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La memoria es un proceso activo y subjetivo. Es frágil, inestable e insegura. Para desafiar al tiempo, la memoria se ampara en los objetos y reelabora los vagos recuerdos. Entre el objeto y la narración elaborada, componemos nuestros relatos, los que nos dan identidad y justifican nuestras historias. Los relatos de Rosa Muñoz se sitúan justamente en la pulsión de este complejo ejercicio: ficciones construidas y retazos salvados del pasado para no olvidar, para construir los futuros (nuevos) mitos.
Hasta el 29 de enero en el asturiano Museo Barjola se expone una muestra retrospectiva de la línea de trabajo más artística de Rosa Muñoz, la también retratista de muchas de las personalidades de nuestro país, desde Pedro Almodóvar, Gabino Diego y Espido Freire hasta Mariano Rajoy, José Bono y Alberto Ruiz Gallardón, y que entre algunas de sus fotos más anecdóticas, logró hacer mojarse, literalmente, a Eduardo Zaplana, o aunar en una misma imagen al entonces aún candidato a la presidencia José Luis Rodríguez Zapatero y su objeto de deseo, el sillón de presidencia, a lo American beauty (1999) o disfrutando la lluvia de pétalos de la rosa de su partido, según se quiera ver.
En todo caso, su método colorista de construir relatos y su discurso, múltiple, reflexivo, grave y otras veces divertido, no dejan indiferente a nadie. Se deberá a la pasión de Muñoz por la escenificación, o por su talento para la retórica, la elaborada puesta en escena fotográfica y el minucioso tratamiento de edición posterior. Cualidades éstas que ya estaban presentes desde su primer serie, Casas (1992-93), o en las siguientes El Bosque Habitado (2009-12) y Paisajes del futuro (2009-12), donde la obsesión por el concepto del tiempo pasa hacerse más grandilocuente y rotunda hasta evolucionar y madurar con la última, Estratos del tiempo (2014). “El tiempo es el denominador común de mi trabajo y de mi trayectoria”, afirma.
La muestra parte del conjunto de piezas de ensoñaciones habitacionales: poéticas viviendas abandonadas, en ruinas, pero aun aparentemente habitadas, iniciales piezas de la creadora que, sorprendentemente, fueron realizadas sin artificios digitales, tan sólo manipulando la iluminación. Siguen los fragmentos naturales domesticados, estampas casi surrealistas localizadas en un bosque, un desierto o una playa. Ambas series tienen algo de siniestro en su extraña cotidianidad, y ante todo son una declaración contundente del amplio imaginario fantástico de Muñoz. Asistimos asimismo al abandono y la destrucción de la tradición comercial autóctona frente a una mirada a la conciencia colectiva y la heterogénea identidad de las ciudades actuales, o lo que es lo mismo, composiciones en torno al cambiante paisaje urbano y social. Finalizamos con el resto, con lo que sobra y en el mejor de los casos con lo que encontrará su segunda vida en el reciclaje, pero que aquí es recuperado por su valor como activador de recuerdos y su potencial belleza.
Tiene el trabajo de Muñoz algo de arqueología, de deuda, de duelo por nuestra cultura visual
Sin memoria no hay historia y la memoria construida por Muñoz, traducida en codificaciones oníricas, urbanas o de la decrepitud, hay que verla de cerca, a tamaño real, para sentir sus volúmenes y precisión, la fuerza de los colores y la intensidad de los contrastes. Para creer en el engaño, y luego, en el desengaño. Nada está garantizado. Quizá por esa expresiva solidez formal, que pasa de la quietud y la suspensión a la explosión y la destrucción, los objetos de sus historias han acabado deseando más y ansiando salir del plano, de las dos dimensiones; son las obras bautizadas por el crítico de arte Francisco Carpio como “esculto-fotografías”. La emoción del mito por hacerse otra vez real, o por recuperar su pasado. Con sus últimos trabajos de objetos fabricados, encontrados o reordenados, expresándose en la concentración y en lo comprimido, en el brillo de la resina, busca incansable rasgar el paso del tiempo y el olvido.
Tiene el trabajo de Muñoz algo de arqueología y reconstrucción de nuestra modernidad, también de deuda, de duelo por nuestra cultura visual, o si no, de salvación y reaprovechamiento de aquello que era considerado desperdicio, prescindible, pero que, sin embargo, para ella resulta revelador y una pieza clave para (re)establecer su relación con el pasado. Crea y destruye mitos, porque vivimos a base de mitos. Y ya se sabe, el mito que construye la fotografía puede ser el más seductor de todos.
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Autor >
Sara Zambrana
Es historiadora del arte.
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