El tema del mes / Canon y representación
El canon como justicia poética
Los cánones, una creación remotamente humana, los modula la crítica y la Academia. Y, posiblemente, el público. No los pueden construir ni el mercado ni el Estado
Guillem Martínez 23/01/2017
Menéndez Pelayo en una foto publicada el 22 de mayo de 1912 en el número 30 de Mundo Gráfico, con motivo de su fallecimiento.
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El canon es una construcción remotamente humana. Y ahí radica su interés. Su interés: es la única huella humana –no conozco otra– que se fabrica con justicia poética. Precisamente, lo dicho, porque el canon no lo construyen los humanos, sino los humanos remotos. Lo que merece una explicación, que haré por la vía del ejemplo.
Los cánones literarios nacionales fueron construidos en el XIX. Les citaré un ejemplo de cómo se construyó el español. Lo hizo Menéndez Pelayo, como quien dice solo, encaramado en el hombro de otros enanos gigantescos anteriores, como Gallardo, en un momento en el que las literaturas europeas estaban por la labor. No sé. Edmond de Faral en Francia o, en cierta manera, Croce en Italia. A todos, en general, les salió un canon efectivo, funcional, resultón. Menéndez Pelayo viene a huevo para explicar que el origen de estos cánones es humano. Pero, afortunadamente, también remotamente humano. MP construyó su/el canon ateniendo a la ortodoxia católica. Estaba tan sobrado que, para rematar la faena, acabó dibujando un anticanon. La heterodoxia, autores peninsulares que no encajaban con el dogma católico. Mi maestro, Sergio Beser, nos explicaba cómo los volúmenes de Los heterodoxos estaban escritos en dos fases. Cotidianas. Por la mañana y por la tarde. Dos momentos de trabajo separados por el mediodía, segmento en el que don Marcelino se jartaba de vino, perdía cierto freno interior y el heterodoxo del día, que por la mañana era un mamífero que vivió y escribió en el error, pasaba a ser, por la tarde, un autor singular, poseedor de una obra, en ocasiones, no sólo brillante, sino vertebradora de formas y valores únicos, fundamentales.
El canon que construyó Menéndez Pelayo, así, tiende a escorarse hacia lo católico, sí. Pero es efectivo. Funciona. No se equivoca
Menéndez Pelayo, en fin, recurría –o, mejor, no podía evitar– a su yo más remoto, más alejado de su propio control, para valorar, para elaborar canon. Que es, supongo, como se construyen los cánones. Los construye la crítica y la Academia. Y, posiblemente, el público. Muy poco público, por cierto. Y, aquí, un inciso. No los construye el mercado. Exemplum: Coetzee, en periodos normales, cuando no saca libro, no vende en castellano más que unos centenares de ejemplares al año. No obstante, es un autor básico, uno de los pocos de su franja horaria que se leerán en siglos venideros, buscando la certeza, el placer, la sensación inequívoca de toparse de narices con una obra de entidad canónica. Fin del inciso. El canon que construyó Menéndez Pelayo, así, tiende a escorarse hacia lo católico, sí. Pero es efectivo. Funciona. No se equivoca. Y ello porque está realizado desde su lado más remoto, menos militante de sí mismo. Pero también porque las generaciones posteriores –crítica, Academia, público– lo han recibido y ponderado desde su lado más remoto, más libre o, al menos, menos dogmático o, incluso, menos personal. Hay, en fin, una idea de obra maestra. Tiene tanta autoridad que no es consensuada. Está fundamentada en la experiencia personal. Y es restrictiva. Admite pocas incorporaciones al canon.
Es el misterio del canon. No puedes meter en él lo que te satisfaría meter, sino sólo lo que te satisface. Suena raro, pero es literalmente así. Lo que nos hace jugar en otra liga de la satisfacción. Personalmente, me gustaría que Max Aub estuviera en el canon español, me gustaría que el exilio hubiera elaborado una obra fundamental, inexcusable, grande, ineludible. Pero no fue así. Me gustaría que La tournée de Dios fuera una novela de obligada lectura. Me gustaría hablar en una cena de la Epístola moral a Fabio y que hubiera un interlocutor. Me gustaría que el Boris Vian más alejado del Boris Vian que se lee hoy fuera considerado necesario, que los libros breves de Tolstói sobre los nativos del Cáucaso, o sobre su experimentación del anarquismo, estuvieran tan valorados como sus novelas “rusas”, o que toda la obra de Bulgákov fuera imprescindible. Me gustaría que Kurt Vonnegut fuera reconocido como un maestro cósmico. Pero no es así. Y nunca será así. Porque el canon sólo aceptará mis gustos remotos. Es decir, ninguna de mis decisiones, ninguna de las apuestas que precisan mi ideología. Y eso no es bueno. Es muy bueno. Porque ocurre con todo el mundo. Nadie puede presionar el canon.
Lo que en los siglos XVIII y XIX se defendía como canon del XVIII y XIX no existe. Lo hemos creado
Por ejemplo, no lo puede presionar la crítica, la Academia y el público por sí solos. Y, de ninguna manera, lo puede modular el Estado y el mercado. O, al menos, no siempre y no para siempre. Lo que en los siglos XVIII y XIX se defendía como canon del XVIII y XIX no existe. Lo hemos creado. Hemos salvado del franquismo muy pocos objetos, y no siempre en el orden que nos aconsejó el Estado. Ni siquiera en el orden que nos aconsejó la crítica comprometida del momento. De la cultura post-75, una Edad de Plata, según el Estado y, al parecer, la Academia, se salvará muy poco. Bolaño y Marías estarán, tal vez, en esa lista.
Nuestro yo más remoto, todo lo ordenará. La garantía es que todo quedará ordenado. Y con cierta justicia. Es, como les decía, el único caso de justicia poética en el cosmos. La muerte de las humanidades –un hecho: han muerto– creo que facilitará, por cierto, más aún una rápida ordenación.
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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