GENTES DE MAL VIVIR
Dario Fo: nacer con el don de la risa
La larga vida del juglar italiano, muerto a los 90 años, constituyó una invencible carcajada contra todas las máscaras del poder
Miguel Ángel Ortega Lucas 14/10/2016
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Nació con el don de la risa, y con la intuición de que el mundo estaba loco. Y ése era todo su patrimonio.
Es la frase inicial de Scaramouche –otro célebre bufón, a quien dio vida otro italiano–, pero parece escrita para la piedra y la rosa últimas de don Dario Fo.
Nacido, o bendecido, bajo el signo de la risa, no es por ello extraño que él mismo se considerara tremendamente “afortunado”: pocas máscaras más resistentes, más escurridizas, más poderosas como el humor para sobrevivir en el gigantesco manicomio de este mundo; hasta morir sonriendo a los 90. Existen, hay seres así. Y su fortuna es la nuestra al poder tenerlos cerca, al compartir la escena con ellos (en esta farsa tétrica siempre habrá algunos, aunque sean pocos, que chisporrotean entre las sombras).
Porque ¿quién era Dario Fo? Un volcán que fuera un globo que explotara en carcajada. “Tuve una suerte increíble”, repitió hasta el final, hasta sus últimas entrevistas. “Crecí [en Sangiano, minúscula población de la región de Lombardía] con chicos que no habían nacido en Italia sino en otros lugares de Europa”, contaba a la web fanpage.it con motivo de su último cumpleaños. No había manera de comunicase en un idioma al uso, ni el dialecto local; así descubrió Fo que el lenguaje es un organismo vivo e inaprehensible de posibilidades infinitas: que una onomatopeya puede sugerir un gesto, y que un gesto también puede llegar adonde las palabras no pueden, humilladas. No se trataba de gesticulare –explicaba–, sino de gestire: casi literalmente, decir con el gesto.
Consagró su vida al arte pero jamás entendió el arte sino como consagración de la vida
Seguramente muy pocos artistas hayan dicho tanto del mundo, y de sí mismos, con su gesto: el del mimo, el del juglar, el del dramaturgo, pero también el del ciudadano; con su manera de ser en el escenario, pero también con su manera de estar fuera de él. Fo tampoco dejó de recordar, cada vez que tuvo ocasión, testarudo, como un gigantesco moscardón a lo largo de su portentosa carrera (lo cual equivale a decir de su portentosa vida), esa incómoda sospecha de que un artista no es sólo su obra; también es su conducta. Consagró su vida al arte pero jamás entendió el arte sino como consagración de la vida que tiembla por debajo de las tablas, más allá de las puertas del teatro. Terco como una mula, pero una mula con alas: basta verle, hace décadas o hace cuatro días, en sus apariciones en televisión, para identificar en él a ese ángel que sólo se da cuando le da la gana a la Fortuna.
Majestuoso y cercano, tierno y corrosivo como el aguacero que barre los desfiles, Dario Fo veló sus armas en la Comedia del arte, renacentista y heredera de una tradición milenaria (mediterránea) en que la máscara y el gesto –siempre el gesto– apuntan siempre más allá [no sería nada extraño que resultase pariente remoto y lateral del proscrito Giacomo Casanova]. Pero aquello no le pareció suficiente: en un tiempo de agitaciones y partidismos radicales, Fo se posicionó en el margen al que pertenecería siempre, incluso hasta después de que sus compañeros de viaje de la izquierda siguieran camino en coche oficial. Fundó en 1968, con su pareja –ésta también para siempre–, Franca Rame, hija a su vez de cómicos del camino, la compañía Nuova Scena, con el objeto de disparar sin dios ni amo desde las lindes de una trinchera estrictamente circense, levantisca y popular. Rara vez conocerían la paz, los buenos términos con el Poder.
Busca por el camino de la farsa, del sainete, del circo, por la canción; e introduce en ello su mensaje político
Escribía Eduardo Haro Tecglen en El País, en una reseña de 1982 sobre Muerte accidental de un anarquista (1970), uno de sus mayores éxitos: [Fo] “busca por el camino de la farsa, del sainete, del circo, por la canción; e introduce en ello su mensaje político, a veces dicho literalmente, directamente al público”. Destacaba Haro, diferenciándolo de Bertolt Brecht, su latinidad, “una tradición propia del teatro napolitano y del veneciano; una rapidez de lenguaje y movimiento escénico”. Y añadía, sobre el magma profundo de la pieza: “El personaje del loco que tiene la clave de la razón, o que revela la sinrazón de su tiempo y su sociedad”; “tan antiguo que basta sólo citar el Quijote”.
Ese loco que tiene la clave de la razón es exactamente el arquetipo que aspiraría siempre a levantar este autor, por activa o por pasiva. Resucitando el espíritu de esos juglares de la legua –quijotes de fortuna desde los albores de la latinidad medieval– que informaban y azuzaban al pueblo con sus fábulas, que los entretenían para advertirles del peligro de vivir entretenidos por el traje nuevo del rey desnudo. Existe apabullante unanimidad entre la crítica respecto a cuál es la obra magna de Darío Fo: Misterio bufo (1969).
En ella, explicitaba él mismo, “repito la operación del antiguo juglar, que encontraba en ciertos textos de la Biblia y el Evangelio las claves para sus parábolas de los comportamientos eternos del poder y de quien está sometido al poder. Cuando repito ese modo en que el juglar hacía leer los textos sagrados, estoy indicando al pueblo de hoy cuál era su manera de descubrir en la cultura de entonces, en estos textos precisamente, la suerte que le iba a tocar. Cuál era su manera de expresarse por boca de los juglares. Y le invito a que vuelva a apropiarse de su cultura para saber enfrentarse hoy, de nuevo, a la cultura erudita y académica”.
Su indumentaria escénica, todo su despliegue: “Jersey de cuello alto y pantalón negros, micrófono, luces y nada más”, apuntaba su traductora al castellano, Carla Matteini, en la edición de esta obra por Siruela. “...Nada más ni nada menos que su talento, su voz y su gestualidad portentosa para evocar y revivir en escena a borrachos y obispos, juglares y papas”.
Juglares, Nobeles y Papas
Porque ¿quién era Dario Fo? Un hereje, un escándalo. Un sacrílego deseando estar de acuerdo con Dios, pero para quien los administradores de Dios en la Tierra iban a estar siempre estorbando. Sacándoles la lengua gloriosa del bufón, o bailando como un derviche sobre las brasas de la hoguera.
Los funcionarios de la sucursal divina llamada Vaticano le tacharon de él mismo, o sea, de juglar –como si fuera un insulto–, cuando le fue otorgado el premio Nobel de Literatura, en 1997. “Esta vez, en cambio, Dios ha estado estupendo. Dios existe y además es un juglar”, les respondió el aludido, exultante, ante los medios de comunicación. “He visto palpable la demostración de que Dios ama la burla”. Pero los corifeos del papa Wojtyla se sabían respaldados: el galardón provocó entonces –sobre todo en Italia, entre la llamada intelectualidad italiana– una polvareda similar a la de estos días respecto a otro juglar de distinto palo, Bob Dylan. [Tuvo que salir el patriarca Umberto Eco en su defensa, señalando que los italianos no conocían la faceta de autor de Fo como el resto del mundo: su fama como actor había eclipsado en su tierra todo lo demás.]
El humor, que es una máscara, desenmascara de manera fulminante la falacia ambiental
En cualquier caso, el bufón sólo era, para los poderes fácticos, “un indeseable, un comicastro irreverente y faltón” –escribió entonces, en un magnífico artículo en El Mundo, su traductora, C. Matteini–. Y ciertamente les sobraban los motivos para tal aversión: los ataques, por tierra, mar y aire, de Dario Fo, no sólo contra la élite eclesiástica, sino contra cualquier cosa que oliera a élite, habían sido inmutables durante décadas. Y la reacción subsiguiente de algunos de estos poderes, o aspirantes al trono del crimen, no hace sino confirmar el profundo peligro para sus mentiras que ha supuesto siempre la sátira: el humor, que es una máscara, desenmascara de manera fulminante la falacia ambiental, como un soldado díscolo pero letal compartiendo filas en el mismo ejército de la verdad, de la alegría y de la belleza. La carcajada de Dario Fo era así, también, una mueca congelada que aterraba a los enemigos de la vida.
Jamás dejó de reír, pero –ahí su humanidad gigantesca– no porque todo fueran bromas en su vida, sino porque sólo riendo podía conjurar las sombras. En 1973, su compañera, Franca Rame, fue secuestrada y violada por un grupo de extrema derecha. Poco después, Rame escribió un monólogo (La violación) que ella misma representó en escena. (Quiere decirse que éste era el hombre, y ésta la mujer.)
¿Cuál es su recuerdo más feliz?, le preguntan en la entrevista que mencionábamos al principio, con motivo de su 90 cumpleaños. “Franca Rame”, respondía sin dudar. [Tres años más joven que Fo, murió tres años antes que él, en 2013.] “Pensaba que era demasiado bella para mí”, rememoraba el juglar, con su sonrisa invencible, con su energía adolescente intacta. “Todos la buscábamos. No es para mí, me decía a mí mismo. Pero un día me agarró por la espalda, me dio la vuelta, me abrazó, y me dijo que yo era su hombre”.
Borges tiene un bellísimo y misterioso poema, de sólo dos versos, que reza: Yo, que todos los hombres he sido, no he sido nunca / aquel en cuyo abrazo desfallecía Matilde Urbach. Dario Fo, que todos los hombres ha sido, también ha sido, sobre todo parece haber sido, el hombre que pudo desfallecer en el abrazo de Franca Rame.
Al fin y al cabo, pasados todos los ruidos y furias de una vida, a qué papel más alto cabe aspirar, antes de que le cierren a uno definitivamente el telón.
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Miguel Ángel Ortega Lucas
Escriba. Nómada. Experto aprendiz. Si no le gustan mis prejuicios, tengo otros en La vela y el vendaval (diario impúdico) y Pocavergüenza.
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