Adelanto editorial
Viajes por la dolarocracia
CTXT adelanta el prólogo de 'Off the road': las crónicas de viajes del periodista Andy Robinson por EE.UU.
A.R. 18/05/2016
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Dave Gochis, climatólogo del Centro Nacional de Investigación Atmosférica de Boulder, en Colorado, hizo un largo silencio mientras contemplábamos las Rocosas sin nieve, visibles desde la ventana de su despacho. Luego, con una sonrisa algo forzada, como aquella de John Denver cuando cantaba Rocky Mountain High, añadió: "El coche se dirige directo al precipicio… ya veremos si frenamos a tiempo".
Era verano de 2014 y, tras haber recorrido más de cinco mil kilómetros por carreteras estadounidenses, desde Montana a la frontera con México, desde Nueva York a Las Vegas y desde San Luis a Miami, aquella advertencia no me resultaba ni melodramática ni catastrofista, sino una simple constatación de la realidad.
Gochis, tal y como mandaba su oficio, se refería al desastre del cambio climático que ya se anunciaba con la sequía que, ese mismo verano, había forzado a las autoridades de Los Ángeles a imponer restricciones en el consumo de agua. Sin embargo, durante aquellos viajes, yo había visto precipicios en cada carretera. Tantos que, en algún momento de mi periplo, llegué a preguntarme si me había contagiado de la paranoia apocalíptica de Hunter S. Thompson, gran pluma de la contracultura tardía y autor de Miedo y asco en Las Vegas, cuyo periodismo gonzo yo pretendía emular en este libro. Contemplando desde mi coche las ciudades divididas; de un lado, las urbanizaciones de enormes McMansiones, y del otro, las destartaladas viviendas embargadas con letreros que rezaban: "Propiedad del banco", podía presentir también otro desastre, el socio-económico. Estados Unidos, a fin de cuentas, era el cuarto país más desigual del mundo, sólo superado por Rusia, Ucrania y el Líbano. Su élite económica se había apoderado del noventa por ciento de la renta creada desde la gran crisis de 2008, mientras los salarios del resto de la población caían y millones de personas perdían su hogar. El patrimonio de los diez hombres más ricos del país —desde los multimillonarios imberbes de Silicon Valley hasta los maquiavélicos magnates del petróleo, los hermanos Koch— rebasaba al de la otra mitad de la población. Al mismo tiempo, las emisiones de CO2 por habitante eran de las más altas del planeta, en un país cuyo sueño de prosperidad había sido diseñado en los laboratorios de ingeniería social de la General Motors y la Exxon. El poder absoluto de una élite corrompida elevaba aún más mi sensación de catástrofe inminente. La democracia estadounidense, tan admirada por el escritor francés Alexis de Tocqueville durante sus viajes transatlánticos del siglo XIX, había sido secuestrada por una nueva oligarquía. Y los plutócratas del siglo XXI eran expertos en movilizar sus fortunas para amañar el sistema. No era una casualidad que la palabra rigged [tongo] se hubiera repetido tanto en mis conversaciones por la América interior. Gracias a una decisión del Tribunal Supremo tomada en 2010 y conocida como la Citizens United, la élite de Wall Street y Silicon Valley podía canalizar millones de dólares a sus candidatos preferidos en las elecciones legislativas y presidenciales sin tener que hacerlo público. Un dinero de origen incierto que venía a reforzar un sistema donde la corrupción era ya endémica y, encima, legal. El grupo de presión Americans for Prosperity había recibido donativos multimillonarios de los hermanos Koch para financiar la creación del Tea Party, un movimiento de la derecha histérica y populista que logró frustrar hasta los más tímidos intentos de Barack Obama por implementar políticas progresistas. Sheldon Adelson, el magnate de Las Vegas que estuvo a punto de exportar su modelo de capitalismo de casino a España en el descabellado proyecto de Eurovegas, se atrevía incluso a celebrar concursos en el desierto para seleccionar al candidato republicano que se beneficiaría de sus cientos de millones de dólares en donativos, algo que ya era imprescindible para aspirar a ser presidente en la tierra de las oportunidades. Aunque lo cierto es que la compra de la democracia no era monopolio de los republicanos; el fondo multimillonario de la campaña de Hillary Clinton, candidata predilecta del establishment demócrata para las presidenciales del 2016, se financiaba con donativos que proveían las entidades con sede en Wall Street.
Los plutócratas del siglo XXI eran expertos en movilizar sus fortunas para amañar el sistema. No era una casualidad que la palabra rigged [tongo] se hubiera repetido tanto en mis conversaciones por la América interior.
Mientras tanto, los lobbies corporativos se empleaban a fondo para quedarse con los miles de millones del presupuesto federal que se destinaba a las respectivas guerras contra el terror, contra la droga y contra otros enemigos más o menos fantasmales. Sin ir más lejos, en mis viajes por el sudoeste fui testigo de las locuras strangeloveianas de una superpotencia en declive pero aún capacitada para librar guerras con drones en Oriente Próximo desde sus bases aéreas en el desierto atómico de Nevada, generando excelentes negocios para General Atomic, Boeing o Northrop Grumman. O para dedicar miles de millones de dólares a la militarización de su frontera con México. Más que la democracia igualitaria que Tocqueville elogió en su obra De la democracia en América, en mis viajes descubrí el paisaje accidentado de una nueva dolarocracia en la que el dinero de la élite compraba el poder político. Esa dolarocracia estaba liderada por un triunvirato formado por lobbies empresariales, medios de comunicación sesgados por los intereses de sus propietarios y políticos financiados directamente por la élite millonaria (o, en el caso de Donald Trump, integrante de ella). "Las elecciones democráticas han sido aprehendidas por corporaciones gigantescas, donantes multimillonarios, consultores políticos con ánimo de lucro, medios de comunicación corporativos, think tanks y opinadores a sueldo del poder", me afirmó Bob McChesney, autor del libro Dollarocracy [1], en una conversación mantenida durante las legislativas de 2014, unas elecciones en las que los candidatos habían desembolsado nada menos que 4.000 millones de dólares, principalmente en el millón de anuncios emitidos durante la campaña, la mayoría de ellos más afines al espíritu de Goebbels que al de Thomas Jefferson.
Ese régimen del Big Money no tenía ni tan siquiera un instinto de supervivencia a largo plazo. Nadie en aquella plutocracia había aprendido las lecciones del cataclismo financiero de 2008 y del colapso de la economía global que este había desencadenado. La legislación de Obama para prevenir otra crisis había sido mutilada por las pirañas lobistas de Wall Street. Los bancos eran ya más grandes que en los días anteriores a la crisis y volvieron a idearse nuevos y delirantes instrumentos financieros como aquellos que ya habían dinamitado el sistema en 2008. Como en la película La gran apuesta, cualquier final feliz que yo escribiera para esta historia de la poscrisis en Estados Unidos tendría que ser acompañado de un epílogo más ajustado a la inapelable realidad: la plutocracia había vuelto a sus andadas pese al desastre y al sufrimiento que su gestión había causado
Más que la democracia igualitaria que Tocqueville elogió en su obra De la democracia en América, en mis viajes descubrí el paisaje accidentado de una nueva dolarocracia en la que el dinero de la élite compraba el poder político
Tampoco se habían aprendido las lecciones de la sucesión de sequías, huracanes e inundaciones que asolaban, cada vez con mayor frecuencia, grandes partes del país. El Congreso, dominado por republicanos financiados por los intereses de la industria de los combustibles fósiles, todavía negaba la existencia de un cambio climático antropogénico y bloqueaba toda la legislación diseñada para prevenirlo.
Lo dicho, conforme avanzaba en mi periplo estadounidense, mayores eran las grietas que se divisaban a ambos lados de la carretera. Y tardaría mucho en vislumbrar en el horizonte la posibilidad de una alternativa. Lo más preocupante era que, con cada viaje, me quedaba aún más claro que Estados Unidos marcaba las pautas ideológicas que seguía el resto del mundo. Pese a que el rol de superpotencia geopolítica y gendarme mundial estaba ya muy mermado, algo de lo que se lamentaban cada noche en las tertulias furibundas de la Fox, el mundo aún se construía a imagen y semejanza de la dolarocracia estadounidense. Cuando Jack Kerouac escribió On the Road, su crónica beatnik precursora de una nueva rebeldía juvenil y de la contracultura de los sesenta, el mundo entero observaba a Estados Unidos como el referente de una vida moderna y prometedora. Pero en el siglo XXI, Off the Road —al margen del camino— parecía el título más indicado para quienes buscaban su futuro en el modelo estadounidense.
Off the Road describía, además, otra faceta de mis crónicas. Los viajes me llevarían a paraderos muy alejados de las rutas recorridas habitualmente por los medios de comunicación. Aunque no siempre pude evitarlo, y en alguna que otra ocasión me tocó coincidir con el esperpéntico circo mediático. A lo largo de este recorrido contemplé incrédulo los delirios megalómanos que brotaban en medio del desierto. Como The Venetian, el rascacielos con hotel y casino de Sheldon Adelson, que, en un triunfo del marketing ecológico más disparatado, había logrado salir en los titulares de distintos medios como un ejemplo de arquitectura sostenible. O como Phoenix, la temeraria megalópolis de chalés y campos de golf situada en pleno páramo de Arizona. Había cruzado ciudades con una extrema desigualdad social y económica, como Ferguson, en San Luis, escenario del estallido de los disturbios contra la injusticia racial y la militarización de la policía. Y como Detroit, donde recorrí las ruinas de su glorioso pasado industrial y los iconos de ese nuevo marketing poscrisis auspiciado por especuladores empeñados en expulsar de la ciudad a los afroamericanos.
Tras haber escrito sobre la plutocracia aficionada al esquí y al secreto bancario en mi libro sobre el foro de Davos, Un reportero en la montaña mágica, volví a toparme con estos supuestos amos del universo en la estación de Aspen, en las Rocosas. Ello me permitió pasear frente a las tres mansiones de los hermanos Koch, o frente a la del nuevo magnate de la era digital, Jeff Bezos, de Amazon, los dos extremos de la oligarquía estadounidense. Gracias a la reciente legalización de la marihuana en Colorado, incluso había en Aspen dispensarios de lujo, las "tiendas Prada del porro", en palabras de uno de sus relaciones públicas. Y 600 kilómetros más al sur, recorrí la pobreza urbana que poblaba Albuquerque, tierra de drogas duras y de la serie Breaking Bad, un lugar donde los francotiradores de la policía mataban impunemente a drogadictos e indigentes. Seguí hasta las ciudades fronterizas de Nogales y Tucson, separadas hoy por un complejo industrial de seguridad y cárceles abastecidas por una oferta inagotable de inmigrantes en vías de deportación. O El Paso, la ciudad más pacífica de Estados Unidos, situada a un tiro de piedra de Ciudad Juárez, el frente más violento de la guerra contra el narcotráfico. La desigualdad extrema, el racismo institucional y la guerra contra la droga eran los elementos que nutrían de reclusos a un país que ya contaba con más presos que todos los que habían pasado por los gulags de Stalin. Uno de cada cuatro afroamericanos que nacían hoy acabaría por pasarse un tiempo entre rejas y privado así, en la mayoría de casos, de su derecho al voto.
La desigualdad extrema, el racismo institucional y la guerra contra la droga eran los elementos que nutrían de reclusos a un país que ya contaba con más presos que todos los que habían pasado por los gulags de Stalin
La dolarocracia había logrado lo nunca visto, rentabilizar el encarcelamiento masivo, puesto que cada vez más cárceles pertenecían a grandes corporaciones privadas que cotizaban en Bolsa. Animadas por sus inversores en Wall Street, estas presionaban en Washington para que se aplicaran medidas más duras contra los afroamericanos con marihuana en su bolsillo y contra los mexicanos sin papeles.
Me volví a topar con estos contrastes en otras ciudades más emblemáticas de aquello que antaño se conocía por la tierra de las oportunidades. En San Francisco y Nueva York, las metrópolis más desiguales del mundo, la implacable revalorización inmobiliaria y la nueva burbuja tecnológica habían expulsado a todos menos a la élite global y a los nuevos ricos de Twitter o Facebook. Mientras los algoritmos, los robots y los jóvenes recién llegados desplazaban de sus puestos de trabajo a segmentos cada vez más grandes de la población, la gentrificación [2] los desplazaba fuera de su ciudad. Al mismo tiempo que los inversores de capital riesgo y de fondos especulativos de Silicon Valley y Wall Street invertían millones en biotecnología y genética en busca de la vida eterna, la esperanza de vida de los trabajadores con rentas más bajas en Estados Unidos había caído por primera vez en la historia moderna, triplicando la brecha de longevidad entre ricos y pobres. Las dos ciudades paradigmáticas del optimismo que caracterizaba Estados Unidos a principios del siglo XX padecían además grandes problemas de índole climática. San Francisco, asolado por una sequía que había convertido los jardines de la Universidad de Stanford en un yermo de color ocre; y Nueva York, todavía conmocionada tras las inundaciones ocasionadas por el huracán Sandy. En Miami, una ciudad que durante los años de desesperación tras la crisis española llegó a convertirse en el modelo a seguir para los gobernantes de Barcelona, sólo el peligro de huracanes impedía que se afianzara una gentrificación que venía impulsada por inversores inmobiliarios, marcas de lujo y coleccionistas de arte contemporáneo.
En realidad, tal y como explicaba Naomi Klein en su libro Esto lo cambia todo [3], esos dos precipicios, el medioambiental y el económico, eran el mismo. La incapacidad de Estados Unidos para hacer frente a la amenaza existencial del cambio climático se debía, precisamente, a su fundamentalismo de mercado, ciego ante la catástrofe que se avecinaba. "Mucho se ha escrito sobre los costes reales de tales políticas [neoliberales]: la inestabilidad de los mercados financieros, los excesos de los superricos y la desesperación de los pobres, cada vez más prescindibles para el sistema, así como el deterioro de las infraestructuras y los servicios públicos", escribe Klein. "Muy poco se ha dicho, sin embargo, de cómo el fundamentalismo del mercado ha saboteado sistemáticamente desde el primer momento nuestra respuesta colectiva al cambio climático".
La dolarocracia había logrado lo nunca visto, rentabilizar el encarcelamiento masivo, puesto que cada vez más cárceles pertenecían a grandes corporaciones privadas que cotizaban en Bolsa
Recorrí, con diferentes compañeros de viaje, un país que parecía estar atravesando sus end-times (sus últimos días), según la frase ominosa que empleaban los feligreses de las relucientes macroiglesias evangelistas que se levantaban junto a los locales de comida rápida y las franquicias que ocupaban los "no lugares" del extrarradio. Ante este panorama, la sátira gamberra de Hunter Thompson o de su fiel discípulo Matt Taibbi me había parecido el único género adecuado para describir la dolarocracia dirigida por los talonarios de personajes como Donald Trump.
Era un momento de reacciones furibundas, a veces extremistas, fruto de la sensación generalizada de impotencia ante un sistema político bipartidista dominado por esos lobbies del poder empresarial y financiero. La manifestación más obvia de ello eran las actividades del Tea Party, cuyas confusas diatribas contra las élites progresistas habían empezado a desgarrar el nexo existente entre Washington y Wall Street. El éxito del delirante discurso anti-establishment de Trump era otro indicio del mismo fenómeno. En un momento en el que la opinión pública vivía cada vez más desconectada de la realidad, topaba con individuos de convicciones más propias de la Edad Media que de la era de los algoritmos y de la inteligencia artificial. Como explicaba Taibbi en su libro The Great Derangement: "Entrenados durante décadas para ser poco más que buenos consumidores, nos hemos convertido en una nación de compradores de nuestra propia realidad" [4].
Y, sin embargo, una coyuntura tan volátil como esta generaba también posibilidades de cambio y transformación. Se daban señales de que los ciudadanos estadounidenses empezaban a organizar un ataque contra la dolarocracia. Sorprendentemente, en el país del quimérico sueño de la movilidad social y de las oportunidades, emergía una nueva política de clase como la que había transformado Estados Unidos a principios del siglo pasado. Contra lo que cabría esperar, la mitad de los jóvenes estadounidenses ya prefería el socialismo al capitalismo, según insistían los sondeos. Hasta los indignados del Tea Party se empezaban a preguntar si la acumulación de riqueza por parte del uno por ciento más rico era el tipo de capitalismo que Thomas Jefferson había recetado para el país.
Así, durante mi trayecto, asistí a la elección de Bill de Blasio como nuevo alcalde de Nueva York, gracias a que defendía doblar el salario mínimo, reforzar a los sindicatos y crear nuevos impuestos que gravaran a las grandes fortunas de Wall Street. También presencié el nacimiento de un nuevo movimiento en defensa de los derechos civiles en Carolina del Norte y, en el pequeño Estado de Vermont, hallé nuevas utopías en el movimiento secesionista y en la sorprendente campaña presidencial del senador socialista, y némesis del establishment demócrata, Bernie Sanders, capaz de poner en aprietos a Hillary Clinton tras haberla rebasado en los sondeos y primarias de algunos Estados. Los ataques frontales de Sanders contra la dolarocracia atraían a decenas de miles de personas a sus mítines en lugares tan inusitados como Denver, en Colorado. Tanto De Blasio como Sanders venían a personificar en el mundo político el movimiento contestatario Occupy Wall Street que, en 2011, había convertido la desigualdad extrema y la sociedad del 1 y el 99 por ciento en materia de portadas de periódicos a lo largo y ancho del mundo. Incluido el mío.
Es más, ante los retos que planteaba el cambio climático, se vislumbraban nuevas iniciativas populares engendradas en el barro y en la arena de las sucesivas inundaciones y sequías. ¿Sería descabellado pensar que Estados Unidos pudiera ser el primer país en rechazar la lógica destructora del neoliberalismo simplemente porque allí, en los anodinos extrarradios de las ciudades divididas, el fundamentalismo de mercado había llegado más lejos que en ningún otro lugar? ¿O ese posible final feliz no era más que una alucinación, como las que tenía Hunter Thompson tras un chute de éter regado en medio litro de Jack Daniels? Querría pensar que no.
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La editorial Ariel publicará Off the road el próximo 24 de mayo.
Notas:
[1] Nichols, J., y McChesney, R., Dollarocracy: How the Money and Media Election Complex is Destroying America, Nation Books, Nueva York, 2013.
[2] La gentrificación, palabra de origen inglés, define el proceso de transformación urbana por el cual la población original de un barrio obrero y deteriorado va siendo progresivamente desplazada por otra de un mayor nivel adquisitivo.
[3] Klein, Naomi, Esto lo cambia todo, Paidós, Barcelona, 2015.
[4] Taibbi, Matt, The Great Derangement: A Terrifying True Story of War, Politics, and Religion at the Twilight of the American Empire, Spiegel & Grau, Nueva York, 2008.
Dave Gochis, climatólogo del Centro Nacional de Investigación Atmosférica de Boulder, en Colorado, hizo un largo silencio mientras contemplábamos las Rocosas sin nieve, visibles desde la ventana de su despacho. Luego, con una sonrisa algo forzada, como aquella de John Denver cuando cantaba Rocky...
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A.R.
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