Tribuna
La investidura no es una ceremonia medieval
El candidato tiene la obligación de exponer su programa ante el Parlamento. A ser posible con claridad, precisión y elocuencia
José Antonio Martín Pallín 30/08/2016
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Los caballeros medievales recibían su investidura con solemnes ritos, precedidos de una fase de discusión de méritos que terminaban con la propuesta solemne del elegido. El candidato se mantenía al margen, retirándose a meditar y reflexionar, mientras los miembros de la Orden decidían si reunía las condiciones necesarias para que el Monarca o el Gran Maestre procedieran a investirle depositando la espada sobre sus hombros. Todo era secreto y convenido previamente sin que nadie osase poner en entredicho la investidura solemnemente confirmada.
Parece que en nuestro país los hábitos no han cambiado demasiado, lo que demuestra nuestro apego a las tradiciones y la resistencia a los principios imperativos de un sistema democrático parlamentario. Los redactores de nuestra Constitución diseñaron un sistema de renovación del Congreso y del Senado que estaba pensado para unos resultados electorales abocados a mayorías absolutas o partidos mayoritarios con un número de parlamentarios que se acercaban a ella, facilitando así las coaliciones o apoyos para la investidura.
Aunque los plazos para convocar elecciones y para proceder a la investidura pueden y deben ser acortados para evitar interinidades prolongadas, los problemas han aflorado cuando la sociedad española ha decidido fraccionar su voto, por la derecha y por la izquierda. Este nuevo escenario ha agudizado las carencias de hábitos y valores democráticos a la hora de conciliar y buscar una salida, transparente y respetuosa con la soberanía popular, al atasco de la investidura.
El Tribunal Constitucional ha tenido oportunidad de abordar alguno de los conflictos que se han producido en Comunidades Autónomas a la hora de investir a la Presidencia, advirtiendo a los parlamentarios electos que, al margen de sus estrategias y cábalas, desarrolladas en sus encuentros como si se tratase de un club privado y excluyente, la Presidencia tiene el deber de trasladar a los ciudadanos como electores titulares de la soberanía nacional los puntos esenciales de las políticas que pretenden desarrollar, en el caso de que alcance el poder para gobernar. La jurisprudencia del Tribunal Constitucional sostiene que nuestro sistema obedece a lo que se denomina un parlamentarismo racionalizado y si el Parlamento es la representación de la soberanía popular, su foco de atención se centra en la Tribuna de oradores. El candidato propuesto por el Rey para la Presidencia del Gobierno tiene la obligación taxativa, según el texto constitucional, de exponer ante el Congreso de los Diputados el programa político del gobierno que pretenda formar y solicitara la confianza de la Cámara.
Por si lo habían olvidado, la Ley orgánica por la que se hace efectiva la abdicación del Rey Juan Carlos les recuerda que: “En mi proclamación como Rey, hace ya cerca de cuatro décadas, asumí el firme compromiso de servir a los intereses generales de España, con el afán de que llegaran a ser los ciudadanos los protagonistas de su propio destino y nuestra nación una democracia moderna, plenamente integrada en Europa"
Con todas sus deficiencias e imprevisiones, el texto del artículo 99 de la Constitución que regula la investidura del Presidente del Gobierno, es claro en algunos de sus términos. Como hemos señalado, los términos son precisos, y no existen espacios para la ambigüedad, las maniobras y los subterfugios de espaldas a las obligaciones contraídas con los ciudadanos españoles que le han votado y con todos aquellos que, sin haberle votado, tienen derecho a conocer, a ser posible con claridad, precisión y elocuencia, su programa de gobierno.
Podríamos estar de acuerdo en establecer algún corto espacio de tiempo para que, ante la exposición de un programa que se debió presentar con trasparencia y honestidad a los ciudadanos, se pueda recabar el apoyo directo o indirecto de otros grupos políticos, hasta conformar la mayoría necesaria para la investidura, pero, en todo caso, será el Presidente o la persona propuesta por el Rey la que tiene la obligación de explicar, desde la Tribuna y no desde otras recovecos o espacios reservados, cuál es su programa de gobierno y cómo piensa desarrollarlo.
También el resto de los partidos tiene y asume la responsabilidad ante los ciudadanos de aprobar o disentir, total o parcialmente, del programa de gobierno o bien oponerse al mismo exponiendo las razones que justifican su disidencia. El parlamentarismo no se hace en los despachos o salones sino en el espacio en el que reside la soberanía popular, ante el cual tienen que responder todos aquellos que han sido elegidos con el voto de los ciudadanos.
Al parecer cuesta entender estos elementales principios que están interiorizados en otros países con más solera y cultura democrática que contemplarían asombrados, sin entender nada, cuáles han sido razones por las que un candidato ha fracasado y es necesario dar paso a otras alternativas también expuestas públicamente desde la tribuna de oradores.
Resulta insólito que una cuestión sustancial para la vida y el bienestar de los ciudadanos como son las políticas económicas, laborales, sanitarias, educativas o asistenciales no sean expuestas con claridad, incluso con crudeza, desde el hemiciclo para que, en su caso, si es necesario repetir las elecciones, los ciudadanos puedan ponderar y valorar su voto en función de lo que han escuchado de una y otra parte de los intervinientes.
Los argumentos que estamos escuchando, por boca de algunos líderes políticos, para descalificar al partido socialista por oponerse a facilitar el Gobierno a los que, de manera clara y sin subterfugios, sostienen, no sin cierto desdén, que no hay alternativa a los recortes y desigualdades en las relaciones laborales y sociales me parecen el producto del sectarismo o de la incultura democrática. Para un ciudadano británico, resultaría grotesco e incomprensible que el Partido Laborista fuese tachado de irresponsable y antipatriota por no respaldar el drástico neoliberalismo de la señora Thatcher y sus secuaces.
Frente a los súbditos españoles que tienen miedo a vivir sin la férula del poder, somos muchos los ciudadanos que preferimos la coherencia al chanchullo. No se perturben, no estamos huérfanos. Hemos resuelto la convivencia en nuestros municipios, según dicen, ha bajado la prima de riesgo y han aumentado las exportaciones e incluso el PIB resiste.
Me gustaría que el candidato, en su discurso, sin llegar al dramatismo de Winston Churchil, porque la situación, afortunadamente, no es equiparable, tuviese el valor de sostener, con entereza, que solo puede ofrecer, a muchos de sus conciudadanos, unas cuantas gotas de sudor y unas pocas lágrimas.
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José Antonio Martín Pallín. Abogado. Magistrado emérito del Tribunal Supremo. Comisionado de la Comisión Internacional de Juristas (Ginebra).
Los caballeros medievales recibían su investidura con solemnes ritos, precedidos de una fase de discusión de méritos que terminaban con la propuesta solemne del elegido. El candidato se mantenía al margen, retirándose a meditar y reflexionar, mientras los miembros de la Orden decidían si reunía las condiciones...
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José Antonio Martín Pallín
Es abogado de Lifeabogados. Magistrado emérito del Tribunal Supremo. Comisionado de la Comisión Internacional de Juristas (Ginebra).
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