LETRAS CATALANAS
Paterson y Catherine
Sobre el grotesco papelón del literato y la mano invisible del libre mercado
Joan Todó 14/06/2017
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Abre los ojos cada mañana sin que suene el despertador. Mira el reloj antes de que su mujer le explique qué soñó esa noche. Desayuna. Va al trabajo a pie. Sube al autobús y espera que le llegue el turno de conducirlo durante horas por la ciudad. Durante la pausa del mediodía, come sentado en un banco, en un bello paraje. Al volver del trabajo, endereza el buzón torcido. Cena, saca al perro a pasear, aprovecha para ir a tomar una cerveza, siempre al mismo bar. Se acuesta: al día siguiente todo volverá a empezar. Una vida rutinaria. Pero durante los tiempos muertos, cuando desayuna, cuando espera en el autobús, escribe. Son pequeños poemas, sencillos, casi sin forma, sobre cajas de cerillas o de zapatos, poemas que jamás ha publicado, de los que ni siquiera guarda una copia. Como mucho se los lee a su mujer.
Ese hombre, Paterson, es el poeta imaginado por Jim Jarmusch en 2016. Un poeta secreto, humilde, que parecería vivir su dedicación como un hobby si no fuera porque ésta parece acompañarle constantemente. Hay tímidos atisbos de vida literaria a su alrededor, pero son de una extravagancia casi cómica: una niña y un japonés. Su único público será su mujer. Paterson es una figura curiosamente insular: taciturno, un tanto resignado, resiliente. Vive aparentemente de espaldas a la tecnología e incluso al presente: cuando el sábado por la noche él y su mujer van al cine, escogen una película de los años treinta. No se halla demasiado lejos de los vampiros de Solo los amantes sobreviven (2013), del mismo Jarmusch, supervivientes de otra época que se tambalean en un presente tedioso.
No puedo evitar compararlo con otro personaje: Catherine Tramell. Autora de novelas de misterio, a ella no la vimos nunca leer ni escribir: paseaba por su lujosa mansión, acudía a discotecas, se acostaba con hombres y mujeres dándole todo su alcance a la expresión “sexo salvaje”, cruzaba y descruzaba las piernas. Ya en su momento, Quim Monzó dedicó jocosas chanzas a un detalle concreto de esa representación del escritor: a diferencia de lo que sucede con Paterson, nunca la vemos escribir. Tampoco la vemos leyendo, y ni siquiera estoy seguro de que tuviera libros en su casa (excepto el día en que aparece con un manuscrito de quinientas páginas). El personaje principal de Instinto básico (1992), de Paul Verhoeven, es una representación opuesta a la de Jarmusch, tan exactamente opuesta que casi invita a la paranoia: hombre moreno de grandes narizotas contra mujer rubia de belleza perfecta; poeta secreto contra novelista de éxito; pobre contra rica; exmarine de aspecto pacífico pero capaz de resolver una pelea de bar contra más que probable asesina a sangre fría capaz de torearse a tres policías en un interrogatorio. Podríamos extender la oposición al tipo de película que habitan, a sus respectivos directores... Pero no hemos venido aquí a hablar de cine.
Tal vez podríamos definir a la gran mayoría de escritores en catalán como un Paterson que desea convertirse en Catherine Tramell, que incluso habrá vislumbrado que ese sueño pudiera hacerse realidad
Tal vez podríamos definir a la gran mayoría de escritores en catalán (y también a los de otros idiomas, seguramente, pero me ceñiré a lo que conozco) como un Paterson que desea convertirse en Catherine Tramell, que incluso alguna vez en su vida habrá vislumbrado que ese sueño pudiera hacerse realidad. Pero que, en general, lleva esa afición de una forma relativamente discreta durante su vida cotidiana: lo sabe su familia, lo saben sus amigos, tendrán una noción más o menos vaga de ello sus compañeros de trabajo, lo ignorará la población en general. Tal vez haya llegado a publicar un libro, o dos, tal vez muchos, y muy posiblemente su nombre les suene a los otros aficionados (esto es, los otros escritores, así como a algunos de esos pocos cientos de letraheridos, para ser más exactos letraheridas, que hay por ahí).
Cabe decir que, aún en su irrealidad (y decidir si ésta abunda más en Jarmusch o en Verhoeven es más difícil de lo que parece), los dos modelos de escritor propuestos en estas películas solo han sido posibles en un momento histórico muy determinado, muy reciente, que posiblemente esté tocando a su fin. Era el momento en que la enseñanza obligatoria y unas ciertas garantías de bienestar se extendían a casi todas las capas de sociedad: sin ellas no sería concebible que este conductor de autobús pueda tener una nutrida biblioteca en la que asoma la cabeza de David Foster Wallace junto a John Ashbery y Frank O'Hara. Y, por otro lado, era también el momento en que la industria editorial, con toda su constelación de oficios (correctores, traductores, agentes literarios, críticos, libreros, transportistas, diseñadores gráficos, etcétera) había alcanzado un desarrollo que nos permitía imaginar a esa novelista acomodada.
Esa posibilidad, la de hacer de la escritura una profesión habitable, sin la miseria de un Baudelaire cuando careces de la herencia de una Pardo Bazán, es el deseo que más o menos soterradamente sobrevuela a toda la literatura catalana desde hace décadas. Si el Noucentisme fue algo más que un esqueje pseudoparnasiano del modernismo literario, es básicamente por hallar una respuesta diferente de la modernista al problema del encaje del artista en la sociedad burguesa: allá donde el modernista, con sus barbas anarquistas y sus torpes juegos formales importados de París, intenta escandalizar al burgués, el noucentista pacta con él, consigue una forma de sustento a cambio de no molestar demasiado, de cantar una ciudad pacificada, de sumergir las oscuridades de Víctor Català o las dudas de Joan Maragall en un barniz de fina ironía y factura perfeccionista.
El balance final es agridulce: Josep Carner, harto de no llegar a final de mes, emprendió la carrera diplomática y se fue a Europa, mientras Eugeni d'Ors, defenestrado, inauguraba la costumbre local de irse a Madrid a pasear el despecho y exhibir el cipote. Pero, a la vez, el Noucentisme es un espectro que recorre la cultura catalana, un poco como los romanos de La vida de Brian: no gustan a nadie pero a ellos les debemos la reforma ortográfica más aceptada y duradera, un sistema de bibliotecas que hizo maravillas, la colección Bernat Metge, las divertidas traducciones carnerianas de Dickens e incluso el muy particular estilo pictórico de Salvador Dalí. Por no hablar de que todo lo mejor que ha dado de sí la literatura del Principat, desde el Nabí hasta Foix, pasando por las Elegies de Bierville, la poesía de Ferrater o la novelística de Rodoreda, se mueve de un modo u otro en su órbita. Al final, todo eso se ha convertido en un espectro que recorre la literatura catalana: cada diez años aparece una nueva generación de aprendices de escritor que, en las entrevistas, promete romper con la cultura catalana típica, tan noucentista ella, y que lo hace con el mismo ímpetu con el que cincuenta años atrás (¡cincuenta!) Terenci Moix se cachondeaba de la “cultureta”. Ese postureo es tan habitual que prácticamente se ha vuelto gregario; pero, al mismo tiempo, que cada diez años haga falta repetirlo no revela otra cosa que el hecho de que, a cada embate, algo del Noucentisme ha resistido. Y ese algo tal vez sea lo que hace que el Noucentisme sea el Noucentisme, y no un simple ramal del fructífero caos modernista: el pacto con el poder local allá donde el libre movimiento de la mano invisible del libre mercado, ese sueño húmedo de los pobres liberales peninsulares, no parece tener suficiente margen de maniobra.
Naturalmente, cada escritor se busca la vida como puede: Sagarra en parte escribe lo que quiere (era aristócrata), en parte se labra una popularidad a base de poemas y obras teatrales ante los que Carles Riba, siempre haciendo equilibrios presupuestarios con las traducciones de Plutarco financiadas por Francesc Cambó, fruncía el ceño; Josep Pla buscaba una solución de compromiso en el periodismo, y aún hoy seguimos discutiendo si era rojo o azul, mientras J.V. Foix se dedicaba a la bombonería selecta y se autoeditaba pequeños libros extraños que no leía nadie. Gaziel calló durante décadas, centrado en llevar La Vanguardia hacia algún sitio civilizado, hasta parecer que no existía, antes de resurgir triunfalmente con una serie de libros de memorias, mientras Vinyoli rascaba horas a su trabajo en una editorial y sumergía la frustración en alcohol. El mismo Terenci Moix, que realmente hubiera querido ser Catherine Tramell, tuvo que pasarse al castellano para conseguirlo, mientras Joan Fuster andaba sobre la cuerda floja (y sufría atentados con bomba) con sus tebeos para intelectuales, Estellés lidiaba con el director de Las Provincias y Blai Bonet, después de unos años en los que una insólita transacción le permitió vivir del cuento, traicionaba a sus muy católicos benefactores y se volvía a Mallorca.
Cada diez años aparece una nueva generación de aprendices de escritor que, en las entrevistas, promete romper con la cultura catalana típica, tan noucentista ella
Y entonces llegó un momento en el que todo parecía posible y todo estaba por hacer: murió el dictador y con él parecía morir el principal obstáculo a tanta energía reprimida durante décadas, a tanta obra censurada, a tanta enseñanza prohibida. Parecía haber un público para cantantes en catalán, para cine en catalán, y naturalmente para aquello que Gabriel Ferrater y antes Carles Riba habían reclamado a ultranza: novelistas en catalán. Como decíamos, era el momento también en que una Catherine Tramell, ese escritor comercial de éxito, parecía posible. Y no solo eso: Catherine Tramell podía ser incluso una buena escritora, y no la fabricante de folletines que parece insinuar Verhoeven: allá estaban García Márquez, Vargas Llosa, Marsé, Grass, Duras, Calvino, Gore Vidal, Mailer, Kundera, buenos escritores con una economía saneada a base de adelantos, derechos de autor, derechos de adaptación cinematográfica, conferencias y colaboraciones periodísticas. Gente que se ganaba holgadamente la vida escribiendo, solo escribiendo.
Años después, apenas unos pocos escritores en catalán han conseguido vivir de la escritura. Eso significa producir artículos, dar conferencias, impartir clases de escritura, traducir libros, colaborar en la radio o la televisión, dar recitales, recibir subvenciones, ganar premios. Para todo eso, y siempre que el propósito sea llegar a fin de mes con ello, hace falta también ir a tomar muchos cafés a la Laie, o al Ateneu, dejarse ver por las presentaciones adecuadas, salir a navegar por el proceloso mundo de narcisismos y resentimientos que envuelven un mundillo donde muchos de sus participantes, por otro lado, compaginan la dedicación al grotesco papelón de literato con el ejercicio de la crítica, la dirección de alguna revista o de algún suplemento cultural, la gestión de alguna editorial o la organización de eventos varios, y conseguir salir ileso de ese cabotaje que además se ha multiplicado durante los últimos años en Facebook, Twitter, Instagram y todos esos sitios donde hay que ir marcando favoritos, retuitear, comentar aunque sea con emoticonos, ir soltando algún chascarrillo de vez en cuando para que recuerden que existes.
Todo ello requiere un temple muy especial, que personalmente encuentro admirable, además de –no nos engañemos– la capacidad de vivir en Barcelona, ese mundo ensimismado, un poco frívolo y un poco asfixiante. O la capacidad de ir acudiendo a ella con una cierta asiduidad (lo dicho: que recuerden que existes). No es extraño, pues, que en la literatura catalana abunden los hijos, sobrinos, nietos; que los apellidos se repitan más que el allioli. Ser escritor es una actividad frenética que hay que compaginar con encargos varios, la economía de los cuales muchas veces se resuelve mediante la buena voluntad (es decir, por amor al arte, y eso incluye algún periódico con solera), y sobre todo con la lectura y escritura laboriosas que la obra exige, sin las cuales, a decir verdad, tampoco se llega a ningún sitio que valga la pena. Sin olvidar un último detalle: la legislación de autónomos, según la cual, a partir de unos ciertos beneficios, y mientras nadie se decida a darte un empleo, has de introducirte en el proceloso mundo de la gestoría de impuestos, con todas sus variantes, desde el falso autónomo al autónomo de quita y pon, pasando por la selva de los epígrafes, ese subgénero de la literatura del yo. Al final de todo eso, económicamente hablando, conseguirá usted tal vez un pisito en el Eixample, un coche, como mucho alguna casita en el Empordà, sin ni tan siquiera saber quitarse de encima ese vago sentimiento de frustración que anida en el alma de todo escritor catalán.
Ser escritor es una actividad frenética que hay que compaginar con encargos varios, la economía de los cuales muchas veces se resuelve mediante la buena voluntad
Existió una figura, la del escritor digamos próximo a Convergència i Unió. Si Pla parece inaugurar la vía del escritor periodista, mediante la cual muchos periodistas han acabado decidiendo que son escritores (y los editores decidiendo que podían encargarle a cualquier escritor trabajos de periodista), este otro camino tal vez lo abre Baltasar Porcel: es el modelo del escritor cercano a los círculos de ese simulacro de poder al que llamamos pujolismo (ya ven: el pacto con el poder local, el Noucentisme, por mucho que Porcel fuera lo opuesto al clasicismo y al orden orsianos), el escritor que ocupa cargos y que nunca sabes si dice lo que piensa o piensa lo que dice. Una figura que tiene contrapartidas, evidentemente, en el Partido Socialista que durante años gobernó el ayuntamiento (y la Diputació) de Barcelona, exactamente igual que las ha habido en la Moncloa. Y que, si tiene la astucia necesaria, siempre sale a flote: en el Delta del Ebro hablan maravillas de la casa que se hizo allí Xavier Bru de Sala.
Ha habido, pues, esas dos posibilidades. A decir verdad, la segunda es un poco tramposa: el escritor que se gana la vida como cargo de confianza, en realidad, no se gana la vida estrictamente escribiendo, aunque puede llegar a conseguirlo. Por otro lado, ejerce una especie de funcionariado azaroso, bastante mediterráneo y poco viable ahora mismo, una vez muertos y enterrados los años de la calma chicha pujolista. Después del trauma lleno de lloriqueos que fue el Tripartit, todo se ha vuelto demasiado móvil, inestable, imprevisible, con lo cual un Villatoro, un Bru de Sala o (en el otro lado de la plaça Sant Jaume) una Maria Aurelia Capmany parecen circunscritos a una determinada rodaja generacional que ya pasó. Pese a lo cual la gente sigue buscando árboles a los que arrimarse, sombras cada vez más inciertas que les cobijen. No sería extraña la aparición de unos escritores digamos próximos a la nueva progresía, condimento obligado de todos los pregones de fiestas, la dirección de centros culturales o de inventos variopintos, igual que han aparecido esforzados juglares de la independencia e incluso intelectuales a quienes no les producía ningún reparo convertirse en un juguete (o un arma arrojadiza) del avinagrado nacionalismo castellano. No parece, sin embargo, que esa vía del escritor cortesano sea un camino demasiado seguro ni esperanzador, ahora mismo.
Cosa que nos lleva a la cuestión de las subvenciones, y de todo lo que implica esa fricción con lo institucional. Ahí tal vez se pueda encontrar un sustento (bastante exiguo, seamos sinceros, y más últimamente), pero tiene un precio, incluso si el pagano de turno no te exige ese pulido de aristas que aceptaron los noucentistes. Ahora bien, según cuáles sean sus ambiciones, el hecho es que incluso en el mejor de los mundos posibles la institución sólo acepta para desactivar, ingiere la transgresión para utilizarla como adorno mediante el cual adornar sus políticas. Es un dilema, sin embargo, un poco exagerado: olviden por un momento el mito de la meritocracia privada, heroicamente autosuficiente, y dediquen unos minutos a investigar de dónde salía el sustento de un escritor como Foster Wallace, o qué desgravaciones sostienen económicamente a buena parte del cine norteamericano de prestigio. Sin cantar victoria: en el caso de esa literatura de ámbito mediterráneo que es la catalana, ir por la vía de la subvención puede significar que deberá usted ir a tomar muchos cafés a la Laie, o al Ateneu, dejarse ver por las presentaciones adecuadas, salir a navegar, etcétera. O sea, volver al principio. Y además con unos servidores públicos tan rácanos que su penúltima idea para fomentar la lectura fue enviarle libros a Donald Trump.
¿Dónde publicar, por otro lado? Hay todo un mundo que se está extinguiendo pero aún cabecea, como un rabo de lagartija que aún sufre espasmos. Hubo, realmente, unos años en que todo parecía posible: años en que los escritores recibían adelantos económicos apabullantes, en que se hacían esas campañas de Sant Jordi que ahora se reservan para los colaboradores de 8TV, y en los existían unas estructuras empresariales que se han desfondado y van cambiando de manos (en los bares de Barcelona se explican cosas dantescas sobre los despachos de las oficinas de Planeta por donde pulula lo que queda del Grup 62) mientras los nuevos apaches se multiplican sin llegar a crecer. Ese cambio es prácticamente fechable: si hemos dicho que a todo escritor catalán le sobrevuela la sombra de la frustración, en ninguno es eso tan cierto como en los de aquella generación que ahora va superando los cincuenta años, los que nacieron en los sesenta: aquellos que, en el momento que creían que tomarían el relevo, se han dado de bruces con un panorama devastado. Y ya es mala suerte: también ha sido la primera generación en que los buenos narradores superaban demográficamente a los buenos poetas, invirtiendo una tendencia secular de esta literatura.
Ha sido la primera generación en que los buenos narradores superaban demográficamente a los buenos poetas, invirtiendo una tendencia secular de esta literatura
Toda una vida oculta va proliferando, en esas reservas indias: clubes de lectura, recitales, talleres, con un público de tres, o diez, o cincuenta personas, generalmente mujeres maduras muy enérgicas y dicharacheras, con las cuales es un placer conversar. Son actos pequeños, próximos, casi íntimos y prácticamente ajenos a toda economía, en los que no se paga entrada ni el artista cobra, que uno hace por el placer de hacerlos y, cuando alguien le aprieta, con la justificación de que hace falta ejercer de gota malaya. A mí me recuerdan a la época en la que cantaba en un coro de aficionados, a aquellos viajes en que alguien de otro coro nos alojaba en su casa, entre todos preparaban una cena con tortillas de patatas, Coca-Cola y aceitunas (que siempre sobraban), se hacía el concierto y se cantaba “És l'hora dels adéus”. No es moco de pavo, aunque visto desde ciertas instancias pueda parecer un poco ridículo: pero es que el hazlo tú mismo es así. La pregunta, sin embargo, es cuánto tiempo se puede dedicar a ello. Aún peor: así, ¿llegaría usted a escribir Mason & Dixon?
Por lo demás, el reflejo en los medios de toda esta vidilla no es que esté sobredimensionado, pero sí que crea una cierta distorsión. Un escritor catalán que, por poner un ejemplo, ha publicado dos libros de poemas, dos de relatos y una novela, pero se gana la vida haciendo de oficinista raso, puede aparecer un buen día en el Telenotícies (habrá aparecido más de una vez en lo que queda, si es que algo queda, del Canal 33, pero de eso no se da cuenta nadie) y lo verá todo el mundo. Durante una semana le felicitarán, le mirarán con respeto, pero sin mostrar ningún signo de ir a leer lo que hace, le preguntarán tal vez si lo que escribe es novela negra o histórica, y es muy posible que, si la cosa llega a trascender su círculo más inmediato, oiga decir: “¡Tu sí que vives bien!”. Porque de esa aparición la buena gente deduce que el escritor u oficinista en cuestión es famoso, y si es famoso, por fuerza debe ser próspero, una Catherine Tramell en vez de un Paterson de incógnito.
Esa percepción es un fósil. En otro tiempo, ese escritor con cinco libros y buenas críticas que aparece en la tele era alguien; claro que en otro tiempo existía el Canal 33, L'Avenç se encontraba en los kioskos y había una revista llamada Transversal que ahora parece de otro mundo. En esa época no habían proliferado las presentaciones, los debates, esos actos sociales sin los cuales ya parece imposible publicar un libro; éste aparecía, llegaba a la librería, se hablaba de él (o no) en periódicos y revistas, se iba vendiendo mientras el autor estaba en su casa inmerso en un relativo silencio, suyo y de los demás, tan solo interrumpido, supongo, por cartas, llamadas telefónicas y alguna felicitación de un vecino. Hay grados, naturalmente, situaciones muy diversas: lejos de la relativa comodidad en que han podido vivir los escritores catalanes en Barcelona, hay todo tipo de dificultades. Un escritor de Gandia, de Sueca, de Perpinyà, Campos, Felanitx, Granollers, l'Ametlla, les Borges Blanques, Mataró, Morella o incluso Montuïri, es alguien que a duras penas tiene una existencia civil como tal, una Casandra a la que nadie escucha, el más Paterson de todos los escritores catalanes.
Tal vez eso explica que uno de los mejores, Josep Palàcios, tardara décadas en publicar en una editorial “normal”, por voluntad propia; el libro alfaBet, finalmente, apareció en Empúries el 1989, y durante años nunca más se supo de él hasta que Publicacions de la Universitat de València, que no es una editorial universitaria al uso, sino una especie de milagro, fue editando su obra completa. O tal vez eso dé cuenta del hecho de que durante meses se haya hablado del Magistral de Rubén Martín Giráldez sin que a nadie se le ocurriera ponerlo en relación (o no, pero examinar esa posibilidad, como mínimo) con Francesc Bononad. Por no hablar de las travesías por el desierto de gente como Zoraida Burgos, Segimon Serrallonga o Joan Vicent Clar.
La soledad de esta gente llega al nivel de ver negado su idioma. Escribir en catalán, en España y en Francia, es como hacerlo en un país extranjero; la mayor parte de tus conciudadanos nunca te leerán, el ministerio español nunca te apoyará (en contraste con los esfuerzos de todo tipo para que vivas en castellano y con el hecho de que, por defecto, serás siempre un “subvencionado”), no aparecerás jamás por ningún sitio. En la propia Barcelona, asistir a la presentación de un libro de literatura castellana ha significado, durante años, descubrir a una serie de gente que estaba allí pero no habías visto jamás porque jamás pisaron ni un sólo acto en catalán; hablar con ellos ha significado, con muy honrosas excepciones, tener que justificarse por tomar esa opción.
Escribir en catalán, en España y en Francia, es como hacerlo en un país extranjero; la mayor parte de tus conciudadanos nunca te leerán, el ministerio español nunca te apoyará
No sólo escribir: si usted es editor catalán y traduce a un autor extranjero (de los de verdad) al catalán, cuando en Página 2 le hagan una entrevista, usted (o sea, el libro que usted ha editado) nunca aparecerá, del mismo modo que la entrevista sólo se la harán si el libro también ha aparecido en castellano. Aún más: si usted es editor y pretende traducir a un autor extranjero, es posible que en el momento de ir a negociar los derechos al catalán descubra que ya los ha comprado el editor en castellano, que muy probablemente jamás lo publicará en su idioma pero así se asegura menos competencia. Es, efectivamente, la mano invisible del libre mercado.
Aparte de todo eso, los problemas a los que se enfrenta un escritor catalán son muy parecidos, supongo, a los de la literatura en cualquier lengua, como por ejemplo un cambio (sobre el cual se habla poco) en la relación entre la oferta y la demanda. Estamos en la época, decíamos, en que un conductor de autobús puede ser alguien muy formado (no descartemos la posibilidad, de hecho, de que Paterson tenga una carrera o dos). Si hizo usted una carrera de letras (yo, por ejemplo, hice Filología Hispánica), intente recordar a sus compañeros: ¿cuántos había con vocación de crítico, de editor, de agente literario, de jefe de prensa, de profesor de instituto? ¿Cuántos de ellos, en cambio, querían ser escritores, sea lo que sea lo que hayan terminado siendo? Aunque reciben tan sólo el famoso diez por ciento de los beneficios, aunque si alguna vez ha oído usted una conversación entre editores habrá comprobado que hablan de los autores como si fueran ganado, el hecho es que el escritor ha sido siempre la guinda del pastel, la vedette principal, aquello que todo el mundo desea ser. Lo que desea ser incluso gran parte del mundo ajeno al gremio editorial, ese mundo que tan sólo se acuerda de Catherine Tramell: un pedazo de gloria que parece al alcance de la mano, puesto que no hace falta saber cantar, dominar ningún instrumento, manejar ninguna cámara, sino “tan sólo” utilizar eso que de todos modos ya creemos utilizar puesto que es lo primero que nos enseñan: el lenguaje escrito.
Así, tal vez, ha aparecido esa figura que puebla los talleres de escritura, el hipotético escritor que se sorprende cuando, el primer día de clase, le proponen una lista de lecturas. Ese escritor que no lee. Esa persona que mete sus textos por donde pueda, en blogs, en revistas municipales, en muros de Facebook. Pero que no lee. Alguien que tal vez quiere desahogarse terapéuticamente, pero que muchas veces también pretende su momento de gloria; alguien que quiere ser escuchado, pero que no se preocupa de escuchar. Y que muchas veces consigue publicar un libro, ya que publicar un libro es fácil, más fácil hoy en día que unas décadas atrás. Es algo parecido a lo que sucedió con la agricultura: una vez mecanizada, una vez simplificada la carga de trabajo físico que la volvía ardua, el precio que recibe el agricultor por lo que cultiva ha caído en picado.
Tal vez se publica, pues, demasiado; aunque es una explicación que no me convence, ya que la producción de literatura no es semejante a la producción de hortalizas, y ni siquiera veo por dónde habría que cortar. Un escritor se mueve generalmente en un equilibrio precario: depende de un capital simbólico que puede irse al traste si su público percibe que se mueve por interés. Un poeta hermético será siempre un Paterson, por ejemplo; pero siempre hay la esperanza de que esa cerrazón, esa resistencia a ser asimilado, la tozudez o la cabezonería, consigan atraer las simpatías de otros escritores, lo cual pueda granjearle una pequeña gloria tardía. Estoy pensando, concretamente, en Francesc Garriga Barata, que de pagarse de su propio bolsillo las ediciones de sus libros, sin que nadie le hiciera ni caso prácticamente hasta el momento de su jubilación como profesor de instituto, ha pasado a protagonizar el libro de poesía catalana del año, el Cosmonauta que recoge su obra completa.
La mayor parte de los libros diseñados con el patrón del best-seller fracasan
Un novelista, en cambio, puede tener la tentación de lanzarse al best-seller. Y eso tiene un riesgo: el hecho, generalmente poco advertido, de que la mayor parte de los libros diseñados con el patrón del best-seller fracasan. Es decir: por cada Stephen King hay cientos de narradores más o menos hábiles que no venden, pero que tampoco pueden reivindicarse como autores arriesgados, innovadores o ni siquiera interesantes. El escritor que se arriesga por el camino de la novela histórica, o de vampiros, o de templarios, por tanto, se arriesga a perder el prestigio acumulado, si alguna vez lo tuvo, a la vez que tampoco consigue ni un céntimo. E, incluso si consigue esto último, seguirá añorando ese prestigio cultural que se le niega, y por el que prácticamente todo fabricante de novelitas de esas que últimamente entroniza Planeta acaba suspirando en público, entre abracadabrantes teorías sobre elitismo y arte popular.
No es tanto que se publique demasiado (al fin y al cabo, en la economía global hace años que es la oferta la que crea la demanda), sino que más bien todo sucede como si se estuviera produciendo una decadencia del lector, esa figura invisible, sin gloria, y encima de clase media, de la que sin embargo dependía todo. Es un hecho cada vez más evidente, pero a la vez cargado del carácter ominoso de aquello que no parece tener explicación. Incluso el penúltimo fenómeno que se ha encumbrado para al cabo de unos meses ponerlo en la picota, la autoficción (que por otro lado es un asunto que pertenece más al ámbito de lectura que al de la creación), tiene un carácter muy concreto: prescindir completamente de la autonomía literaria para desarrollar una especie de sainte-beuvismo (con perdón) de nuevo cuño, en el cual aquello que se puede leer en toda obra narrativa no es más que las coincidencias (o no) con la figura del autor, que al fin y al cabo es otra ficción, sostenida en las redes sociales. Es como si ya nadie supiera leer la ficción en tanto que ficción, algo que también explicaría el auge de la novela histórica, esa narrativa que alguien lee con la excusa de conocer otra época.
No sólo eso: dense una vuelta por foros, blogs y sitios diversos sobre cine (o como sea que debamos llamar hoy día a la producción audiovisual) y encontrarán conversaciones en marcha, análisis sesudos, discusiones apasionadas y febriles sobre qué es o debería ser el cine, ya sea el de Christopher Nolan, ya sea el de Béla Tarr. No esquivan su carga (tal vez inevitable) de argumentos falaces, de insultos y de razonamientos meapilas, de energúmenos que buscan follón, pero por eso mismo exhiben una vitalidad casi ausente del mundo de la literatura, especialmente en catalán, ese universo donde incluso hay revistas en las que, para asegurarse de que no pasará nada, se aseguran de encargar la crítica de un libro a un amigo del autor. Lo cual quiere decir que la mayor parte de lo que circula sobre libros no pasa de una mera función fática. Se trata de que se hable de ello, y mejor si es bien.
Es pura y simple publicidad: una retahíla de Patersons reclamando nuestra atención con la esperanza, cada vez más vana, de convertirse algún día en algo parecido a Catherine Tramell. Todo ello da una impresión, un tanto vacía e irreal, de vitalidad: cada semana se presentan libros, se celebran encuentros, cada día aparecen artículos (o posts, o tuits) sobre esos libros, sin que generalmente nadie dé muestras de tener el ánimo de jugársela por ellos (a pesar de que, siendo generalmente Patersons, esto es, profesores de secundaria en la mayoría de los casos, en ello no les va el sueldo ni nada estrictamente imprescindible). Hay muy pocos casos: la escritora Anna Punsoda despedida del “Quadern” de El País por criticar un libro de Valentí Puig, gente que no aparecerá jamás en El Punt Avui por un comentario en un blog, Ponç Puigdevall que desaparece del Ara después de encargarse de un libro de Vicenç Villatoro... Por lo demás, si se tiene que reescribir una reseña de Jo confesso hasta cuatro veces para no ofender a Jaume Cabré, se hace y ya está.
Lejos de todo eso, hay tal vez alguien, cada vez más parecido a Adam Driver que a Sharon Stone, que aprovecha su tiempo libre para leer a Lucia Berlin, o a Stephen King, o a J. V. Foix, y para apuntar unas líneas en un cuaderno. Sabe que nunca será una Catherine Tramell, tal vez no quiere, tal vez ni se lo plantea; ya no lo ve posible. Sin embargo, la pregunta real, la que yo mismo he ocultado todo el rato, es si en el tiempo que viene, en ese futuro inmediato en el que parece que todo el mundo deberá vivir en las condiciones económicas que hasta ahora habían agobiado a los artistas, justamente aquellas que hasta aquí hemos descrito, ese mundo de falsos autónomos y de autónomos de quita y pon, de gente que se explota a sí misma mientras finge haber realizado su sueño, de narcisistas pendientes de la aprobación ajena y necesariamente pendientes de la satisfacción ajena, ese universo tan cercano al soñado por Margaret Thatcher cuando describía la economía postindustrial que era su objetivo (ese mismo universo de servicios que, según recuerda Owen Jones, hizo exclamar a un político estadounidense: “Pero, caray, no podéis ganaros todos la vida abriéndoos la puerta unos a otros”), esa sociedad en que la mano invisible del libre mercado se introduce en todos los bolsillos y los deja hechos un despojo; la pregunta, decía, es si en ese tiempo por venir ese individuo podrá alcanzar alguna vez en su vida la estabilidad de un trabajo que, rutinario, sencillo, dignamente retribuido, le permita ese vuelo de la imaginación sin el cual este artículo jamás hubiera tenido lugar.
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Joan Todó (La Sénia, 1977) ha publicado dos libros de poesía, Los fòssils (al ras) (2007) y El fàstic que us cega (2012), dos libros de cuentos, A butxacades (2011) y Lladres (2016) y una novela, L’horitzó primer (2013), aparte de un relato largo, “El final del món”, incluido en La recerca del flamenc (2015). Ha traducido al catalán los relatos de Gonzalo Torné (Les parelles dels altres, 2013), las memorias de Sebastià Juan Arbó (Els homes de la terra i el mar, 2015) y un libro de poemas de Mark Strand (Rufaga d’un, 2016). Ha colaborado en revistas como Paper de Vidre, Caràcters, Suroeste, Quadern de les idees, les arts i les lletres, Revista de Letras o L’Avenç.
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