JAZZ
En el Johnny no hay entradas
El colegio mayor San Juan Evangelista, emblema de la Ciudad Universitaria y templo madrileño de la música, cerró sus puertas hace dos veranos
Ayax Merino 24/08/2016
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Reparte a diestro y siniestro hostias sin cuento ese sol inmisericorde de ahí arriba que con saña zurra las calles de Madrid calcinando el aire ardiente que tanto cuesta meterse para los pulmones.
No hay quien respire en este horno. Yo ya ni lo intento. Me limito a yacer en cueros inmóvil en la cama con un pitillo encendido mientras escucho un blues tras otro con las persianas bajadas. Aguardo. A que pase la tarde y el crudo sol pierda sus bríos.
¡Jefe, otro whisky si hace el favor!
En la calle no se puede parar, se está mucho mejor cobijado en la penumbra de esta taberna paladeando un buen segoviano a la espera de que caiga la tarde y remita el calor.
Empiezo a asarme. Media vuelta. Otro poco de crema. Y a tostarme la espalda. Va a ser cosa de darme un baño que la verdad es que estoy achicharrada ¡Al agua! Salgo del chapuzón y me tumbo empapada de nuevo sobre la toalla. Dejo así que corra la tarde tranquilamente en la piscina.
Cuando el sol se pone abandonan sus guaridas los mochuelos, murciélagos, polillas y demás pelaje de bichos nocturnos. Y las calles se pueblan de sombras furtivas que pasean agazapadas en las tinieblas.
Es la hora. Cojo el portante recién duchado bien afeitadito y me meto en el tubo. Es la hora. Mato el segoviano y abandono la tasca camino de la parada del autobús. Es la hora. Termino de arreglarme y salgo de casa en busca de un taxi.
Y allí en la boca cuando subo los últimos escalones me está ya esperando Leonor. Y juntos caminamos hasta el San Juan tomado por una turbamulta que se arremolina ante su puerta. Sobre la taquilla cerrada cuelga un letrero: No hay entradas.
¡Me cago en todo! ¡La jodimos!
Nos abrimos paso entre la muchedumbre que zascandilea por allí y tiro decidido hacia la cantina atiborrada de voces, humo y peña que grita y bebe y fuma sin parar ¡Qué barullo! Esto es un jubileo.
Un par de botijos.
¡Anda, la leche! Si es el Yilyi con la tía esa con la que sale ahora.
Le arreo un buen buche a la mau así a gollete dejando que la cerveza fría baje pasapán abajo con delectación cuando me percato de que un tipo acodado al final de la barra me mira y alza su vaso hacia mí así que hacia allá sin titubear me encamino.
¡Coño, Maniane! ¿Tú por aquí? ¿Has venido a ver al Albert Collins?
El Maniane sin despegar los labios asiente con un leve gesto de la cabeza que siempre fue lacónico y de pocas palabras, palabras las justas.
Mira, ¿te acuerdas de Leonor?
El Maniane y Leonor estampan ¡mua! ¡mua! en sus sendas mejillas los acostumbrados besos de rigor que marca el protocolo, sonoros y restallantes.
¿Tienes entrada?
Sin descansar el pico niega el Maniane con la cabeza que siempre fue parco en decires, decires los necesarios.
Nosotros tampoco. A ver qué coño hacemos ahora, macho.
Tomarnos otra ¡Dos botijos y un segoviano!
Eso, claro, qué hacer si no. Si a veces parezco tonto, la verdad.
El avieso tiempo cabrón que inasible se desliza entre los dedos sin que nadie sepa dónde va galopa sin freno rumbo a la nada. Y seguimos sin entradas. Pregunto y pregunto a todo quisque y gasto saliva en balde.
Oye, tío, por casualidad no te sobrará alguna entrada ¿no?
Qué va, para nada.
Pasa el tiempo. Y seguimos sin entradas ¡Mira, el Cocho! Viejo amiguete de antaño anhelante me acerco presuroso a la que sin duda es mi última tabla de salvación a la que me aferro con dedos engarfiados.
¡Eh, Cocho! ¿Cómo andas?
¡Hombre, Yilyi, cuánto tiempo!
Abrazos y palmoteos en las espaldas que abrevio que no se me cuece el pan impaciente que estoy.
Oye, colegui, ¿no tendrás por ahí alguna entrada?
¿Entrada? ¿Tú estás bien de la chaveta, chaval?
Pero yo no me rindo y porfío testarudo y el Cocho sin piedad me desengaña, no, tron, la mía y las de mi gente, que no, que no ha fallado nadie, no seas pelma, que no me sobra ninguna entrada, hundido en la miseria quedo que la suerte está echada, me voy a quedar sin ver al Albert Collins ¡Me cago en la sota de oros!
Corre el tiempo y la hora del concierto se acerca. Y seguimos sin entradas. La cantina se vacía en un santiamén de golpe y porrazo que la basca rauda sale de estampida al toque del timbre que anuncia el arranque de la zambra.
Solos quedamos en la cantina solitaria los tres malhadados sin fortuna y un camarero que bosteza aburrido.
¡Vaya mierda!
Tranqui, chaval, tranqui. Oye, dos botijos y un segoviano, mientras esperamos.
Cachazudo el Maniano se trasiega su segoviano con parsimonia mientras yo me retuerzo las manos desesperado en un tris de que me dé un síncope.
Es la hora. Venga, vamos.
¿La hora? ¿La hora de qué? ¡Vamos, dice! ¿Y a dónde querrá el andoba este que vayamos? ¿Eh?
Sin añadir nada más punto en boca el Maniane echa a andar erguido como palo con pasos mesurados sin perder la flema y Leonor y yo le seguimos sin rechistar, gozquecillos que trotan sumisos tras su amo. Ni un alma en el desierto que es el San Juan y solos sin ninguna compañía marchamos los tres hasta que el Maniane se detiene al amparo de una pared a la que se pega tan de improviso que Leonor y yo sin poder evitarlo chocamos con él.
¡Chissss!
Susurra el Maniane a la par que se lleva el índice a los labios cerrados imponiendo silencio.
A ver si se callan estos dos antes de que me revienten la jugada. Oteo desde mi atalaya y el Yilyi inquieto no para quieto de rebullirse y me acerca su boca al oído y murmura muy quedo preguntándome que qué hacemos, que pregunta más tonta, calla, condenado, que lo vas a echar todo a rodar. Y mira qué es pesado se me encarama encima para poder atisbar sobre mi hombro.
¿No hay nadie?
No, ya lo ves.
¿Y dónde se ha metido el acomodador o portero o lo que sea?
¡Dónde va a ser! Dentro, viendo al Albert Collins, como todo el mundo.
Claro, lo entiendo, menuda tentación, si yo fuese el cancerbero del garito este también abandonaría mi puesto para escuchar el concierto.
Venga, deprisa. Sin hacer ruido.
El Maniane sale de su refugio enhiesto con andar sosegado y el Yilyi y yo tras él apretujados a su espalda mirando en derredor a todos lados asustados y en unos pocos trancos se planta junto a la puerta que abre tranquilamente y descorre las cortinas un palmo lo justo para colarse por el hueco por el que de inmediato pasamos también nosotros dos, primero yo que el Yilyi se detiene un momento para cerrar de nuevo. Y seguimos al Maniane que se escurre hasta el fondo de la sala detrás de la última fila de butacas.
¡Qué! ¿Bien?
¡La leche, Maniane! Eres el copón, tío.
El Yilyi me señala el escenario iluminado sobre el que unos mendas arman un barullo de mil demonios.
Ya verás, Leonor, vas a flotar.
El bajo potente camina con paso seguro seguido por una vibrante batería mientras el piano sube y baja alocado acompañado por una guitarra que marca segura el ritmo de una voz desgarrada y rota que llena el aire y cuando se desvanece el tipo que cantaba le saca a su guitarra unas cuantas y broncas notas las justas y necesarias y todo queda ya dicho y es cuando un saxo tenor entra en escena y yo no puedo dejar de menearme. Qué marcha gasta esta gente, es increíble.
¡Son cojonudos, Yilyi!
¿Verdad? ¡Ya te lo dije ¡Blues tejano del bueno, muchacha!
Corre veloz el tiempo que jamás se detiene y el concierto se acaba, que todo se acaba en esta perra vida. Se encienden las luces de la sala y salimos del Johnny los tres mezclados con el resto del personal.
En la calle los abrazos, los besos de rigor que exige el protocolo. Nos separamos, Maniane por su lado y nosotros dos por el nuestro. Hasta el próximo blues, amigo.
Reparte a diestro y siniestro hostias sin cuento ese sol inmisericorde de ahí arriba que con saña zurra las calles de Madrid calcinando el aire ardiente que tanto cuesta meterse para los pulmones.
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Ayax Merino
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