PERFIL
De Magistris: un alcalde que mira a Europa
Pierluigi Morena Traducción Adriana M. Andrade 5/07/2016
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Cuando la noche del 19 de junio Luigi de Magistris salió al balcón del Palacio San Giacomo, sede del ayuntamiento de Nápoles, vistiendo una camiseta con la leyenda “control popular”, entonaba las notas de O’ sole mio, la símbolica canción de la cultural popular napolitana.
La mirada embriagada caía sobre la gente que se arremolinaba en la plaza, era una mirada viva, casi extasiada, que se extendía más allá de la plaza, más allá de la cerrada línea del mar que se fundía en el horizonte con la oscuridad de la tierra del golfo de Nápoles, una de las bahías más bellas y desdichadas de Europa.
De hecho, pocos días antes de la victoria de su movimiento cívico DEMA, acrónimo de un apellido pero también de Democracia Autonomía, Luigi de Magistris, alcalde reeelegido con el 66,58% de los votos, se reunía en Roma con el ex ministro de Finanzas griego Yanis Varoufakis, fundador del DiEM25, un movimiento paneuropeo nacido para reclamar la democratización del continente europeo antes de 2025.
Dos políticos, uno napolitano y uno griego, dos mundos que se han tocado y conocido, han lanzado el movimiento de las ciudades rebeldes con el objetivo de construir una nueva Europa, “de la gente y no de las finanzas”. Observan la experiencia napolitana, donde de Magistris ha arrinconado al Patido Democrático del primer ministro Renzi, al centroderecha de Berlusconi y al Movimiento 5 Estrellas de Beppe Grillo, y también a la “Barcelona en Comù”, de Ada Colau y al Podemos, de Pablo Iglesias.
“En comù” parece ser el eslogan que une, al menos idealmente, las ciudades de Barcelona y de Nápoles. Durante los primeros cinco años de legislatura, De Magistris ha centrado gran parte de su energía política en la defensa de los bienes comunes; ha interpretado el referéndum nacional sobre el agua pública de la mejor manera posible, rechazando las presiones a favor de la privatización; ha evitado los enfrentamientos con los centros sociales ocupados, prefiriendo el diálogo al desalojo; ha recuperado espacios para la cultura, encontrado una solución al problema de las basuras en las calles con el envío de éstas al extranjero, aunque el reciclaje -- a pesar de las promesas -- llega a pocos barrios y está lejos de los resultados esperados.
Nápoles es una ciudad difícil, llena de contrastes, de belleza sorpredente que se mezcla con un deterioro inquietante, donde conviven vulgarismos que alimentan la subcultura y la mala política y lúcidos intelectuales que se dan cita en el Palazzo Serra di Cassano, sede del Instituto de estudios filosóficos, presidido por Gerardo Marotta.
En los paneles apoyados en las paredes con desconchones se leen pasajes del pensamiento de Gaetano Filangieri, jurista y filósofo partenopeo, y en las salas, colmas de historia, uno se encuentra en el centro del pensamiento europeo, una verdadera encrucijada cultural.
Una ciudad que resiste a la globalización que todo homologa, que empobrece la identidad, una ciudad que intenta resistir a una camorra nueva y brutal: casi cada semana muere asesinada una persona en la calle, normalmente en medio de la gente, lo que supone un récord negativo que la separa de Europa acercándola de golpe a una metrópolis sudamericana.
El alcalde ha rechazado la presencia del ejército en las calles, una medida sugerida por el Ministro del Interior Angelino Alfano, una vez “delfín” de Berlusconi, ahora principal aliado de Matteo Renzi; una arrogancia para De Magistris que ha querido así tutelar la imagen de una ciudad que ha recuperado mucho en términos de flujo turístico. Para muchos, esta postura refleja la subestimación de un problema antiguo, que reaparece con más fuerza y crudeza.
El escritor Roberto Saviano, autor de Gomorra, ha denunciado más de una vez el estado de abandono de la metrópoli. Relata Nápoles como una ciudad infernal, sin clase dirigente, con estrucuras podridas e imposible de gobernar. No ha escatimado durísimas críticas en sus columnas de La Repubblica, describiendo el fracaso de De Magistris, alcalde de una ciudad donde hay disparos diariamente, donde es casi imposible encontrar trabajado y donde ya no hay inversión.
El alcalde sigue adelante, ha ganado a todas las formaciones políticas en unas elecciones con récord de abstención, no pierde ocasión para polemizar con el primer ministro Renzi, con el que recientemente se negó a reunirse por la polémica desatada por la decisión de nombrar un comisario especial para la recuperación de la bahía de Bagnoli, una antigua área industrial, que hay que recalificar también por motivos turísticos. El alcalde quiere que sea su administración la que decida sobre el futuro del distrito industrial abandonado para evitar también una nueva especulación inmobiliaria.
Para algunos, un Masaniello, el protagonista de la revuelta napolitana que, en julio de 1647, vio alzarse a la población contra la creciente presión fiscal del virrey español. Para otros, un líder popular, el factótum de un nuevo orgullo napolitano que observa con simpatía las experiencias más allá de sus fronteras, sobre todo, las de Podemos, no por casualidad, durante la campaña electoral, presentaba sus mítines con “noi siamo i Napoletanos”.
El exfiscal, de origen burgués, genera sentimientos encontrados: alcalde pero también jefe de una “ciudad Estado”, una ciudad-nación, como la define el intelectual francés Jean Noel Schifano, durante años director del Instituto Grenoble de Nápoles, que ve en la metrópoli meridional la única capital cultural italiana, con una identidad fuerte, y por lo tanto temida y ofendida.
Muchos están de acuerdo en que con la alta velocidad Nápoles ya no es sur. La hora y siete minutos necesaria para llegar a Roma la situarían en el centro de la bota.
De Magistris está interesado más que en las distancias físicas en las aspiraciones. Su mirada se dirige más allá, a la Europa de la gente y de los derechos, o incluso más allá, al zapatismo, experiencia de un mundo lejano muchas veces evocada para despertar el amor propio de los napolitanos.
Quién sabe, sobre todo teniendo en cuenta que el pueblo napolitano fue el único en Italia que se rebeló contra el Tribunal de la Santa Inquisición. Lo recuerda una lápida en las puertas de entrada del monasterio de San Martino: “A los napolitanos de Nápoles, que en los tres honestos días de julio de 1547, mal armados y solos en Italia combatieron en las calles, desde las casas, contra los mejores ejércitos de Europa alejando los horrores de la Inquisición española impuestos por un emperador flamenco y por un papa italiano y demostrando, una vez más, que la servidumbre es un mal voluntario del pueblo y que la culpa es más de los siervos que de los patrones”.
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Pierluigi Morena es un abogado italiano.
Cuando la noche del 19 de junio Luigi de Magistris salió al balcón del Palacio San Giacomo, sede del ayuntamiento de Nápoles, vistiendo una camiseta con la leyenda “control popular”, entonaba las notas de O’ sole mio, la símbolica canción de la cultural popular napolitana.
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