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Escribir como un perro que escarba su hoyo

El asturiano es una lengua “minotaurizada”, encerrada en un absurdo laberinto de subterfugios políticos y administrativos, del que ni el más entusiasta de sus defensores se imagina cómo salir

Xandru Fernández 26/04/2017

<p>Grabado de Gustave Doré para ilustrar el Canto XII de la Divina Comedia, Inferno, de Dante Alighieri.</p>

Grabado de Gustave Doré para ilustrar el Canto XII de la Divina Comedia, Inferno, de Dante Alighieri.

Pantheon Books edition of Divine Comedy

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Ahorrémonos las presentaciones. Lo que viene a continuación es un puñado de reflexiones (¿quién ha dicho lloriqueos?) de un escritor de cuarenta y tantos años con varios libros (unos quince o así) escritos y publicados en lengua asturiana. Si pertenece usted a esa minoría sobradamente informada sobre la existencia de ese idioma y sus cuitas sociales y literarias, puede saltarse la primera parte de este artículo y sumergirse sin perder tiempo en la segunda, mucho más trepidante y llena de enjundia, que es donde el autor explica por qué ahora escribe en castellano y, lo que es más importante, en qué medida la lengua castellana corre peligro por ello. Si, por el contrario, ha puesto usted cara de córcholis y no ha sabido qué hacer con eso de la lengua asturiana ni dónde ubicar ese sintagma en su mapa mental de la pluralidad lingüística española, tal vez no le sobre esta primera parte que empieza sin más dilación y que lleva por título

Dentro del laberinto

Donde debería explicarse por qué el asturiano no es aún lengua oficial en el Principado de Asturias, después de casi cuarenta años de democracia constitucional, lo cual no es un misterio, aunque debiera ser un escándalo. Pero no nos engañemos: que no sea un misterio no quiere decir que sea fácil explicarlo y no es esa mi intención en absoluto. Mi intención es mostrarles el laberinto por el que debe moverse una persona cuya lengua nativa, familiar, sea la asturiana, y que, además, pretenda hacer literatura con ella. Ahorrémonos la enumeración de los muchos obstáculos con que tropezará ese escritor en su condición (compartida con otras cien mil personas) de hablante de asturiano: no tengo espacio en este artículo. Centrémonos en los que le harán tambalearse en la medida en que aspire a escribir, digamos, una novela en ese idioma que según Mercedes Fernández, presidenta del PP en Asturias, “no se puede convertir en una lengua para la enseñanza”. Y vayamos al grano, esto es, supongamos que ya hemos superado esa fase en que sus familiares y amigos han tratado por todos los medios de convencerle de que dedique su vida a alguna actividad menos humillante, léase la petanca, el narcotráfico o batir el récord Guinness interpretando La Internacional con pedos sobaqueros. El paso siguiente es el estándar normativo. Que es algo que cualquier escritor en una lengua normalizada posee y utiliza, en ocasiones sin saber que lo posee y lo utiliza.

Hasta hace relativamente poco tiempo la lengua asturiana no tenía nada parecido a un estándar normativo. Eso no impidió que hubiera literatura en asturiano

Hasta hace relativamente poco tiempo (léase cuarenta años, siendo generosos) la lengua asturiana no tenía nada parecido a un estándar normativo. Eso no impidió que hubiera literatura en asturiano. Para nada. De hecho, la primera novela en lengua asturiana que se conserva data de 1875 (es anterior, por tanto, a la que pasa por ser la primera novela en gallego, de 1880, y a la primera novela en euskera, de 1897), pero lo mismo daría que fuese cien años más antigua: con la notable excepción de Antón de Marirreguera (+1662), cuya huella de estilo y modelo de lengua literaria se extiende ininterrumpidamente hasta finales del siglo XIX, no hay en la literatura asturiana nada parecido a un diálogo intertextual: cada escritor se ve en el trance de forjarse su propio modelo lingüístico extrayendo piezas de la lengua coloquial y encajando con más o menos acierto las (pocas) que haya podido afanar de autores anteriores cuyas obras no le resultarán demasiado accesibles. Con eso, y con suerte, se obtienen individuos geniales, pero no obras literarias que posean la capacidad de influir en el idioma evitando su fragmentación o su desaparición: es el caso, paradigmático, de Fernán Coronas (1884-1939), cuya obra poética, secuestrada durante la dictadura franquista (y más allá) por el sedicente Instituto de Estudios Asturianos, solo vio la luz en 1993 gracias a la obstinación del escritor y editor Antón García, sin duda la persona que más ha contribuido al conocimiento y la difusión de la historia de la literatura en lengua asturiana.

Mi generación y la de Antón García se encontró con una lengua en peligro de extinción, suprimida del panteón oficial de las lenguas españolas y reducida, en Asturias, a la condición de curiosidad cultural que ‘habría’  que proteger, como los hórreos o el mal llamado prerrománico (dos elementos de nuestro patrimonio que, por cierto, también han entrado en estado crítico). Nadie sabe muy bien en qué consiste proteger un idioma sin normalizar su uso y permitir que sus hablantes gocen de los mismos derechos que los demás, pero eso fue todo lo que le arrancamos a la modélica Transición: una declaración de intenciones. Y en cuanto al estándar, esa modalidad de lengua común que los escritores adoptamos como norma consensuada y con la que tratamos de ejecutar nuestros juegos malabares, si logramos construirlo y conservarlo no fue precisamente gracias al apoyo de nuestras instituciones de autogobierno y sí, en cambio, a pesar del obstruccionismo deliberado de las elites asturianas.

Mi generación se encontró con una lengua en peligro de extinción, suprimida del panteón oficial de las lenguas españolas y reducida, en Asturias, a la condición de curiosidad cultural que ‘habría que proteger

En cuanto a la así llamada lengua literaria, cierto que nos concedió más de una alegría. La principal, el lujo de poder inventar toda una literatura. Al no existir un corpus literario del que reclamarnos herederos, salvo ciertos fragmentos folclorizantes que identificábamos (erróneamente, creo yo) con una oralidad impostada (cuando se trataba más bien de los restos del naufragio del paradigma literario barroco, la huella de Marirreguera a la que ya me he referido), nuestros modelos, nuestros antagonistas, aquellos frente a los que sentir la dichosa “ansiedad de la influencia”, eran a la fuerza modelos de importación: eligiéndolos, traduciéndolos, construíamos una literatura libre de ataduras comunitarias, ajena a cualquier proyecto colectivo de tipo nacionalista. Hasta aquí, la alegría. La contrapartida de ese adanismo nuestro era, tenía que ser, la impotencia política de nuestras obras, que se traducía en lo que solemos llamar “ausencia de público”, “indiferencia de los medios de comunicación”, “falta de reconocimiento fuera y dentro de nuestras fronteras”, pero que en el fondo obedecía a una carencia más dramática: la de una articulación normalizada de la literatura con el entorno social de los hablantes y potenciales lectores.

Hace veinte años, esa impotencia política no nos abrumaba en exceso. Cualquier tiempo pasado había sido peor, sin duda alguna, y durante diez o quince años vivimos una tímida eclosión de editoriales especializadas en literatura asturiana (Trabe, Llibros del Pexe, vtp, Suburbia), asistimos a un repunte prometedor en el número de alumnos matriculados en la asignatura de llingua asturiana (pues sí, amable lector: en Asturias solo aprende asturiano quien quiere, la asignatura es voluntaria para nuestros escolares, lo que quiere decir que una vez más el futuro del idioma queda en manos del voluntarismo de padres y madres hasta tal punto comprometidos con la causa que son capaces de renunciar a que sus hijos aprendan francés o alemán, pues esa es la disyuntiva que les ofrece la administración), y aplaudimos la aparición del primer semanario íntegramente en asturiano, Les Noticies, recibido con hostilidad no solo por los demás medios de comunicación (todos ellos beligerantes con la normalización lingüística, hasta el punto de ignorar deliberadamente los decretos de oficialización toponímica aprobados estos últimos años, algo que difícilmente puede reprochárseles cuando ni siquiera el Gobierno del Principado de Asturias los respeta) sino también por alguna de las instituciones más comprometidas con la defensa del idioma (la Academia de la Llingua Asturiana, sin ir más lejos). Mi generación se creyó que el futuro, aunque oscuro, existía. En 1998 se aprobaba una Ley de Uso del Asturiano que, sin violar el tabú de la oficialidad, habría servido para garantizar la salud del idioma por unos cuantos decenios, a poco que las administraciones (y los ciudadanos) hubieran hecho el menor esfuerzo por desarrollarla. Luego llegó la crisis: la burbuja explotó, Les Noticies cerró y, al mirar a nuestro alrededor, nos dimos cuenta de que la mayoría de nuestros vecinos solo hablaba castellano, y encima con acento manchego. Melendi vendía discos. Estábamos perdidos.

El Minotauro se va de marcha

La historia del laberinto y el Minotauro presupone que este último, pese a su media naturaleza humana, carecía de pensamiento racional. Por lo visto, ni se planteaba encontrar el camino de salida. Es de suponer que tampoco veía demasiado bien. Los ocasionales visitantes forzosos del laberinto estaban condenados a morir a manos de su estúpido y ciego morador, salvo que, como Teseo, se le adelantasen y le mataran antes a él.

El escritor asturiano que abandona el laberinto, vistiendo el disfraz de una lengua de segunda, abandona la posibilidad de recurrir al vivero de emociones de su propia memoria como guía en el uso de esa lengua adoptada

Una errata accidental en un correo electrónico me hizo darme cuenta de que el asturiano no es solo una lengua minoritaria y minorizada, sino también una lengua “minotaurizada”: a estas alturas no sólo sigue encerrada en un absurdo laberinto de subterfugios políticos y administrativos, sino que ni el más entusiasta de sus defensores se imagina cómo salir de él. Al igual que el Minotauro solo habría podido abandonar el laberinto a condición de que su carcelero originario, el rey Minos, le hubiera reconocido como hijo legítimo, tampoco mi lengua materna podrá salir del suyo si el poder político no oficializa antes su uso y la convierte en un idioma con el mismo status legal que el castellano. Eso está lejos de suceder, y “lejos”, para una comunidad de cien mil hablantes, es sinónimo de “nunca”. Como asturianohablante, he llegado a asumir esa fatalidad y soy consciente de que cada vez tengo menos gente con quien hablar mi idioma. Como escritor que ha publicado varios libros en ese idioma, también he asumido que esos libros ya no están destinados a dialogar con lector alguno, sino que se convertirán, en el mejor de los casos, en curiosidades filológicas. Como escritor que sigue empeñado en contar historias, en cambio, la resignación no es una opción. Pero cambiar de idioma sí.

¿Qué habría ocurrido si el Minotauro hubiera vencido a Teseo y hubiera encontrado el modo de suplantarlo, disimulando su naturaleza monstruosa, utilizando el hilo de Ariadna para salir por fin del laberinto y tratar de llevar una nueva vida fuera de ese exasperante encierro? Sin duda, su principal preocupación en adelante tendría que ser la de pasar desapercibido, simular una apariencia humana y tratar de adaptarse a las costumbres de los humanos. ¿Y por qué no? Después de todo, estamos hablando del hijo de una mujer y un toro, ¿quién va a sufrir si le concedemos también superpoderes? Jack Kirby lo habría hecho. Y aquí somos muy de Jack Kirby.

El escritor asturiano que abandona el laberinto, vistiendo el disfraz de una lengua de segunda mano (que para él sólo existe como lengua escrita, pues también el castellano que se habla en Asturias lleva el sello inconfundible del texto recitado, típico idiolecto de unas élites desconectadas de su hábitat ideal y que las clases populares imitan con afectación), abandona también la posibilidad de recurrir al vivero de emociones de su propia memoria como guía en el uso de esa lengua adoptada.

Se adentra en un sistema literario perfectamente constituido, sólido, casi inexpugnable, frente al cual no cabe esa alegría naíf del que trata de copiar una estampa del natural: ahora esa lengua, el castellano, se le muestra como una instancia desnaturalizada, atravesada por determinaciones independientes de su voluntad. A nuestro escritor-Minotauro le caben dos opciones: o bien es un maestro del disfraz y consigue engañar a sus lectores afectando un estilo de nuevo rico (haciendo suya la observación de Clarín acerca de la doncella de Ana Ozores: “Procuraba disimular el acento desagradable de la provincia y hablaba con afectación insoportable”), o bien ensaya alguna modalidad de sentimentalismo rousseauniano, falsamente confesional y con guiños etnográficos e historicistas, recurriendo a su lengua materna cada vez que se quede sin recursos expresivos (creyendo, erróneamente a mi juicio, que el lector se perderá algo si sustituye piescu por durazno u orbayu por llovizna). La segunda opción es un indigenismo del que no nos sobran los ejemplos voluntarios pero sí los involuntarios; la primera es la más común y la que la pequeña intelligentsia asturiana identifica, alborozada, con la buena literatura.

Afortunadamente, siempre hay una tercera opción. Se llama “literatura menor”.

“Una literatura menor”, escriben Deleuze y Guattari, “no es la literatura de un idioma menor, sino la literatura que una minoría hace dentro de una lengua mayor”. Las literaturas menores son literaturas desterritorializadas, esto es, ni tienen ni pueden aspirar al sello de garantía nacional que las literaturas mayores imprimen a sus autores y a sus obras: Kafka no es un escritor alemán aunque escriba en alemán, puesto que su identidad judía le impide considerarse alemán en la misma medida en que le impide considerarse checo, del mismo modo que la minoría de habla alemana residente en Praga se siente desplazada, desterrada, respecto de una especie de patria lingüística que está por ver que exista pero cuya carencia se experimenta en Praga con mayor intensidad que, por ejemplo, en Hamburgo (sustituya “alemana” por “española”, “Praga” por “Oviedo” y “Hamburgo” por “Salamanca” y veamos a qué suena). Como consecuencia de esto, las literaturas menores son siempre literaturas políticas: en ellas los problemas individuales nunca conectan con otros problemas individuales sino que siempre enlazan con el trasfondo social y político que, de este modo, deja de ser un trasfondo, como en las literaturas mayores, y pasa a ser sustancia y contenido de la literatura.

Las literaturas menores son literaturas desterritorializadas, esto es, ni tienen ni pueden aspirar al sello de garantía nacional que las literaturas mayores imprimen a sus autores y a sus obras

Cuando Deleuze y Guattari explican qué es una literatura menor, ponen el foco sobre los obreros de la literatura, esto es, los escritores, pero se olvidan de los patrones, de los que reciben el trabajo del escritor y le extraen la plusvalía: los lectores. ¿Hay lectores menores? O mejor, ¿hay maneras de leer que sean fruto de la experiencia en que se funda una literatura menor? Sin duda. Yo, al menos, reconozco que jamás he podido zambullirme en textos como Fortunata y Jacinta (o como Aventuras de Superlópez, si a eso vamos) sin experimentar esa perplejidad inicial que uno siente cuando oye hablar en un idioma que no domina. Cuando uno crece en un entorno donde las cosas se llaman de otra manera, el texto escrito se abre siempre como un territorio exótico, donde las palabras nunca están recubiertas de emociones y solo en ocasiones contadas remiten a experiencias que hayan sedimentado en la memoria del lector. El afán de traducirlo todo es, más que una práctica, una disposición: uno se enfrenta al texto con la prevención de quien sabe que se tropezará siempre con más dificultades que si su lengua nativa fuese la misma que la del texto; uno anticipa esas dificultades, las aprehende como defectos del texto o de su autor y hace suyos esos defectos, como si fuera responsabilidad suya, del lector, corregir esos presuntos fallos del autor y hacer que este se explique con claridad.

Este último párrafo no ha sido un excursus: me ayuda a explicar por qué me veo en la necesidad de abandonar a Deleuze y Guattari a lo que sea que estén haciendo con sus devenires-animal, sus máquinas-madriguera y sus problemas edípicos, y tratar de traducir o quizá reducir ese concepto de “literatura menor” a una textura lingüística que devenga cuasi animal y obedezca a las leyes mecánicas de mi madriguera particular. Desterritorialización: ¿cómo sentirse parte de una tradición literaria donde nada, salvo la lengua, es reconocible? ¿En qué medida me interpela a mí Pérez Galdós, qué tipo de sustancia psicotrópica debo emplear para llegar a creerme que escribir en su mismo idioma me acerca a él culturalmente más que a una obra de Nabokov traducida al castellano? Politización: ¿cómo abordar en una lengua prestada unos problemas individuales cuya enunciación no pertenece a esa lengua sino a otra? ¿Qué hacer con las adherencias nacionalistas, con los presupuestos ideológicos que la mayoría de los estilos literarios españoles dominantes incorporan de un modo u otro al tratamiento supuestamente despolitizado de esos problemas individuales? Desterritorialización: mis personajes no pueden dialogar salvo que presuponga (no solo yo, sino también el lector) que sus conversaciones tienen lugar en un escenario ficticio, impostado, tan cercano a la situación real o imaginaria que los originó como pudiera estarlo, no sé, un diálogo de Shakespeare o de Esquilo. Politización: mis personajes no pueden relacionarse en ese escenario ficticio salvo que asuman que lo es (que es ficticio) y se muevan en ese escenario con rigidez de autómatas o de actores recitando un texto enmohecido; salvo que asuman, es decir, su papel subsidiario en una red de relaciones de poder.

La supuesta naturalidad que el escritor español educado en castellano puede reclamar para sí como fundamento del pacto narrativo con el lector y a la cual recurrirá una y otra vez para medir el grado de verosimilitud de su obra no aparece por ninguna parte cuando hemos llegado al castellano procedentes de otra infancia lingüística: juzgamos tan artificiosa esa naturalidad que ni siquiera nos atrevemos a fingir un compromiso con ella. Irremediablemente caeríamos, si lo hiciésemos, en el cliché. Tendríamos que ignorar su carácter político, conducirnos como exiliados que buscan su sitio entre la servidumbre de las casas señoriales de su país de acogida y ahí se quedan, procurando no molestar demasiado, imitando lo mejor que saben los gestos y el acento de sus señores. No nos pagan lo suficiente para hacerlo.

Bueno, esto último no es del todo cierto: más cierto es que nos pagan precisamente por hacerlo. Muy pocos escritores asturianos en lengua castellana han alcanzado el reconocimiento al que aspiran sin haber pagado el precio de renunciar a habitar una literatura menor, eligiendo la opción, ya mencionada, del estilo arribista o de nuevo rico: en lugar de desterritorialización, reterritorialización; en lugar de politización, despolitización. La mayoría de los novelistas y narradores asturianos en lengua castellana, empezando por Clarín, parecen tan obsesionados por borrar cualquier traza de asturianía de sus obras que no solo deslocalizan sus relatos sino que, además, los trasladan a un paisaje humano que solo es verosímil para letraheridos. Frente a esta tendencia, tan aplaudida en los cenáculos literarios asturianos desde (de nuevo) los tiempos de Clarín, la alternativa indigenista, menos jaleada (y más apreciada fuera de esos cenáculos), resulta, al menos, subversiva, y algo más interesante que los palimpsestos high class friendly que aquí pasan por obras maestras. No es mi estrategia, pero la respeto.

No pretendo sugerir que el proyecto de una literatura menor, en el sentido deleuziano-guattariano del término, sea irrealizable para los escritores cuya lengua materna sea una lengua normalizada y (en el caso del castellano) mayoritaria y hegemónica. Al contrario: cuando uno se ha entrenado en una lengua minoritaria, sin tradición literaria y sin apenas estándar normativo, ha tenido que practicar literal y literariamente un bricolaje de palabras y sintaxis que constituye un aprendizaje impagable. No tendrá que hacer esfuerzos para contemplar su nueva lengua como una construcción laberíntica, llena de trampas, sobreentendidos, clichés: no es un mérito sino, como he dicho, una disposición. Mayor mérito tiene haber llegado a ese proyecto desde el interior de una lengua hegemónica: “Incluso aquel que ha tenido la desgracia de nacer en un país de literatura mayor”, prosiguen, y concluyen (al menos para los propósitos de este artículo, que toca a su fin con esta cita, por lo que aprovecho este paréntesis para despedirme, ya que no seré yo quien diga la última palabra), Deleuze y Guattari, “debe escribir en su lengua como un judío checo escribe en alemán o como un uzbeko escribe en ruso. Escribir como un perro que escarba su hoyo, una rata que hace su madriguera. Para eso: encontrar su propio punto de subdesarrollo, su propia jerga, su propio tercer mundo, su propio desierto”.

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