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La derrota es siempre un después. Víktor Korchnói (San Petesburgo, 1931) jugó hasta bien entrados los 70 años a un magnífico nivel competitivo, a pesar de que en el ajedrez de élite superar los 40 significa cruzar a menudo la frontera de la decadencia. Esa longevidad fue reconocida por la Federación Internacional de Ajedrez (FIDE) a finales del siglo pasado con la concesión del privilegio vitalicio de mantener su ELO (complejo cálculo estadístico que mide el nivel del ajedrecista) equivalente a la media de cada uno de los jugadores inscritos en los torneos en los que participaba, con independencia de la puntuación real que tuviera en ese momento; si en ese momento la suya era inferior. Sin duda un homenaje emotivo-aritmético a quien ha sido posiblemente el más grande jugador contemporáneo que no ha sido Campeón del Mundo.
Estuvo cerca, demasiado cerca; incluso llegó a rozarlo en la ficción. Porque muchas cosas que sucedieron en Baguio (Filipinas) en 1978 fueron utilizadas por Richard Dembo en el guión de La diagonal del loco (La diagonal du fou), película francesa que ganó el Oscar a la Mejor Película de habla no inglesa en 1985. Afortunadamente para Korchnói, en esa ficción no existió aquel 18 de octubre.
Casi siempre los grandes deportistas alcanzan el rango de leyenda si compiten con su némesis, especialmente cuando la victoria exige un individualismo valiente y casi onanista a la vez que se nutre de cierta empatía con el enemigo, con quien se pasan muchas horas en silencio, para auscultar su mente y destruirla. En el caso de Korchnói ese enemigo fue Anatoly Karpov.
Víctor Korchnói nació en el seno de una familia acomodada que conoció los rigores de la pobreza. Aquel niño sufrió los 900 días de asedio nazi de Leningrado (hoy San Petersburgo) durante la II Guerra Mundial en el que perdió a su abuela y a su padre. Su refugio fue el ajedrez.
Dos décadas más joven, oriundo de un pueblo de los Urales, Karpov regateó una infancia enfermiza gracias a la compañía de los 64 escaques. En el tablero pudo desarrollar la resistencia de la que carecían sus pulmones y aprovechar cualquier mínimo descuido de sus oponentes para trenzar por asfixia la victoria. Su talento y juventud le llevaron a ser designado como la gran esperanza soviética que recuperaría el orgullo nacional. La victoria, en 1972, de Bobby Fischer ante Boris Spassky en el conocido como el Match del Siglo había acabado con 35 años de reinado ruso en el Mundial de ajedrez y supuso el golpe publicitario no bélico más importante de la Guerra Fría.
Karpov se había impuesto en el Torneo de Candidatos derrotando a grandísimos jugadores, entre ellos un Korchnói que ya mostraba malestar por el favoritismo indiscreto del Partido hacia la figura de aquel joven de mirada élfica. Karpov lograría el título, pero sin mover un solo peón. Fischer no se presentó a defender su trono. En su momento se habló del pánico que el estadounidense sentía ante la posibilidad factible de la derrota, pero lo cierto es que Fischer ya mostraba ciertos síntomas de deterioro mental.
El triunfo de Karpov resultó emotivamente pírrico.
Aquel mismo año Korchnói era censurado por su carácter heterodoxo y sólo su estatus de gran figura del ajedrez impidió que las autoridades le castigaran con mayor severidad. En 1976 decidió huir de la Unión Soviética aprovechando un permiso para participar en un torneo internacional en Holanda. Su deserción fue tan mediática como lo habían sido las de figuras de la cultura soviética como Nureyev o Rostropóvich. Inmediatamente desde Moscú se inició una enorme campaña de desprestigio. “Me interesaba muchísimo relacionarme con las personas más poderosas del mundo, no por vanidad sino porque mi familia seguía cautiva en la URSS y buscaba desesperadamente la forma de sacarles de ahí”, escribe Korchnói en su autobiografía El ajedrez es mi vida… y algo más (Editorial Chessy). Lo cierto es que su esposa y su hijo Igor sufrieron terribles presiones por parte del Estado. La familia no se reencontraría hasta seis años después. A pesar de su situación personal, Korchnói se impuso en el Torneo de Candidatos derrotando a muchos de sus antiguos camaradas del tablero. Karpov se convertía en su último obstáculo.
Lo que sucedió en Baguio bien podría ser una novela escrita al alimón por Le Carré y los Monty Python. En su libro de memorias —ácido, autocrítico y a veces delirante— Korchnói no hace prisioneros. Acusa. A Karpov, de doparse con cortisona durante las partidas; a uno de sus analistas, de colaborar con el rival (figuras determinantes en partidas del máximo nivel) o de la existencia de micrófonos ocultos. Como apátrida que era, los rusos exigieron que no representara a ningún país.
Un día antes de su comienzo, Korchnói recibió un curioso paquete. Un admirador le mandaba una carta que era una soflama sobre el carácter intrépido de los texanos y contenía una postdata que rezaba lo siguiente: "Que la piel de tu enemigo sea curtida y clavada a tu granero.” Con la carta adjuntaba una bandera de su estado. John Wayne no habría sido más contundente. Sin embargo, Texas no colgó su enseña del pendón filipino.
El episodio más fascinante de este enfrentamiento lo protagonizó la parapsicología. Algunos ajedrecistas soviéticos, entre ellos Korchnói, la consideraban muy respetable. Prueba de ello es que con la delegación soviética apareció el profesor Vladimir Zhukar, presuntamente hipnotizador de prestigio. Las quejas de Korchnói fueron tremendas. Lo cierto es que la presencia de aquel individuo en las primeras filas del teatro coincidió, ante la angustia de su rival, con el mejor Karpov, que adquirió una ventaja de 5 triunfos a 2. Una victoria más —las tablas no valían— y el título quedaría en manos del candidato del Kremlin. Así que Korchnói decidió usar sus artimañas para eliminar la influencia de Zhukar.
Se presentó en la siguiente partida, a pesar de las protestas soviéticas, con unas gafas de sol con espejos, cuyo reflejo molestaba mucho a Karpov, e infiltró a unos yoguis entre el público para que utilizaran sus poderes telepáticos contra el profesor Zhukar. Esta guerra del subconsciente sugestionó a un Korchnói que, contra pronóstico, empató el campeonato a cinco. Las alarmas saltaron en Moscú. Perder contra el genio de Fischer fue humillante. Perder contra un disidente sería una catástrofe.
Finalmente el citado 18 de octubre de 1978 los contendientes jugaron la partida decisiva. Karpov sacó su mejor repertorio y, tras un receso, fue declarado vencedor cuando un miembro de la delegación de Korchnói anunció su abandono. Enfadado con su representante, Korchnói intentó impugnar sin éxito esa decisión porque él no había decidido tirar la toalla todavía. Aunque sabía que jamás habría podido salvar la partida.
Tres años después, tuvo una nueva oportunidad de arrebatar la corona a Karpov en Merano (Italia). En esta ocasión fue destrozado con precisión entomológica por su adversario. Al menos le quedaba la ficción.
La derrota es siempre un después. Víktor Korchnói (San Petesburgo, 1931) jugó hasta bien entrados los 70 años a un magnífico nivel competitivo, a pesar de que en el ajedrez de élite superar los 40 significa cruzar a menudo la frontera de la decadencia. Esa longevidad fue reconocida por la Federación...
Autor >
Jorge Benítez
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