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Ajedrez

Mijaíl Tal, historia de un regicida

No casaba con el estilo de juego de su época, con esa escuela que buscaba no arriesgar la derrota para así llegar, en su caso, hasta una lejana victoria. Él era creativo. El mayor anarquista de la historia del ajedrez

Marcos Pereda 8/06/2016

<p>Mihail Tal</p>

Mihail Tal

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Es el mayor anarquista de la historia del ajedrez. El hombre que solo tenía ojos para el rey. Para esa figura concreta, que buscaba por encima de todas las cosas… No, que anhelaba acabar con ella. Olvídense de obispos, de caballeros, olvídense, claro, de la soldadesca rasa. Eso es para los otros Tal. Mijaíl Tal únicamente juega para hacer caer al monarca. El regicida del tablero. Seguramente, además, uno de sus mayores genios.

Entre la belleza y el orden, Mijaíl Tal siempre escogió la primera. Quizá no fuera siquiera una opción personal. A lo mejor era algo que lo llevaba irremediablemente al abismo de lo hermoso, ése donde se consumen los sueños de muchos, ése donde habitan los mitos de tantos. “Existen dos tipos de sacrificios en el ajedrez. Los útiles, y los míos”, llegó a decir.

Mijaíl Tal era diferente. Nació en Letonia en 1936. Los países bálticos fueron los últimos en Europa que abandonaron sus viejas creencias paganas para abrazar el cristianismo. Fue en la Edad Media, pero ecos de espíritus primigenios aún recorren los bosques de ese terreno llano y frío. Algunos dicen que le susurraban estrategias a Tal al oído en medio de las partidas. Y que, burlones como son todos los seres que vienen de la tierra, a veces le metían en problemas de forma gratuita. Seguramente leyendas. Seguramente.

Lo cierto es que Tal no casaba con el estilo de juego de su época, con esa escuela soviética que buscaba, sobre todo, no arriesgar la derrota para así llegar, en su caso, hasta una lejana victoria. Él no, él era creativo, era anárquico, ansiaba que sus piezas cantasen, en voz bajita, poesías de las de antes de irse a dormir. “Yo sólo miraba su rey”, dijo una vez, “así que no me di cuenta de todas las otras, y mejores, posibilidades”.

Tan grande fue Mijaíl Tal que su reinado como campeón del mundo, en 1960, no es lo que más se recuerda de él. Quizás por breve, ya que perdió apenas un año después ante el anterior monarca, Botvinnik. Quizá, seguramente, porque los versos no entienden de clasificaciones, de cintas cruzando pechos. O no deberían, vaya.

Es a partir de entonces cuando se convierte, paradójicamente, en la leyenda que es hoy, aun después de su muerte. Aquejado de graves problemas de salud que le impedían rendir adecuadamente durante largas series de partidas (sufría ataques renales que rompían lógicamente su concentración), Tal empieza a ser un jugador de culto, alguien tan lejos del palmarés como cercano al mito. Los aficionados se desplazan solo para verle jugar. Nadie sabe dónde podrá surgir la belleza, dónde brotará una pizca de magia, seguramente en un enfrentamiento intrascendente, quizá sin consecuencia alguna. Qué más da. Lo que hace Tal es distinto, es diferente, es más, sí, sublime. Es Arte, y el Arte no se negocia, porque cuando se negocia deja de serlo.

Y junto a esto, junto a la mente imaginativa, las soluciones geniales, la sonrisa perenne, el carisma… Alrededor de todo ello, una personalidad que empieza a dibujarse a sólo unos milímetros del relato. De las infinitas anécdotas que nos sombrean a un Mijaíl Tal encantado de moverse en la fina línea que separa la realidad de la memoria colectiva. Como aquella vez en que paseando por Moscú después de una partida por el Campeonato de la URSS fue arrestado al pasar un cordón de seguridad (absorto como estaba pensando en el juego) y acabó analizando las situaciones sobre un tablero en la comisaría, ayudado por el inspector de la Militsiya. O aquella batalla en 1947, con tan solo once años, aplazada de un día hasta el siguiente y en la que, según sus propias palabras, soñó con la variante correcta para alzarse con la victoria. Y como éstas, docenas. Historias que hablan de un Tal alegre, siempre bromista. De un genio impredecible, dispuesto a dejar un rasgo de osadía y elegancia sobre los escaques a cada oportunidad. Del impulsivo anarquista que concebía las aperturas como un programa obligatorio antes de entrar en la verdadera gloria. Del emperador del caos sobre el campo de batalla. De quien dijo Damsky que “sobre el tablero desencadena ciclones y huracanes”. De quien explicó Bronstein que situaba todas sus piezas en el centro y después las sacrificaba en cualquier parte. De alguien que era sólo un poco menos impresionante que su propia figura. Todo eso. Nada más que eso. La eternidad del verso por encima de la gloria efímera del vencedor. Mijaíl Tal.

Un día declaró que si no existiera el ajedrez posiblemente se haría contrabandista. Y sonrió, claro. Guasón. Sabía perfectamente que ya lo era. De emociones, de instantes, de fugacidades. Contrabandista de ilusión. Mijaíl Tal, el mayor regicida que haya existido.

La verdad es que es complicado, ¿eh? Porque es muy pesado, y además no va a estarse quieto. Vamos, un problema enorme, valga el chiste. Y en un pantano. Y luego que los hipopótamos son bastante agresivos, creo. Sí, por las buenas no va a salir.

Vamos a ver, porque no es sencillo. Tenemos al hipopótamo en el pantano, ¿no? Y queremos sacarle de allí. Vale, perfecto. Pero no es tan fácil, nunca lo es, ¿cómo podríamos hacerlo? Quizá con un helicóptero… Sí, un helicóptero estaría bien… No, bien pensado no estaría nada bien. Tiene demasiada fuerza el hipopótamo, acabaría desequilibrando el helicóptero y haciendo que se estrellase. No, nada de máquinas voladoras…

Sí, una grúa, una grúa sería perfecta. Con una grúa podríamos sacar al hipopótamo del pantano. Aunque… bueno, en realidad los alrededores de los pantanos suelen ser terrenos poco firmes… pantanosos, vaya, así que fijar la grúa al suelo sería difícil. Y luego que el animal se iba a mover, y lo más seguro es que torciera el ingenio. No, una grúa no es buena idea…peligrosa para todos. Nada de grúas, nada, en general, de ingenios mecánicos…

Así que, entonces, nada de máquinas. ¿Una palanca? Pero claro, habría que calcular cuántas personas necesitamos para mover esa palanca, y la longitud que tiene que tener. Y el material de fabricación. Incluso su peso. Dejando al margen que el animal debería de estar totalmente quieto, e iba a ser complicado que el hipopótamo se prestase a colaborar. Así que creo que la palanca no es la solución. Joder….

¿Y desecando el pantano? Porque en ese caso nos quitamos el problema. Claro, iba a llevar bastante tiempo, entre que sacamos todo el agua, y además a lo mejor no podríamos sacar al hipopótamo acto seguido, porque pesa tanto que se iba a hundir en el fango. Pero no es mala idea. Aunque… no, espera…si es que siempre hay que pensar en las consecuencias. Y la consecuencia en este caso es agua. Litros y litros, cientos, miles. ¿Dónde se puede echar? No, íbamos a inundar otro lugar. Así que desecar el pantano descartado. Parece un problema irresoluble…

Mira, ¿Sabes qué te digo? Que le jodan al hipopótamo, y que se quede allí, en el puto pantano, en remojo. Hay que ver que cancioncita más tonta, así no hay quien juegue. Bueno, en qué estábamos… ah sí, mira… Sacrifico mi caballo.

Los párrafos en cursiva son interpretación “novelada” y libre sobre una anécdota real que le sucedió a Mijaíl Tal en el Campeonato de la Unión Soviética de 1964, jugando frente a Evgeni Vasiukov. En mitad e su turno a Tal le vino a la cabeza un famoso poemilla infantil del escritor Kortney Chukovski, que empieza  'Oh, qué difícil debe de ser el trabajo de sacar un hipopótamo de un pantano'. A partir de entonces ese “problema” se adueña de la mente del ajedrecista durante mucho tiempo, hasta que consigue alejarlo de allí y mueve con maestría. Al día siguiente los periódicos titularán: “Después de cuarenta minutos de honda reflexión Mijaíl Tal optó por el acertadísimo sacrificio del caballo para…”

Ese era, eso fue, Mijaíl Tal.

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Marcos Pereda

Marcos Pereda (Torrelavega, 1981), profesor y escritor, ha publicado obras sobre Derecho, Historia, Filosofía y Deporte. Le gustan los relatos donde nada es lo que parece, los maillots de los años 70 y la literatura francesa. Si tienes que buscarlo seguro que lo encuentras entre las páginas de un libro. Es autor de Arriva Italia. Gloria y Miseria de la Nación que soñó ciclismo y de "Periquismo: crónica de una pasión" (Punto de Vista).

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2 comentario(s)

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  1. jose

    Veamos: EEUU, 4 veces campeón. Rusia, 26 veces.

    Hace 5 años 4 meses

  2. jose

    "Lo cierto es que Tal no casaba con el estilo de juego de su época, con esa escuela soviética que buscaba, sobre todo, no arriesgar la derrota para así llegar, en su caso, hasta una lejana victoria. Él no, él era creativo..." pero... "campeón del mundo, en 1960, no es lo que más se recuerda de él. Quizás por breve, ya que perdió apenas un año después ante el anterior monarca, Botvinnik." Vamos, que los hechos objetivos no cuentan (como Fisher, que ganó una sola vez) el mérito está donde impera el ombligo del mundo. Esto: sin importancia: "La siguiente época fue absolutamente dominada por la denominada escuela soviética, y con la excepción de la victoria de Bobby Fischer sobre Borís Spaski en 1972, los siguientes cincuenta años vieron exclusivamente campeones formados en dicha escuela, incluso años después de la desintegración de la U.R.S.S." ¿Quiénes son los fanáticos?

    Hace 5 años 4 meses

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