacerlo se delatan desconocedores de que el reportero acusaba de “injusta división” el dictamen de su amigo.
El antetítulo es Sevilla. Una parcela en el cementerio de Fulham sin inscripción ni lápida que trasluzca quién se encuentra ahí el colofón; comprendiéndolos, cuarenta y seis años de textos, viajes, desarraigo, conmociones… periodismo.
Es inaudito, pero en este caso también explicable, que una agudeza tan prometedora fuera aislada con tanto empeño hasta perderse en un abandono doloroso. Ha ocurrido siempre en España, “donde todo es ilimitado y desaforado y donde casi nadie sabe su oficio”, que cuando alguien utiliza la cabeza antes que rendirse a los pálpitos urgentes de su corazón, al instante queda vacunado contra el frenesí de los extremismos, pero en contrapartida debe acatar el inevitable castigo de ver cómo su pensamiento y su opinión se convierten en enemigos para ambas causas.
Chaves Nogales no tenía bando ni estuvo involucrado en ningunas siglas. Su bandera fue la defensa del Estado de Derecho y las libertades del ser humano, desde su misión de contrapeso del poder y su posición de “intelectual liberal”, como él mismo se presentaba. Esa postura, la más sensata, también era la más peligrosa. Para la derecha era un rojo detestable y para los comunistas un burgués odioso: “Un hombre como yo, por insignificante que fuese, había contraído méritos bastantes para haber sido fusilado por los unos y por los otros”.
No lo fusilaron pero murió solo y en el extranjero, exiliado y a una inmensidad de su mujer y sus hijos —a la última, Juncal, no la llegó a conocer—. Muy pocos días después, la dictadura lo reprobó a través del Tribunal Especial para la Represión de la Masonería y el Comunismo. Al sepulcro sin honores de Londres se le unió un alud de abandono y desmemoria. El reflujo de nuestras leyendas negras hizo lo demás y tampoco se habrían dado diferencias en esto si los triunfadores hubieran sido otros.
Madrid y la consolidación
Parecía haber nacido periodista y acaso la genética jugó en su favor porque su padre y su tío materno lo eran. Fue precoz. De adolescente ya estaba interesado en la profesión y con dieciocho años, El Liberal y El Noticiero Sevillano asilaron el bautizo de sus primeras firmas. Con veintitrés y en puertas de su partida a Madrid participó en la fundación del diario La voz de Córdoba y casi de corrido alumbró su primer producto periodístico de envergadura: La ciudad (1921; Almuzara, 2011, Córdoba). Un ensayo en tres partes, de corte costumbrista pero con profundidad y lejos de los sitios comunes, sobre el lugar en el que había vivido hasta entonces y un documento en el que su talento literario se ahorquilla entre la oda leal a Sevilla y la crítica aguzada a los sevillanos.
Chaves Nogales poseía una capacidad natural para leer las circunstancias y sus posibles secuelas mientras sucedían. Lo veía claro, era lucidísimo. Anotaba rápido y analizaba con precisión lo que sobrevenía en el mundo, como en una rueda de prensa de los acontecimientos. Siempre con imparcialidad. Con rigor. Jamás se le infectó la escritura de doctrinas ni argumentarios políticos. Sólo tuvo filiación con el periodismo y su lealtad únicamente respondía ante sí mismo y los lectores.
Sin embargo la independencia profesional no le entrañó falta alguna de compromiso. Los principios de igualdad, progreso, libertad y democracia se perpetuaron, le formaron un vigoroso cimiento moral que trascendía los lugares y eventualidades a los que asistió.
Sus textos no sólo son el certificado penetrante de uno de los episodios más negros de nuestras efemérides, también dejan constancia de todo lo que da de sí la primera mitad del siglo XX. Viajó. Mucho. Recorrió toda Europa interpretando por escrito “el panorama espiritual de las tierras que he cruzado, montado en un avión” y las crónicas de esa peripecia, como las de su periplo por el norte de África, salieron en Ahora con el vigor de una novela de aventuras.
También habló, libreta en mano o mediante la formalidad de una entrevista, con numerosas figuras relevantes de su tiempo. Goebbels, “ridículo, grotesco; con su gabardinita y su pata torcida”, el sultán azul en Ifni —cerúleo por desteñírseles en la piel los malos tintes de sus ropas—, el primer ministro británico Winston Churchill o el presidente Manuel Azaña se le sentaron enfrente. Él era el alambique de cuanto tenían que decir; la herramienta perfecta, pivotante y transmisora entre realidad y audiencia.
Supo obtener provecho de escuchar, el juicio analítico inveterado y una portentosa clarividencia para augurar lo que iba a ocurrir. Acertó en casi todo, desde las nefastas consecuencias que tendrían para Europa el auge de los totalitarismos —sobre todo el fascista— a principios de los años treinta, hasta el erial de miseria y desigualdad en que se convertiría nuestro país después de la Guerra Civil, ganase quien ganase.
Una forma de contar innovadora
Ese “nuevo periodismo” donde la manera de contar agarra por la pechera al qué se cuenta, el informador se disuelve en la información conquistando de primera persona su perspectiva de tercera, invadiendo silenciosamente la vida de los protagonistas y cuyo invento se le concede con tantos galones a Truman Capote, Hunter S. Thompson o Tom Wolfe —virtuosos sin ninguna excusa— ya lo había explorado Chaves Nogales décadas antes. Era habitual que en su narración saliera sigiloso por un lateral del escenario, se situase detrás de la cámara y observara desde ahí la historia contada por sus personajes. “Cuento lo que he visto y lo que he vivido más fielmente de lo que yo quisiera”, proclamó implicado en los vértices del trastorno de guerras y pronunciamientos, como un aedo moderno y con un estilo de cronista de lo anómalo que prueba su sagacidad atemporal.
El paradigma del protagonista haciendo de involuntario confidente y el suceso histórico como leitmotiv es El maestro Juan Martínez que estaba allí (1934; Libros del Asteroide, 2007, Barcelona). En el libro, al bailaor flamenco burgalés lo sorprende el conflicto entre zaristas —rojos— y bolcheviques —blancos— en el prólogo de la URSS, recién pasada la revolución de octubre.
No se sabe con certeza si Juan Martínez conoció a Chaves en París y allí le contó sus correrías o el danzarín es el compendio retórico del testimonio de personas reales que el autor acopió durante sus viajes. No importa. El maestro ve cómo después de la tiranía de los zares, la utopía comunista del buen orden social voceada por Lenin sólo era eso, una quimera desmitificada de suprema violencia; blancos y rojos infligiéndose crueldad saturados de odio: “La guerra civil daba un mismo tono a los dos ejércitos en lucha, y al final unos y otros eran igualmente ladrones y asesinos; los rojos asesinaban y robaban a los burgueses, y los blancos asesinaban a los obreros y robaban a los judíos”. Rusia, donde ocurrió aquello, se pudo sustituir luego por Alemania sin otro reemplazo que comunismo por nacionalsocialismo. Ninguna otra alteración. Él lo sabía.
La única concesión de la exactitud periodística la hizo con Juan Belmonte, matador de toros; su vida y sus hazañas (1935; Renacimiento, 2013, Sevilla) para cuya lectura la afición a la lidia es algo tan irrelevante como supletorio y Chaves Nogales demuestra que tampoco hace falta ser experto en tauromaquia —él mismo no lo era e incluso le dedicaba reticencias— para escribir con calidad sobre un torero y sus contornos.
La biografía no va de eso y desde luego lo que menos importa es que el retratado sea matador de toros. Es el estrato más terreno e individual lo que centra el autor. Belmonte sólo ha sido y es él, junto a la inmediata subjetividad de su cosmogonía, desde la página de origen hasta la de cierre. Nada más.
El relato describe primero al Juan Belmonte de la calamidad, el leer tardío y el aprender mirando. “Más 'cornás' da el hambre”, dijo otro de su cofradía que como él, burló las cancelas de los corrales para jugarse de noche y sin consentimiento el malvivir del resto del día. Después llega el héroe de masas, la amistad con los literatos y las disyuntivas existenciales.
La revista 'Estampa' publicó por entregas —más de veinte en varios meses— el perfil que notables escritores han estimado después uno de los mejores libros en castellano del siglo XX. El éxito fue categórico y a la vida del Pasmo de Triana sólo le ocupó dos años planear sobre el Atlántico, primero hasta la revista literaria The Atlantic Monthly de Boston y luego siendo compilada en formato libro por una editorial británica en Toronto.
La obra también tuvo un reconocimiento especial durante la dictadura aunque por otras razones. El veto que el franquismo cernió sobre toda la creación del periodista por percibirla subversiva y peligrosa, tuvo desde el final de la guerra civil una única excepción. En 1970 la editorial Alianza reimprimió en Madrid la historia del renombrado espada, algo que a todas luces corresponde con la maniobra de la censura más superficial e ignorante, convencida de que editar las hazañas de un torero no haría sino reforzar los valores nacionalcatólicos del régimen.
El alto precio de la independencia
Prosperó el 18 de julio y una herida de muerte partió España en dos. Cualquier acción de grupo se ensuciaba al momento de intención política la tuviera o no y la polarización medró consiguiendo que abstraerse fuera un ejercicio de autocontrol prácticamente irrealizable. Sin embargo existió, si bien muy pequeño, un grupo de no alineados, de adscritos a la “tercera España” que acuñó Salvador de Madariaga —otro de los pocos eclécticos—, quienes desde la moderación y resultándoles inadmisible la guerra, demandaron a unos políticos pusilánimes y unos militares enfermos de inquina diálogo, consenso y altura de patria para dar arreglo a los problemas que los bombardeos no hacían sino recrudecer.
Desde el editorial de Ahora Chaves apeló a la razón, escandalizado por la inmediatez de la masacre que intuía. Porque “hasta ahora no se ha descubierto una fórmula de convivencia humana superior al diálogo”, pensaba. No sirvió para nada.
Poco después un Consejo Obrero incautó el periódico. El “camarada director” dejó de tomar decisiones y se esfumaron la independencia y la calidad de contenido que tanto éxito de ventas le había reportado a la cabecera para ser un simple órgano de propaganda: “Me puse al servicio de los obreros, siendo leal con ellos y conmigo mismo. [...] Hombro a hombro con los revolucionarios, yo, que no lo era, luché contra el fascismo con el arma de mi oficio”.
En las narraciones noveladas de A sangre y fuego. Héroes, Bestias y Mártires de España. Nueve novelas cortas de la guerra civil y la revolución (1937; Austral, 2009, Madrid), Chaves Nogales deserta del maniqueísmo de vencedores y vencidos para tocar la carne viva de lo humano, precisando con breves historias el martirio de una guerra durante la que los roles de bellacos y hostigados a menudo se confunden. Empotrado en el ejército republicano recogió el material de este compendio que, culminado y enviado desde Francia, la recién nacida revista mejicana Sucesos para todos hizo público.
El prólogo es durísimo y el resto impecable. Otra vez la autenticidad se impone a cualquier apasionamiento y tan asoladora es la crítica al páramo dictatorial que quienes acaudillaban al ejército sublevado querían para España, como a las brutalidades perpetradas por algunos grupúsculos revueltos en la amalgama desorganizada de las milicias. Estar en medio de todo eso sin decantarse tenía un coste muy alto: “Se paga caro, desde luego. El precio, hoy por hoy es la Patria”.
Y con la Patria pagó aunque no fue de los primeros. Chaves Nogales aguantó en Madrid hasta que el Gobierno de Largo Caballero se trasladó a Valencia. El autor vio en ese gesto la traición a la República y fue el catalizador que lo llevó a él también a irse de la ciudad. O eso cuenta oficialmente porque, pese a no haber pruebas concluyentes que lo sustenten, es muy probable que Chaves permaneciera en Madrid y muy cerca del general Miaja, escribiendo sobre la resistencia: “El poder que el gobierno legítimo dejaba abandonado en las trincheras de los arrabales de Madrid lo recogieron los hombres que se quedaron defendiendo heroicamente aquellas trincheras”. Miaja, salvando las distancias, era bastante parecido a él. Un hombre seguro, de principios muy asentados y cuyo compromiso con la República era motivación suficiente para mantenerse en su puesto, por muy estentórea que fuese la sensación de estar todo perdido.
De lo reunido esos días brotó en 1938, ya reflexionados en el extranjero, la serie de artículos Los secretos de la defensa de Madrid (1938; Renacimiento, 2011, Sevilla), que como un folletín aparecieron también en 'Sucesos para todos' consecutivamente en dieciséis episodios. La revista actuó como el único salvoconducto en español que los difundía, pero de nuevo hubo resonancia internacional y un mes después y por doce días, la cabecera inglesa The Evening Standard editó traducida The Defence of Madrid.
El exilio lo agració con una óptica menos visceral para hablar de la guerra civil. No obstante, la poca distancia temporal respecto a los episodios equilibra la lejanía física y la magnitud de su narrativa tachona las crónicas de testimonio directo, omnisciente, como vivido en la plena hostilidad del combate.
No hace loas. Está engastado en una barbarie donde ninguna opción es mejor que la otra y lo deja claro al referir su marcha de la ciudad: “Tanto o más miedo tenía a la barbarie de los moros, los bandidos del Tercio y los asesinos de la Falange, que a los analfabetos anarquistas o comunistas”.
Insegura París
Su familia lo esperaba en Barcelona. Cruzaron la frontera francesa. Eran refugiados. Una casita en el barrio parisiense de Montrouge fue el sustrato en el que sus raíces, arrancadas de mala manera, debían agarrar. No quedaba otra. Chaves retomó su trabajo con el ánimo derruido en la metrópoli de los poetas malditos, con la marginalidad de un bohemio pero despojado de toda pose artística. Empezó prácticamente de cero, casi como un principiante, haciendo colaboraciones y artículos —esencialmente para medios de Latinoamérica— e intentando dirigir la atención de otros países hacia el espanto que estaba padeciendo el suyo.
El avance nazi por Europa ya era vertiginoso en 1940 y cuando ocuparon Francia, Chaves Nogales supo que volvía a estar en peligro. Siete años atrás, en 1933, viajó a la Alemania donde Hitler acababa de secuestrar el poder, para conocer y escribir sobre las particularidades del novedoso gobierno nacionalsocialista. Se quedó alarmado. Lo sobrecogió ver cómo en un país asfixiado por el desempleo y la inflación, la arenga populista de los nazis horadaba tan fácilmente la voluntad de los alemanes. Nuevamente miró la situación con una perspicacia contundente: “La guerra; Alemania va a hacer la guerra”.
Antes de irse encomendó a su hija mayor Pilar, que quemara todos los libros y papeles de su despacho: “Van a venir los alemanes buscándome y no deben encontrar nada aquí”. A los quince días acudió la Gestapo y no, no encontraron nada.
Los suyos regresaron a El Ronquillo (Sevilla) esperanzados en que el tiempo lo devolviese todo a la normalidad. Él arribó a Londres, moviéndose por la “parte habitable de mundo” que le quedaba. Almacenó la travesía por mar y su estupefacción por lo que acababa de pasar en La agonía de Francia (1941; Libros del Asteroide, 2010 Barcelona), un ensayo abrumador que explica las causas de la invasión alemana y una crítica punzante al avejentado ejército y la docilidad de la sociedad para afrontarla: “El viejo y acendrado amor que profesábamos a Francia no podrá en mucho tiempo vencer el dolor de la traición que se ha hecho a sí misma y al mundo que creía en ella”. Ya había perdido dos patrias.
Londres y la calle de la prensa
Siempre admiró Inglaterra. Le gustaba la solemnidad de su organización política, el acervo cultural, la forma en la que se elaboraba información y cómo se consumía. Allí le acometieron la estrechez económica, la melancolía, la enfermedad… pero prosperó. Fundó la 'Atlantic Pacific Press Agency' en Fleet Street, la calle epicentro de la prensa en Londres, desde donde divulgaba noticias principalmente para Hispanoamérica y al servicio de medios tan acreditados como el Evening Standard o la BBC ganó prestigio. En este período se le colige un crecimiento profesional enorme, a pesar de la distancia y el hecho de que estar en un país extranjero era entonces para él la única premisa que le garantizaba la supervivencia.
Las complicaciones derivadas de una operación de peritonitis lo doblegaron el 8 de mayo de 1944. Unos días antes, barruntando lo peor le dijo a su compañero Antonio Soto: “Es horrible. Llevo ocho años esperando ver cómo vencen al fascismo y me voy a morir precisamente en el momento en que los Aliados van a invadir Europa libertándola de sus opresores”. En efecto, quedaba un mes para el desembarco de Normandía.
A Manuel Chaves Nogales le habría resultado mucho más asequible y menos perturbador abandonar después de los primeros embates, agazaparse, dejarse silenciar; pero en el balance final de la historia figuraría en el haber de los vulgares y no en el de la excelencia. “Andar y contar es mi oficio”, decía, y con ese insuperable aforismo extractaba su trabajo y lo que en todo momento debió ser el periodismo: acudir, vivirlo y contarlo con los ojos, la boca y la literatura de quien no está pervertido por la pulsión inmediata de los prejuicios ni el veneno reposado de las ideologías.
Decía Pío Baroja que hay dos tipos de periodistas: los de mesa, cuyos zapatos no conocen superficie distinta a la del suelo de su redacción, y los de patas, perpetuamente desposados con salir a la calle en busca de historias. Después han sido muchos los que han sentenciado —no sin falta de juicio— que Manuel...
Autor >
Jesús Alberto Mesas Núñez
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