
Fernando de Szyszlo, Octavio Paz, Damián Baylón, Mario Vargas Llosa y Guillermo Cabrera Infante, en un congreso sobre arte latinoamericano celebrado en Leeds en 1989.
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Cánones equivocados. Hay agrupaciones de consagración que son letales. Ofrezco dos. A Guillermo Cabrera Infante la compañía monocorde de García Márquez y de Vargas Llosa le quitó lectores. A Jane Austen el mercado de la literatura sentimental no le quitó lectores, pero sí atenuó o aletargó sus claves.
Podríamos mencionar, sólo mencionar, otros casos: a Emilia Pardo Bazán la aplanan sus especialistas; ¿acaso es concebible atreverse a cortar una novela como La tribuna (archivo de la llegada del naturalismo a España) y dejar que revivan, aisladas, escenas extraordinarias, como la delectación gozosa de la narración en los detalles, los cuerpos y los movimientos en la fábrica de tabaco, que van más allá de la obligada prescripción naturalista y, de hecho, permiten imaginar el naturalismo como un exceso pulsional? ¿O qué hacer con Sergi Pàmies, autor de cuentos tan extraordinarios como La nostra guerra, confinado a una lista –canon de los cuentistas catalanes hijos de la postguerra– cuya función –en espejo con Pardo Bazán– parece limitarse al contingente de las lecturas obligatorias, otra forma de prescripción tan molesta como necesaria?
Para remover los cánones equivocados, hay que olvidar la “obra” y el “autor” y quedarse con fragmentos. Porque autores y títulos sufren una neutralización de lo vivo a expensas de lo moderadamente difunto: la pereza del boom, la trituradora de la industria cultural, la pesantez de la hispanística, la imposibilidad (¿lingüística?) de que La nostra guerra se lea como se lee a Ernest Hemingway, a Katherine Mansfield o a Ring Lardner (padre).
Hay otros tipos de cánones equivocados: las novelas falsamente subversivas, los poetas falsamente sublimes o nacionales, los autores falsamente buenos. ¿Es necesario impugnar todas estas equivocaciones? Sólo cuando la crítica tenga algún efecto. Eso sucede cuando se lee con el microscopio: una frase, un verso, una situación, una revelación –de lo fallido o de lo conseguido– pueden tener lugar en cualquier dimensión o extensión. Una de las novelas mediocres de Elizabeth Gaskell, Norte-Sur, se salva, por ejemplo, por el encuentro casual de su atribulada protagonista con una obrera en una ciudad industrial de Inglaterra.
Proclamar que los grandes son grandes es inútil; descubrir grandezas episódicas permite desmontar los equivocados con una nueva manera de leer que, por supuesto, se aprende de Borges, pero que rara vez se practica: las cumbres literarias no van por autores sino por fragmentos de diversas dimensiones.
Uno de los efectos letales de un canon equivocado es que vuelve ilegibles a ciertos autores que por mera pereza cronológica o por banalidad académica fueron a caer allí
El sopor de Cabrera Infante. Uno de los efectos letales de un canon equivocado es que vuelve ilegibles a ciertos autores que por mera pereza cronológica o por banalidad académica fueron a caer allí. Guillermo Cabrera Infante tuvo la desventura de ir a dar en la lista presidida por Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa. Cuando estos dos autores se convirtieron únicamente en un rótulo agradecido para glosadores y amigos sobrevenidos, Cabrera fue arrastrado a esa inercia puramente institucional y dejó de tener lectores. No se puede despertarlo del letargo embrutecedor –como hubiese dicho Fidel Castro en uno de sus discursos de la Tricontinental en los años sesenta–, ese letargo que lo confina en la lista, proclamando que los otros están muertos y Cabrera vivo. Sólo puede hacerse leyendo a todos, deteniéndose en momentos y efectos. Admitamos que El coronel no tiene quien le escriba es enteramente transitable; podría volver a llegar a un ámbito de lectores más activos, con Hemingway o Faulkner y con Zama de Antonio di Benedetto, que es anterior y que cuenta también la historia americana de una espera interminable. Cien años de soledad es rotunda y contiene la figuración entera de un linaje de cien años: que haya mariposas, levitaciones y caprichos intemporales no nos obliga a rechazarla, sino a documentarla. Vargas Llosa dibujó un arco activo desde sus primeros cuentos hasta Conversación en La Catedral. Después produjo mucho: alguna de sus novelas nació injustificable, como La guerra del fin de mundo. Ángel Rama, en un prólogo extraordinariamente sutil y artero, señaló enseguida el fracaso: en el siglo XX Vargas Llosa convirtió Los sertones de Euclides da Cunha, sin género definido (libro de viajes, tratado de geología o antropología, historia militar), en una novela del siglo XIX. ¿Para qué?
Cabrera Infante tenía casi cuarenta años cuando publicó, ya en el exilio, Tres tristes tigres. La ambientó en 1958 en La Habana: hay prostíbulos, noche habanera, juegos, bromas y melancolía. Afortunadamente, a los herederos, sobrinos, viudas o viudos de José Martí, de José Lezama Lima, de Virgilio Piñera, de Lydia Cabrera, de Lino Novás Calvo, de Alejo Carpentier y de Nicolás Guillén no se les ocurrió demandarlo. Podrían haberlo hecho: Cabrera utiliza uno de los episodios más extraordinarios de la historia del siglo XX (el asesinato de León Trotski en México por Ramón Mercader) para contarlo en el estilo de cada uno de los grandes cubanos: hinchado, enloquecidamente alusivo, solemne, escueto, abigarrado, etnológico, popular.
Se dijo –es indiscutible– que es una novela experimental. Esa afirmación la aplastó. Tuvo un efecto hipnótico que la arrinconó en leyenda caprichosa del boom, ese relato que parece haber convencido de que un montón de escritores americanos llegaron a España a escribir y a publicar. Eso no es correcto: en general, llegaron para republicar. Tres tristes tigres se volvió severa e inerte. El peso fue tan grande que Cabrera Infante dejó de flotar. Pero Cabrera no es un zombi, únicamente está dormido. Dejémoslo solo, saquémoslo del canon equivocado.
Jane Austen y la industria. No cabe duda de que Austen es una industria. No se puede extraerla de la trituradora sin recurrir a la crítica (Vladimir Nabokov, Raymond Williams, Edward Said, Gilbert y Gubar). En general, frente a los mecanismos de la industria cultural hay que recurrir a la crítica. Suele considerarse que esto es antipático, y que el “lector común” –entidad deseable pero sociológicamente inexistente– tiene derecho a no leer crítica. Incluso entre los estudiantes universitarios se encuentran especímenes dispuestos a practicar esa necedad adánica. Pero Nabokov describió mejor que nadie el mecanismo de la ironía (y la callada desesperación) de Austen; Williams dibujó como nadie el mapa del dinero que recorre el circuito del Eros enmascarado en Austen; Said atrapó como nadie la desazón oculta, colonial y vergonzante del mundo ordenado de los habitantes de las grandes casas de los terratenientes de Austen. Y Gilbert y Gubar muestran como nadie la aviesa técnica con que Austen desplegó las estrategias de alianzas para la supervivencia de las mujeres a través de la renta, el matrimonio, el sometimiento y la regulación del deseo. Aunque no hay que satanizar su popularidad. Quizá sea parte de su extraordinaria y maliciosa destreza para mostrar y ocultar a la vez el carácter despiadado y consciente del intercambio entre sexo y dinero. Tal vez esa destreza explica que Austen sobreviva, aun situada en colecciones de novela sentimental, o como fuente de innumerables guiones –algunos exquisitos-- de cine o de socorridas asignaturas que enseñan que las relaciones entre cine y literatura se limitan a la adaptación.
Los cánones equivocados quizá no sean otra cosa que el letargo de la crítica.
Nora Catelli es una escritora, crítica literaria y ensayista argentina. Licenciada en Letras por la Universidad Nacional de Rosario y doctora en Filología Hispánica por la Universidad de Barcelona. Desde 1976 reside en España, siendo una de las tantas intelectuales exiliadas de los años setenta, a causa del Terrorismo de Estado. Fue Visiting Fellow del Programa Albert Schweitzer de Humanidades de la Universidad de Nueva York y es miembro del Workshop del Rockefeller Archive Centre (Nueva York) del proyecto ‘Hacia una historia de las élites culturales en América Latina’. Ha dictado clases de Historia del libro y la lectura, de Teoría del lenguaje literario y de Literaturas Comparadas en la Universidad de Barcelona. Traductora, conferenciante y articulista, es autora, entre otros, de los ensayos El espacio autobiográfico (1991), El tabaco que fumaba Plinio (1998, en colaboración con Marietta Gargatagli) y Testimonios tangibles (2001, XXIX Premio Anagrama Ensayo). En 2016 recibió el Premio Konex a las Humanidades Argentinas.
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