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Ayer hubo un gran partido de fútbol. Fue la pera, en tanto no era un partido de fútbol. Era una ritualización de algo más antiguo. En Europa, cada cultura ritualiza a través del fútbol diversos objetos, que no suelen tratarse de manera frontal en otros compartimentos de la vida. En Italia, se ritualiza el conflicto entre exciudades exEstado. En Francia, me temo, el conflicto entre etnias y monoteísmos. En UK, en ocasiones, conflictos religiosos. Por aquí abajo se ritualiza la política. Una política no confesable, por lo que en ocasiones, creo entender, se ritualiza la guerra, ese cacharro no confesable, del que jamás se habla por aquí abajo. Prueba del algodón: cuando por aquí abajo se ha ritualizado la guerra, el conflicto armado, se ha tendido, precísamente, a futbolizarlo. A establecer dos bandos, dos aficiones, dos hinchadas. Eso se ha traducido en un tratamiento del fenómeno parecido al del fútbol. Una tertulia política, en fin, se parece a una tertulia futbolística. Hasta el punto de que, esa es la sensación, la tertulia futbolística --la emisión desde el bando y la imposibilidad, por tanto, de acuerdo; el establecimiento de bandos por motivos inconfesables o, incluso, prenatales-- es el modelo. La guerra, en efecto, debe de ser algo importante.
Para acabarlo de liar, la guerra es, a su vez y por sí sola, una cultura. Es decir, algo sensible de ritualizarse infinitamente. Aunque cueste entenderlo y asumirlo, la guerra no es tanto una actividad como una cultura. Es decir, es una actividad que obedece a una cultura. No sé. Ejemplos. Les paso tres. Cuando los españoles llegaron a México, practicaron una guerra que, sencillamente, los indios no entendieron. Los españoles, mataban. Los indios practicaban una guerra completamente ritualizada, sin armas metálicas, disfrazados de animales simbólicos. La guerra consistía en tomar prisioneros, no en matar. Posteriormente, los mataban en sacrificios. Otra vez, ritualizados. Magnitud de la cosa: el mejor prisionero --el más valiente, el más importante--, apresado por un determinado grado de ejército, vivía durante un año con su captor, en su casa. Su esposa le llamaba esposo, sus hijos, padre. Al cabo del año, el captor sacrificaba al prisionero. En señal de luto, se ponía su piel cruda, previamente desollada, como capa, hasta que se le podría y caía. Los indios debieron de alucinar, por tanto, ante una guerra, entendida como un mecanismo para matar rápidamente, sin honor ni trato. Contra lo que se pueda pensar, la cultura de la guerra nunca ha sido la hegemónica en ninguna cultura. Salvo una. En la isla de Pascua. Cuando llegaron los europeos a ella se encontraron con una cultura que había hecho de la guerra toda su cultura. Y, con ello, se habían pelado todos los recursos. En Pascua, el único punto del mundo en el que se ha practicado la guerra total, no quedan, en fin, árboles. Otro dato sobre el hecho de que la guerra es una cultura: en la II Guerra Mundial, menos del 10% de los soldados aliados apuntaban cuando disparaban. Su cultura les impedía matar. En plena guerra.
En tanto que cultura, en tanto que un elemento que sólo entienden, en toda su perfección y extensión, los usuarios de la cultura de la que emana, la guerra es un objeto certero. Es verdad. En la guerra pasan cosas absolutamente de verdad, ciertas, y más reales que en la vida. De hecho, he empezado a escribir estas líneas para hablar de ello. Siempre he llegado a la guerra antes o después de producirse. No he visto la sangre fresca, la estridencia, su clímax. Pero sí su cultura. Historias y sucesos que, zas, te hablan de la vida y te la dibujan con una nitidez cruel y efectiva. Como la que pretendía explicarles, antes de liarme con todo este prólogo.
Un día un soldado me explicó una vivencia reciente, en la que no puedo dejar de pensar. Habla de la vida con un crudeza inaudita. Eso fue raro. Por lo que sé, en la guerra, ese sitio en el que nadie habla de la guerra, cuando se hace, se hace a través de cierta mecánica, de cierto vocabulario preciso y técnico. Aquel hombre, me dijo, iba por un plano. De pronto, se desató una emboscada, a través del fuego de dos ametralladoras cruzadas. Eso es terrible e imparable. En la I Guerra Mundial, se tardaron tres años en comprender cómo detener eso cuando sucedía. Sólo se puede detener con un tanque, un objeto que aún no se había inventado. Hasta que lo descubrieron, los dos bandos enviaron a morir, cada mañana a la misma hora, a miles de personas, contra el muro del fuego de ametralladoras cruzadas. La guerra, en fin, no obedece a la inteligencia, sino a la cultura. En la guerra todo el mundo actúa desde su cultura. Bueno. Aquel hombre sabía eso que no sabían en 1914. Se tiró al suelo, y esperó que un blindado o un avión se cargará a las metralletas. En su espera, murió el grueso de sus compañeros. Él mismo creyó que iba a morir. Se abrazó a otro compañero en el suelo. Con fuerza. Permanecieron así durante horas. Él le hablaba, le explicaba que vendrían refuerzos, que saldrían de ésta. En efecto, al cabo de unas horas vino una máquina y acabó con las ametralladoras. Ya a salvo, el hombre se levantó. Invitó a su compañero a levantarse. No lo hizo. Estaba muerto. Se dió cuenta, en ese momento, no sólo de que estaba muerto, sino de que llevaba varias semanas muerto. Y lo hizo por el olor a catipén, que hasta entonces no había percibido.
La guerra, en tanto que cultura, es un objeto certero, que habla de la vida con contundencia. Aquella historia me turbó en extremo porque, precisamente, era cierta. Era esa cosa tan escasa en la vida denominada una-verdad. La historia explicaba cómo una persona podía conservar la esperanza, tan solo abrazada a otra persona. Que, por otra parte, no existía. No sé si le ha sucedido a todo el mundo, pero sí a mí.
Ayer hubo un gran partido de fútbol. Fue la pera, en tanto no era un partido de fútbol. Era una ritualización de algo más antiguo. En Europa, cada cultura ritualiza a través del fútbol diversos objetos, que no suelen tratarse de manera frontal en otros compartimentos de la vida. En Italia, se ritualiza el...
Autor >
Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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