TRIBUNA
Un Podemos más dirigente
Germán Cano 23/09/2016
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Usaba Ernesto Laclau a veces como ejemplo el caso de una muchacha argentina que, en los setenta, al prohibírsele su aborto en un hospital, agarró una piedra y la arrojó contra la vidriera gritando “viva Perón”. Con ello quería mostrar hasta qué punto la consigna "Perón" había terminado condensándose como símbolo de época para toda persona que quería lanzar una piedra contra toda situación de injusticia. De alguna forma, salvando las distancias, cabe decir que la irrupción de Podemos en el paisaje político español actuó como esa "piedra" del malestar. Una protesta en un contexto muy golpeado por la crisis y marcado por las maniobras orientadas a convertir esa exposición al shock de la población en una suerte de ortopedia para "tragar" mejor sus consecuencias: despidos, rebaja de salarios, recortes, resignación individual, incremento de la desigualdad.
La campaña de las europeas mostraba al intruso Podemos visibilizando un escenario a contrapelo de lo que los políticos profesionales solían decir, traduciendo en un nuevo lenguaje colectivo lo que solía vivirse bajo la vergüenza individual. Asimismo, apuntando a las grietas del Régimen construido en el 78, no dejaba de señalar un bloqueo histórico de larga escala. Este tenía que ver con las fracturas del mapa territorial y un orden institucional al que se le veían las costuras. Nunca se destacará lo suficiente cómo Podemos logró dar expresión política a problemas que, en su aislamiento, no solo generaban lo que los medios llamaban la "desafección", sino resignación y cinismo.
Podemos era consciente del posible efecto bumerán de su hipótesis inicial, pero era el precio a pagar
En ese trabajo político Podemos era una piedra lanzada de forma airada, pero también, esta era la gran novedad, buscaba construir también un nuevo “bloque” social y cultural, una tensión que realmente perturbaba y tocaba hueso. ¿Cómo explicar si no ese sintomático titular de El País que reducía interesadamente la formación a ser "el partido de la ira ciudadana"? Ante la perspectiva de un Régimen que aparecía cada vez más como simplemente dominante, pero incapaz de seducir o generar consentimiento –poca ilusión, desde luego, y mucho desencanto o impotencia–, Podemos no ocultaba su ambiciosa voluntad de “liderar” a otras fuerzas e incorporar aliados y fuerzas de cambio insospechadas para la lectura de Izquierda tradicional, poco amante de experimentos. Buscaba, por decirlo con terminología gramsciana, ser una formación "dirigente" en la medida de lo posible, aun cuando también fuera consciente de que, ante esa ventana de oportunidad, había que armar una máquina electoral de forma acelerada.
Solo desde esta tensión entre aparato electoral y voluntad dirigente se logró también abrir una brecha histórica que obligó a los demás actores a moverse en mayor o menor medida (menos el PP, en parte, que sigue haciendo gala de un orgulloso tancredismo). No voy a recordar todo lo que aconteció después, pues ya es sabido, pero sí me gustaría discutir en qué sentido el inevitable salto a la normalización de lo institucional de una formación que nació en esa situación "populista" ha podido frenar o no nuestra marcha. Estas reflexiones podrían quizá también arrojar algo de luz sobre por qué se ha abierto un debate en nuestra formación que presuntamente distinguiría una línea "dura" de otra, digamos, más "amable", pero en ningún caso pusilánime ni muchísimo menos "traidora" a sus supuestos orígenes.
En Podemos se era consciente desde el principio del posible efecto bumerán de su hipótesis inicial, pero era el precio a pagar: por una parte, era imperativo colonizar y cultivar ese pedregoso y aristado terreno de la indignación popular que, de no hacerlo, sería aún más explosivo, como se está viendo en Europa; por otro, ese juego con la exterioridad era arriesgado: cuanta más "autenticidad" en el discurso, más se corría el riesgo de que cualquier "mancha", por mínima o insignificante que fuera, máxime ante la máquina de exposición mediática, pudiera actuar en efecto contrario, desinflando las ilusiones. Richard Sennett realiza aquí, independientemente del sesgo ideológico, un análisis interesante del caso Nixon y de toda política de la "autenticidad" y del "corazón" en la era mediática.
A la hora de plantear su posición política, este, consciente de la naturaleza de la sociedad mediática de masas, se vio obligado a plantear un discurso de autenticidad subjetiva frente al establishment. Valores como su compromiso personal, su justa indignación, su carácter insobornable servían para conectar emocionalmente con su público. Pero al concitar tanto su atención sobre él y sus impulsos —plantea Sennett— Nixon se hizo cada vez más vulnerable ante cualquier sombra de sospecha. El discurso de la autenticidad se volvía contra él con tanta más virulencia cuanto más se apoyaba en una supuesta exterioridad a lo establecido.
Paciencia y hegemonía
Por otro lado, el problema de una exterioridad outsider de este tipo es que, si quiere aspirar al ejercicio hegemónico, también ha de parecerse a lo que cuestiona. Y, por tanto, aceptar entrar en el juego institucional aunque sea como caja de resonancia de las nuevas demandas. En esa tensión entre parecerse a su sociedad y buscar otra distinta habitaba desde el inicio el discurso de Podemos y fue lo que le dio posiblemente tanta fuerza de expansión.
La tarea política a desarrollar en el futuro no era solo urgentemente testimonial o moralizante –lo que no siempre fue visto por sus críticos–, sino paciente y hegemónica: articular una nueva construcción popular a partir de la situación de honda desagregación social producida por la crisis. Es este escenario el que se vuelve aún más apremiante hoy, tras el 26J, en el nuevo "mientras tanto", donde, en situación de bloqueo institucional y enfriamiento de expectativas, se requiere de una guerra de posiciones más afinada, menos impositiva y más flexiblemente consciente de la gran resistencia de las trincheras culturales del Régimen del 78. Si "el aburrimiento ha cambiado de bando", ¿no es también justo porque se ha abandonado esa voluntad de liderazgo social en aras de un discurso más impermeable a la normalidad del país y menos realista?
Parece injusto que alguien plantee Podemos como la contraposición entre una amabilidad pusilánime y una dureza auténtica
Por eso mismo –y salvando las distancias– hay un grano de verdad cuando se plantea que la entrada en las instituciones ha "normalizado" el discurso de Podemos. Como no podía ser de otro modo, cabría añadir, si se tiene en cuenta que por sí misma esa exterioridad no domesticada no tiene fuerza suficiente para dirigir el cambio social. Lo nuevo, aun en una situación extraordinaria, no emerge de lo radicalmente otro, sino también de lo viejo y sus tensiones. No cabe cambiar un país si no nos manchamos de él y partimos de su material humano concreto. Y este hoy es muy ambivalente y contradictorio.
De ahí que plantear un discurso airado más orientado a situaciones límite (el dolor social) sin contrapeso “dirigente” corra el riesgo de perder suelo. El trabajo político no comienza solo comunicando con claridad y crudeza la fuerza de convicción, la voluntad de transformar la sociedad, elevando a la gente de la normalidad cotidiana a sus “luchas objetivas” en el campo de batalla, sino también en las trincheras ideológicas cotidianas. Y aquí la única pedagogía convincente exige convencer. Sospecho que si hubiera que rastrear el fondo de algunas divergencias teóricas, tendríamos que debatir en serio sobre qué pensamos de verdad sobre las complejísimas relaciones, en esta coyuntura internacional además, entre hegemonía y fuerza.
Por ello, porque lo que está en juego es cómo plantear un bloque histórico nuevo, parece injusto y estéril que alguien plantee el debate en Podemos como la contraposición entre una amabilidad pusilánime y reconciliada con las injusticias del presente y una dureza auténtica. En primer lugar, porque esta visión parece entender la emergencia de Podemos en los términos exclusivos de una solución surgida excepcionalmente de la crisis y que solo puede construir cambio desde un discurso político que interpele a los indudables dolores sociales. Bajo este punto de vista no solo se abandona el terreno de la normalidad indignada, un espacio de valores críticos y de fuerzas de cambio decisivo, primando a los sectores más movilizados y militantes. En este gesto corremos el peligro de que el trabajo ideológico inicial orientado a politizar la crisis y darle otro relato ceda a lo que podríamos denominar una exclusiva pedagogía del conflicto.
Del asedio al cerco
Asimismo, desde el punto de vista del diagnóstico, la reflexión sobre la correlación de fuerzas también puede conducir a una posición excesivamente autoafirmativa que subestime las posiciones entretanto ganadas por el adversario. Aquí la apelación a la épica y la elevación de la voz son malas consejeras, porque sobrevalorando la voluntad pueden desatender la relación real de fuerzas. Y en el contexto del actual bloqueo institucional, pensar que el reclamo ciudadano de un gobierno y su hartazgo pueden desaparecer bajo la alfombra, insistiendo en los valores que nos han llevado hasta aquí, puede ser una mala estrategia comunicativa.
Abandonar la forma de la máquina de guerra electoral construida en Vistalegre o pasar "del asedio al cerco" requiere no tanto autoafirmación como liderar todas las fuerzas de cambio y abrirse a realidades sociales más amplias que la del conflicto directo. Al menos, si se busca construir un nuevo "bloque histórico". Y solo se lidera dando respuesta a los problemas que no pueden ser solucionados por las otras formaciones políticas por sus contradicciones inherentes, ampliando la base social desde un discurso en el que todas las fuerzas de cambio puedan reconocerse y desde el que se amplíen los restantes antagonismos que recorren la sociedad civil.
Escribía Manuel Sacristán que "la negativa a aceptar que los hombres son lo que y como son, y que ya con lo que son y como son hay bastante para luchar contra tiranías y aberraciones, es la base de todas las memeces y todos los desvaríos de los ideólogos progresistas". Una fuerza política como Podemos debe evitar el riesgo de que su normalización como partido le conduzca al ensimismamiento. Pero el peligro de hacer recaer el peso político solo en el conflicto y la movilización frente a la supuesta pasividad de la vida cotidiana no es menor: aísla las buenas intenciones de esa política de la sociedad real, la que existe con sus contradicciones y ambivalencias.
Que el discurso de la degradación social no sea el único motor y el dolor la exclusiva palanca para construir un nuevo bloque histórico
Se observa, ante las nuevas y prometedoras iniciativas surgidas en estas semanas –por las que hay siempre que felicitarse–, que algunas insisten en la necesidad de "reiniciar", de volver a cierto realismo de la acción, de la calle, de la tensión social frente a un supuesto "moderantismo" y exceso discursivo. Por supuesto, bienvenida sea toda aproximación a esos necesarios espacios, pero el peligro que se corre poniendo aquí el centro de gravedad es que desatiende una parte fundamental de la práctica política de cambiar las cosas. Conectar con la experiencia viva y "concreta" de la gente es algo mucho más rico y complejo que apelar mecánicamente a la diferencia entre el "activismo” político y la “pasividad" de espectadores. Como ha resaltado Pablo Padilla, en eso consistió la genuina “radicalidad” del 15M.
Aunque debamos acoger y estar a la altura de su empuje, no tenemos ninguna garantía de que el "cambio" provenga de una política solo impulsada por el progresivo deterioro de las condiciones de vida. Nuestra política no solo tiene que elevar la voz y ensombrecer el gesto; ha de saber y poder interpelar en términos positivos, generar ilusión concreta en una nueva sociedad, a la que no podemos acercarnos solo desde el "lado malo". La llamada "feminización de la política", tan invocada como en el fondo despreciada por las agendas politicistas, apunta a un cambio de gesto y de tono, pero, más profundamente, a una reflexión crítica respecto a un activismo impaciente con el mundo tal y como es, una predilección del gesto excesivo. El antagonismo no se mide solo por la agresividad.
Navegar contradicciones
Es el abandono de esa función dirigente y sus profundas tensiones lo que nos hace débiles ante el regocijo de nuestros adversarios; es habitar esta incomodidad desde la que partimos la que nos hace fuertes. Es importante que el discurso de la degradación social no sea el único motor del cambio y el dolor social la exclusiva palanca para construir un nuevo bloque histórico; necesitamos otros discursos y otras estrategias que puedan conectar e incorporar las numerosas fuerzas de cambio existentes.
De ahí la gran importancia que, en este preciso contexto de encrucijada, tiene la Universidad de Podemos que se desarrolla durante estos días en Madrid (22-25). ¿Qué mejor ejemplo de una reflexión política colectiva abierta a los problemas de su sociedad, enriquecida por la pluralidad de sus enfoques y militantes, de un proceso de aprendizaje histórico que se nutre de la interacción entre cuadros, simpatizantes y "dirigentes"?
El antagonismo no se mide solo por la agresividad
¿Hemos olvidado esta voluntad dirigente? ¿Alguien pensó que solo era una fase provisional para conseguir ser dominante alguna vez? Podemos nació afrontando el reto de navegar estas contradicciones; dividirlo, por errores internos o interesadas caricaturas externas, en una doble alma parcialmente hipertrofiada, la culturalista, y la activista; la moderada y la insobornable que "afila los dientes" en la calle, no nos convertirá en la fuerza de cambio que esta sociedad demanda. Si necesitamos laboratorios como esta Universidad es porque es urgente, aparte de la movilización social, una política cultural a la altura de los dolores y las normalidades. Una que, lejos de ese "saber enciclopédico", "desinflado e incoloro" que, según Gramsci, "deja a los hombres desarmados y pasivos frente a los hechos", pueda brindar herramientas para la transformación de nuestra sociedad, saberes que nos anuden mejor a nuestros derechos y obligaciones en el mundo en el que hemos sido arrojados; que nos hagan comprender el reto histórico en el que nos encontramos no solo en nuestra militancia, sino en nuestra vida cotidiana.
Usaba Ernesto Laclau a veces como ejemplo el caso de una muchacha argentina que, en los setenta, al prohibírsele su aborto en un hospital, agarró una piedra y la arrojó contra la vidriera gritando “viva Perón”. Con ello quería mostrar hasta qué punto la consigna "Perón" había terminado condensándose como símbolo...
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Germán Cano
Profesor de Filosofía Contemporánea (UAH).
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