GENTES DE MAL VIVIR
Nunca es demasiado tarde, Sabina
Siempre se vuelve al poeta para comprobar que la brújula de la aventura sigue en su sitio
Miguel Ángel Ortega Lucas 15/06/2016
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La vida es una burda estafa innoble / y no hay donde poderla denunciar, garabateó hace años, aparatosamente, cierto adolescente apocalíptico, cuando ya había dejado de ser adolescente, en alguna noche siniestra de una ciudad sin nadie (pongamos que era Madrid).
Porque la vida nos parece demasiadas veces una vil refutación del cuento que nos contaron de niños, mirando por la ventana a oscuras. Calixto se hartó de Melibea –un amor civilizado al fin–, Melibea se la daría con cualquiera, pero ahí siguen: con sus recibos, su tele de plasma, su escena del sofá. Alicia fue hallada muerta anoche, en el País de las Pesadillas, por sobredosis de desengaños. A Caperucita la tiene a comisión el Lobo en El Edén –un antro de carretera con luces azules, rojas y amarillas–; la Bella Durmiente aquella del instituto que iba a plantar al príncipe azul por el bufón de la corte ya no sueña ni despierta, viendo sin ver Sálvame (“cómo pudo sucederme a mí”). Y hay quien, entre salto y salto por los tejados sin dueño, todavía se acordará de ti –esa ruina de donjuán–. Nos hace falta entonces, sí, tantas veces, “un mapamundi del deseo, un inventario de la duda”. Alguien que nos despierte en la noche, furtivo, y nos guíe hasta la salida del callejón sin salida del cuartel; que nos lleve de vuelta al vértigo y la ciudad levando los anclajes del galeón pirata del corazón en cueros.
Siempre, siempre se vuelve a Sabina. Hay que volver a Sabina como se tantea uno la camisa, a la altura del pecho, para comprobar que la brújula de la aventura sigue en su sitio, que sigue habiendo más de mil motivos para no cortarse de un tajo las venas.
Escribió hace décadas Félix Grande, a cuenta de su tutor César Vallejo, que “a partir de una edad sísmica y asombrada”, la adolescencia, comienzan a irrumpir en nuestra intimidad ciertos seres –generalmente de mal vivir– que “se quedan para siempre, quemándonos la casa de nuestras emociones. Constituyen el pan que roeremos durante todos nuestros años para estar alimentaditos, para ayudarnos a aprender a socorrer a nuestro mendigo”. Joaquín (Ramón Martínez) Sabina es uno de esos seres con los que hemos tenido la rara fortuna de coincidir en el tiempo, y por cuyo oficio nocturno de amasar emociones podemos su cofradía compartir otro pan de consuelo mientras velamos, con Vallejo, el cadáver de un pan con dos cerillas; pero también brindar: brindar con un brebaje de euforia en las noches más feroces del delirio.
Ya dijimos alguna vez que, de no haber existido, a Sabina habríamos tenido que inventarlo entre un pirata del Caribe, un Humphrey Bogart con el don de la risa y aquel amigo del instituto que hacía novillos por la muchacha de arrabal –amarillos de envidia los cobardes, los sumisos; los mezquinos que ladraban porque no se atrevían.
No sabemos cuántos novillos pudo hacer –pocos, seguramente– en aquel país franquista de su niñez en que parecía “llover todo el tiempo”; en esa hermosa ciudad provinciana (Úbeda, Jaén) en que ni siquiera el comisario de policía tenía vocación de tal, porque también escondía versos clandestinos por debajo del papeleo: es lo que hacía su señor padre, don Jerónimo Martínez, a quien Muñoz Molina inmortalizase en El jinete polaco (1990) como el comisario Florencio Pérez (“…y temiendo no acordarse luego de un endecasílabo tan indiscutible volvió a su escritorio y lo anotó en el margen de un oficio, fingiendo que apuntaba algún detalle de la declaración de la guardesa…”).
Con la madre la cosa sería distinta. No era tan leída, se sentía un poco señorita venida a menos, y era franquista
Fue el padre, indefectiblemente, quien comenzó a inocularle la fiebre poética a aquel adolescente de los años 60: ese policía que se sabía mejor a San Juan de la Cruz que el reglamento, que escribía en clave de soneto la dirección de las cartas a su hijo cuando éste hacía la mili, y que una vez jubilado se dedicó a redactar sus memorias, hasta que una mañana llegó en su relato hasta el exacto día en que se encontraba, y entonces siguió escribiendo: las “memorias del futuro” –contó luego el hijo, y no tenemos por qué no creerle: Macondo siempre son los padres–. Con la madre la cosa sería distinta. Pero nos limitaremos a señalar que no era tan leída, que se sentía un poco señorita venida a menos, y que era franquista “pero de rezarle y de tener estampitas” del dictador (aunque defendía con igual vehemencia los delitos de su hijo pequeño).
También hubo un abuelo, su abuelo paterno, Ramón. “Tal vez el miembro de mi familia al que más amo, y sin tal vez” –refirió Sabina a Javier M. Flores en el libro En carne viva (2006)–. El recuerdo de su abuelo es conmovedor por varias razones, pero hay una estampa decisiva, quizás: en la feria de septiembre, por San Miguel, llegaba la zarzuela a Úbeda; los matrimonios y las fuerzas vivas del pueblo “se ponían de tiros largos” y acudían al teatro, y el niño y su abuelico Ramón también iban, veían el espectáculo desde el gallinero, “y antes de que acabara la zarzuela volvíamos a casa, para que no nos regañaran”.
Un compinche; una transgresión furtiva y feliz de lo establecido; y las luces de un escenario y el temblor de la música ahí al fondo: una educación sentimental. No hará otra cosa el joven Sabina, en cuanto pueda, que burlar las normas de todos los hombres de traje gris que le impidan colarse en el espectáculo abigarrado y sangriento de vivir. [Que le gusten tanto los toros tendrá más que ver, quizás, con cierta fascinación infantil por el héroe solitario ante el peligro que por cualquier otra historia]. Y siempre, siempre en sus canciones el marginal, el perseguido, el incomprendido o inadaptado por lo civil o por lo criminal.
De ahí una clave mayor de ese éxito que se le acabó imponiendo como un vendaval furioso; de su entendimiento instantáneo con individuos de cualquier edad, sexo, condición y etiqueta: su mirada es una continua radiografía de los desheredados del corazón, de los exiliados en su propia piel. No sólo del quinqui ochentero o de las barbie superstar de fin de siglo, sino de usted y de mí; los que, aquí en la normalidad, sabemos que lo normal puede ser sospechoso.
Por eso no puede pasar de moda: porque, para quien tenga el alma en resonancia con su manera de decir, sus discos conforman un manual de la subversión, de la verdadera subversión: la que escapa de la trampa que acecha al pasar por el aro. “Mi manera de comprometerme fue darme a la fuga”: quizá lo escribiese como otro de sus versos cínicos, brillantes y redondos, de contradicción barroca, que tanto juego le han dado siempre, pero en el fondo así es: su manera de comprometerse con su propia vida fue darse a la fuga, para demostrarnos a nosotros –expertos aprendices de todo– que es posible, y que a la postre esa huida está al alcance de cualquiera (que se atreva), pues en el último antro del mundo puede encontrarse esa voz que susurre Me moría de ganas, querido, de verte otra vez.
A los 14, al aprobar la reválida, consiguió que le compraran una guitarra, en vez del consabido reloj que se regalaba en su familia como premio ante algún mérito: en vez de un artefacto que cuenta las horas, una artesanía que suspende el tiempo.
“Su harto, su sediento”
Más de una vez ha repetido que su más ambiciosa aspiración juvenil, en un ambiente en que nadie aspiraba a nada, se parecía más a ser Muñoz Molina que a serBob Dylan. Pero no. Le tocó ser Sabina.
Es en Londres, en los siete años que pasa en Londres tras su huida de Granada en 1970 con el pasaporte de un ángel de la guarda llamado Mariano Zugasti (la archiconocida historia del cóctel molotov como protesta por el Proceso de Burgos), donde empieza a fraguarse esa voz que ahora es leyenda. Sólo usaba la guitarra, al principio, para interpretar en los restaurantes canciones folclóricas hispano-americanas. Hasta que en algún momento de sus veintitantos se encerró en su habitación, conjurado para no salir hasta que no hubiera cincelado un tema propio. Pero ya había escrito un puñado de poemas (recogidos luego en De lo cantado y sus márgenes) en los que saludaba a sus maestros y se vislumbraba el pulso lírico que luego le haría célebre.
Que el amor también tiene / sus sabios y sus necios, / sus ricos y sus pobres, / su harto, su sediento, escribe en romance, como Antonio Machado y José Alfredo Jiménez cantándose al alimón. La mujer te ha abandonado, hombre –escribe, con Vallejo atronando en un susurro–, / ¿qué ha de servirte ahora la dialéctica, / tu retrato amarillo, tus toallas? O se pone respondón y puñetero, casi Bukowski, al sentenciar que
después de haber sido repetidas veces
humillado por mediocres,
vejado por cretinos,
ignorado por insignificantes, […]
he decidido por decreto ley,
solemnemente,
proclamar sin pudor que soy un genio
y que la humanidad no me comprende
No iba a durarle mucho el ninguneo. Acabando los ’70, ya en Madrid y muerto Franco, dio con Javier Krahe para, junto con Alberto Pérez, liarla dos veces por semana en un sótano de La Latina llamado La mandrágora. [¿Fue tan bueno aquello como dicen, Javier?, le preguntamos a Krahe en 2013. “No”, respondió: “Fue mejor”.]
Y voló tan deprisa, el viejo Peter Pan, que hasta su propia sombra de vista le perdió. Al menos desde 1985 (Juez y parte), y durante los quince años siguientes, Sabina fue ascendiendo como un ave nocturna hasta acabar compitiendo sólo con él mismo en el territorio de la canción en lengua castellana. Esa lujosa imaginería, lírica y musical; el asombroso cóctel (molotov) que comienza a destilar, como si llevara dentro del bombín no un conejo, sino el agujero que lleva a la madriguera del conejo, anda lejos de ponderarse aún en su justa medida en un país en que eso sólo sucede cuando uno se muere [que en su caso, al menos, le funciona como justo reclamo hace ya tiempo: Vamos a ver al Sabina, no vaya a ser que sea la última…].
El fin de su adolescencia, a los cuarenta y diez. Aun con la pérdida de intensidad, ha seguido ventilando canciones inalcanzables
Es ya casi un lugar común decir que no volvió a ser el mismo tras el marichalazo de 2001, truncando una época creativa portentosa destinada a continuar tras el cenit de 19 días y 500 noches (1999). El fin de su adolescencia, a los cuarenta y diez. Pero se trata de un daño colateral derivado de medirse sólo con su sombra: aun con la pérdida de intensidad, ha seguido ventilando canciones inalcanzables para el resto de aspirantes. También se ha dejado joyas olvidadas en el cajón, y regalado a amigos otras que, si llega a importarle algo más el cálculo, hubieran sido éxitos propios y rotundos (hablaremos otro día de ese disco redondo que pudo ser y no fue porque no le dio la gana).
Da igual: siempre, siempre se vuelve a Sabina, como volvemos a recordar, con una sonrisa cómplice, la historia de aquel familiar díscolo que se fue a por tabaco un día, y no volvió. Muchos niños que odiábamos los espejos necesitábamos de esas canciones para (sobre)vivir, y la intuición y los hechos y el peso majestuoso de su obra hacen pensar que muchos niños que no han nacido aún las necesitarán igual, mientras sueñen en las noches de su pueblo con las llaves de la Ciudad Prohibida.
Ahora que el diario no habla tanto de él, que en la película que nos ponen nunca ganan los buenos, que amanece y nos echan otra vez sin haberla encontrado en toda la noche, recordar que seguimos soñando con escribir la canción más hermosa del mundo. Volver a esa canción; que nos recuerde otra vez el mapa del tesoro de la isla adolescente donde dos no es igual que uno más uno y uno y uno sumaban tres, Capitán.
La vida es una burda estafa innoble / y no hay donde poderla denunciar, garabateó hace años, aparatosamente, cierto adolescente apocalíptico, cuando ya había dejado de ser adolescente, en alguna noche siniestra de una ciudad sin nadie (pongamos que era Madrid).
Autor >
Miguel Ángel Ortega Lucas
Escriba. Nómada. Experto aprendiz. Si no le gustan mis prejuicios, tengo otros en La vela y el vendaval (diario impúdico) y Pocavergüenza.
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