La impostora II
La mujer subterránea: feminismo, literatura y autoría
Sobre el difícil y siempre insuficiente reconocimiento de la literatura escrita por mujeres, de las mujeres escritoras
Carmen G. de la Cueva 16/06/2017
En CTXT podemos mantener nuestra radical independencia gracias a que las suscripciones suponen el 70% de los ingresos. No aceptamos “noticias” patrocinadas y apenas tenemos publicidad. Si puedes apoyarnos desde 3 euros mensuales, suscribete aquí
Necesitamos tu ayuda para realizar las obras en la Redacción que nos permitan seguir creciendo. Puedes hacer una donación libre aquí
-----------------------------------------------------------------------------------------------------
«Probablemente ahí fuera, a millones de mujeres se les está diciendo, en este planeta de siete mil millones de personas, que no son testigos fiables de sus propias vidas, que la verdad no es algo que les pertenezca, ni ahora ni nunca».
Rebecca Solnit
I
De un lado a otro de la geografía y del tiempo, se puede seguir la corriente subterránea que ha unido la escritura de las mujeres. Decía Adrienne Rich que la conciencia de la identidad femenina se forja dentro de una comunidad de mujeres. Sin embargo, cuesta pensar que la conciencia de la identidad como autora se forje dentro de una comunidad de escritoras. Siempre me he imaginado a las mujeres que a lo largo de la historia han escrito y publicado libros como un archipiélago de islas a la deriva desprendidas del continente de la literatura universal —la literatura canónica, la que escriben los hombres.
Cuando comencé a leer con cierta conciencia, no era capaz de ver que la mayoría de los libros que llegaban a mí a través de los cauces naturales —las clases de literatura del instituto, las visitas a la biblioteca del pueblo, las estanterías de la casa familiar— estaban escritos por hombres. Ni siquiera me planteé preguntarle nunca a mis profesores dónde estaban ellas, las autoras. Era algo que me parecía lógico: si no había escritoras, sería porque no existían. No se me pasó por la cabeza la idea de que estuvieran tan perdidas, tan silenciadas e invisibilizadas, que si no me ponía a buscarlas como si fuera una detective —siguiendo las pistas y esforzándome mucho por encontrarlas—, nunca llegaría a leerlas.
Sé que hay personas que han tenido la suerte de contar en sus vidas con alguien que les guiara, que les ha descubierto a Carmen Martín Gaite o la poesía de Emily Dickinson, pero a mí eso nunca me ocurrió. El camino que emprendí como lectora fue autodidacta, torpe y muy accidentado. Un día, sin saber muy bien cómo, llegué a ellas y sigo llegando, porque la genealogía literaria femenina está tan fragmentada y rota que el descubrimiento de autoras dura toda la vida. Sin ir más lejos, a Luisa Carnés (1905-1964) la conocí en 2016 cuando se reeditó en la editorial asturiana Hoja de Lata su novela-reportaje Tea Rooms. Mujeres obreras. Y así fue cómo me encontré con Matilde, su protagonista, una joven precaria que inició su peregrinaje laboral en un salón de té como yo lo empecé a los dieciocho años en un McDonald´s. Treinta años de mi vida sin saber de la existencia de Carnés, una autora de la Generación del 27 que procedía de una familia humilde, que fue periodista y que saciaba su voracidad lectora intercambiando novelitas. Indagando comprobé que Carnés tenía dos libros más publicados en la editorial sevillana Renacimiento: El eslabón perdido (2002) y De Barcelona a la Bretaña francesa (2014). A estos hay que sumarle el último, Trece cuentos (Hoja de Lata, 2017), una antología de narrativa breve que incluye la fotografía de la hermosa cartera de piel donde Carnés guardó sus relatos mecanografiados para cruzar con ellos la frontera francesa en 1939. ¿Por qué ocurre esto? ¿Por qué hay que esperar tanto para conocer la obra de una autora que publicó hace menos de un siglo? ¿Por qué no la estudiamos a ella?
Desde que investigo en profundidad la historia de la literatura, he podido comprobar que los libros que escriben las mujeres desaparecen rápido porque, entre otras razones, no reciben apenas reconocimiento y tampoco suelen tener más de una edición. Esas obras, muchas de ellas de carácter autobiográfico, van por debajo de la tierra, en una corriente subterránea que no vemos. Ajena, marginal, silenciosa. Ellas son las mujeres subterráneas. Mientras que los ríos que surcan la superficie van cargados de escritores. Ellos son autores o pistoleros: ocupan portadas y suplementos literarios, reciben premios, adelantos, reconocimiento. Las mujeres subterráneas son valoradas por su físico o por su relación con los hombres de su vida. A veces, alguien me hace pensar que soy una exagerada, que no es para tanto, que cada vez se publican más obras escritas por mujeres y reciben más espacio en los medios culturales, pero no nos engañemos. Para demostrar mi hipótesis no tengo que irme demasiado lejos. El domingo 21 de mayo, el suplemento XLSemanal llevaba en portada a «los tres grandes de la literatura en castellano»: Arturo Pérez Reverte, Javier Marías y Vargas Llosa. En la entrevista, que era calificada como la cita literaria del año, ellos se definían así: «Somos los últimos pistoleros». Sin entrar a valorar lo que me parecen estos tres señores, cualquiera puede ver que se nos quiere mostrar al escritor como un héroe. Sin embargo, a las autoras no les ocurre lo mismo.
Un caso más o menos reciente y muy comentado es el del centenario de la escritora mexicana Elena Garro (1916-1998). No solo fue escandalosa la faja que la editorial Drácena colocó en la edición de su novela Reencuentro de personajes («mujer de Octavio Paz, amante de Bioy Casares, inspiradora de García Márquez y admirada por Borges»), sino algunos de los artículos que le dedicaron como el de Babelia, Elena Garro, una escritora contra sí misma donde el periodista Jan Martínez Ahrens la dibujaba así: “Hablar de ella es hacerlo de quien fue el envés, obsesivo y doloroso, de Octavio Paz. Contra él vivió, contra él escribió. Pero no agotó su biografía en la lucha contra el tótem. Su proximidad al PRI y su servicio secreto, y, sobre todo, sus errores ante la matanza de Tlatelolco, la volvieron una escritora maldita”. Una autora que publicó en 1963 Los recuerdos del porvenir, novela que se considera iniciadora del realismo mágico —etiqueta que Garro rechazó por considerarla mercantilista— y que se publicó cuatro años antes que Cien años de soledadde Gabriel García Márquez.
¿Cuánto sabemos de Garro hoy? Esta autora escribió, además, un interesante libro autobiográfico que llevó por título Memorias de España en 1937 (Siglo XXI, 1992; Salto de Página, 2010) donde contaba su viaje con tan solo diecinueve años a una España en guerra para asistir al II Congreso Internacional de Escritores Antifascistas. En ese texto, Garro refleja su lúcida conciencia a propósito del desprecio con el que era tratada entre los escritores, por ser mujer, joven y por ir como la esposa de Octavio Paz. Así lo cuenta: “En aquellos días yo era menor de edad, en España había una guerra civil y en México se daban bofetadas en la calle los partidarios de uno y otro bando. Los mexicanos acudían a la embajada española para enrolarse en el ejército español. ‘Sí, sí, pero ¿en cuál bando?’, preguntaban los funcionarios. ‘En cualquiera, lo que quiero es ir a matar gachupines’, contestaban. Al menos eso se decía… En Madrid se lo conté a Rafael Alberti y se echó a reír: ‘Esta chica, con esa vocecita solo dice barbaridades’. Yo sabía más que Rafael Alberti, porque venía de H. Colonia Española”.
II
“Madre mía, marcha a tu habitación y cuídate de tu trabajo, el telar y la rueca, y ordena a las esclavas que se ocupen del suyo. La palabra debe ser cosa de hombres, de todos, y sobre todo de mí, de quien es el poder en este palacio”. Esta cita pertenece a la Odisea de Homero y la recoge la historiadora Mary Beard en su artículo La voz pública de las mujeres. Posiblemente, dice Beard, sea el primer ejemplo documentado de un hombre haciendo callar a una mujer porque su voz no debe ser escuchada en público. A través de su texto, Beard nos deja ver que, históricamente, en la cultura occidental las mujeres no son escuchadas en la esfera pública, “que una parte integral del crecimiento de un hombre es aprender a controlar lo que se dice en público y a silenciar a las mujeres de la especie”. El discurso público, el discurso de autoridad es, desde el principio de los tiempos, un asunto de hombres. Este modelo en el que el hombre toma la palabra porque la considera propia y la mujer se calla y silencia porque ha interiorizado las “indirectas sociales acerca de lo que se define como un comportamiento adecuado para nuestro género, esto es: callarse, quitarse importancia, no reconocer el talento ni el mérito, sentirse culpable”.
La historia del hombre que explica cosas a una mujer usando como pretexto la edad, la experiencia o la autoridad, se repite y llega hasta el presente. Qué favor nos ha hecho Rebecca Solnit nombrando una realidad que llevamos toda la vida padeciendo para así hacerla visible: el mansplaining. Hace tan solo unos días me topé con un mansplainer de manual. Me invitaron a dar una conferencia dentro de unas jornadas educativas en torno a la diversidad en Betanzos, un municipio de Galicia, y allí que me fui con mi “mujer subterránea” a hablarles del papel de las mujeres en la literatura, del síndrome de la impostora y de esos señores que siempre creen saber más que una misma de cualquier tema y nos quitan la palabra o nos corrigen. Después de una hora de charla, cuando se abrió el turno de preguntas del público, invité a las personas asistentes —la presencia era abrumadoramente femenina— a que diesen el nombre de una autora que les hubiera acompañado a lo largo de sus vidas. Solo una mujer se atrevió a levantar la mano para nombrar a Isabel Allende. En la primera fila, tomó la palabra un señor para hablar de Rosalía de Castro y, de paso, recitar algunos versos de memoria. Una vez terminada la charla, el señor en cuestión se acercó a mí, me rodeó los hombros con su brazo y me dijo en un tono muy condescendiente que no podía venir a Galicia a hablar de literatura de mujeres y no nombrar a Rosalía de Castro. Yo di un respingo, me reí incómoda, le informé de que me estaba mansplainando—término derivado del original que uso con frecuencia en mi día a día— y pasé a explicarle yo a él que Rosalía no formaba parte de mi genealogía literaria y que me parecía una impostura citarla tan solo porque estuviera en Galicia.
¿Qué sabía yo de Rosalía de Castro? Todo lo que recuerdo es que le dedicamos la tercera parte de una clase de Lengua y Literatura en la ESO y que nunca más la había vuelto a leer. No estaba sola, conmigo había varias de las asistentes que se quedaron en silencio contemplando la escena, incrédulas. No contento con mi respuesta, el señor me explicó que él era profesor de literatura en un instituto y que era un “sacrilegio” —sí, usó esa palabra— no nombrar a Rosalía: “Mira, te lo digo como profesor porque yo sé mucho de Rosalía. Era una gran feminista y deberías haberla nombrado porque no puedes venir aquí sin nombrarla. ¿Entiendes? Llevo muchos más años que tú en esto y sé lo que digo”. Intenté tener paciencia y le comenté que si yo fuera un conferenciante, un hombre y, quizá, de más edad, él no se sentiría con la autoridad para venir a hablarme así. “No tienes razón. De ninguna manera”, me dijo, “si fueras un hombre te hubiera dicho lo mismo”. El señor se fue satisfecho con su aportación y yo me quedé como una idiota, sin saber qué más decirle. Muda y con una gran frustración en el cuerpo. No importaba la hora que había pasado hablando, mis lecturas, las múltiples referencias y nombres que había aportado. Él necesitaba corregirme, ponerme en mi lugar, en definitiva, desautorizarme. Durante toda la charla, tuve la impresión de que los pocos hombres que estaban en la sala me miraban como la chica esa con la vocecita nerviosa que dice barbaridades.
III
Hay un ensayo bastante revelador que viene a hablarnos de la manera en la que las mujeres empezaron a construir su propio relato. En Escribir la vida de una mujer (1988), la norteamericana Carolyn G. Heilbrun (1926-2003) analiza cómo durante siglos hemos creído que el anonimato era la condición propia de la mujer. Muchas veces las mujeres han escrito su historia siguiendo el viejo modelo de autobiografía de mujeres, es decir, “encontrando belleza incluso en aquellos momentos de dolor, transformando la ira en aceptación espiritual”. Pero, posteriormente, hemos visto cómo ese tipo de relato idealizado de la vida no era más que una forma deshonesta de omitir la rabia y el dolor buscando un modelo ejemplar de vida. Era algo que nunca me había planteado hasta que leí a Heilbrun. ¿Están algunos de esos relatos de escritoras que nos llegan maquillados? Journal of Solitude de May Sarton, publicado en 1973, fue el primer libro que Heilbrun data como inicio de la autobiografía «verdadera», es decir, la primera vez que una mujer escribió acerca de su propia rabia y no intentó disfrazar el dolor. Hasta entonces a las mujeres se les había prohibido sentir ira y deseo de tener poder y control sobre sus vidas. Hasta Virginia Woolf llegó a señalarlo: “muy pocas mujeres han escrito hasta el momento autobiografías verdaderas”. Su ensayo feminista Tres guineas fue condenado, precisamente, por la ira e indignación que mostraba. Woolf se preguntaba cómo podía evitarse la guerra y creía que podía conseguirse “erradicando, desde los cimientos, cualquier forma de imposición, de violencia y de discriminación”.
Prohibida la ira, la mujer era incapaz de encontrar una voz a través de la que contarse y reivindicar su lugar en el mundo. Así muchas de ellas acabaron entregadas a la depresión o la locura (por citar solo un par de ellas: Anne Sexton y Sylvia Plath). Si a la mujer que se quejaba oralmente o por escrito entonces se la tachaba de estridente y chillona, ¿ha cambiado mucho esto? No. Hoy nos llaman exageradas, nos llaman locas y, sobre todo, nos llaman feministas o “feminazis”. Y es curioso porque si me paro a pensar en la generación de escritores y periodistas que está sucediendo a la generación anterior en las columnas de opinión, por poner un ejemplo muy visible y cuantificable, solo se me ocurren hombres. Pocas mujeres y las que hay, prácticamente, cumplen la excepción que confirma que la opinión —la voz autorizada que nos explica la realidad— está en manos de los hombres. Y cada vez que un tema que preocupa a las feministas se vuelve trending topic —casi nunca los asesinatos por violencia machista, pero sí el manspreading, por poner un ejemplo muy reciente— el proceso es el mismo: escribimos en nuestros muros de Facebook, conversamos en los bares con nuestras amigas, iniciamos hilos en el Twitter y acabamos siendo denunciadas por ser chillonas, estridentes o exageradas.
Heilbrun se preguntaba algo que yo no dejo de preguntarme cada vez que un hombre escribe un artículo desautorizándonos: ¿denunciar a las mujeres por considerarlas estridentes o chillonas no es una forma más de negarnos el poder? El poder depende de la capacidad de ocupar un lugar en todo tipo de discursos y espacios y que ese lugar cuente para algo.
IV
Cuando llega el momento de alzar la voz como autoras, de que se reconozca nuestro trabajo, nuestra escritura, pueden ocurrir dos cosas: que sintamos que no somos lo suficientemente buenas —el familiar “síndrome de la impostora”— o que se produzca una sordera colectiva y nadie oiga nuestra voz.
Hace algunas semanas, la escritora norteamericana Siri Husvedt pasó por España para promocionar su último libro de ensayos La mujer que mira a los hombres que miran a las mujeres y la anécdota de su entrevista al escritor noruego Karl Ove Knausgård dio vueltas y vueltas por todos los medios. Husvedt habló con Knausgård a propósito de su saga autobiográfica Mi lucha y le preguntó por qué en un libro que contenía cientos de referencias a escritores, solo mencionaba a una mujer: Julia Kristeva. ¿No había obras de mujeres que hubieran influido en él como escritor? ¿Había alguna razón para esta omisión sorprendente? ¿Por qué no se refería a ninguna otra mujer escritora? La respuesta que le dio la dejó desconcertada: “No hay competencia”.
Cuenta Husvedt que esa respuesta ha sido como una melodía recurrente en su cabeza: “No hay competencia”. “No hay competencia”. “No hay competencia”. La escritora no creyó en ningún momento que Knausgård realmente piense que Kristeva es la única mujer, viva o muerta, capaz de escribir o de pensar bien. “Mi suposición es que para él la competencia, literaria y de otro tipo, significa enfrentarse a otros hombres. Las mujeres, por brillantes que sean, simplemente no cuentan”.
¿No es asombroso que para algunos escritores las escritoras no cuenten? Personalmente, me paraliza la idea de que uno pueda llegar a convertirse en escritor sin haber leído a ninguna autora. Pero no es descabellado pensarlo. Cuando me cruzo con un autor en alguna charla o presentación, suelo ponerle a prueba pidiéndole que me diga el nombre de, al menos, cinco autoras que hayan sido importantes en su formación como escritor y, con suerte, citan a tres. Casi siempre hay dos que están en todas las bibliotecas: Virginia Woolf y Marguerite Duras. Ellos se van felices pensando que leen a autoras, que han cumplido, y yo me voy a casa frustrada pensando que por mucho que escribamos, nunca nos tendrán en cuenta. Lo terrible es que esto no sólo ocurre con escritores, sino también con escritoras que no sé si son del todo conscientes de la invisibilización de la literatura escrita por mujeres. Husvedt se hacía una pregunta necesaria: ¿Es Knausgaard consciente de una actitud que otros hombres y mujeres creen implícitamente pero que no pueden o no saben articulan?
La pregunta está directamente relacionada con el concepto de autoría. En una entrevista en La Vanguardia, Husvedt le dice al periodista que temía que le pidiera que le dedicara el libro a su madre o a una amiga porque a los hombres les cuesta admitir la autoría de una mujer. “Piense que autor viene de autoridad”, le cuenta, “y admitir a una mujer como autora es reconocerle cierta superioridad y leerla requiere la humildad de dejar que te enseñe”. Dicho así, el hecho de que un hombre deje que una mujer le enseñe algo me resulta muy radical. Aquí volvemos a Solnit y al señor gallego admirador de la poesía de Rosalía de Castro: cuando una mujer toma el poder —hablando en una conferencia, escribiendo un libro, quizá un libro autobiográfico—, su trabajo es considerado femenino y lo femenino, todavía hoy, sigue sin tomarse en consideración. Las escritoras llevan años haciendo libros como los de Knausgård, pero, como dice Husvedt, “al ser el escritor un hombre, lo dignificó y ya parecía algo más serio que un mero diario impúdico”.
Esas escritoras que se han mantenido firme a lo largo de la historia y han narrado honestamente su dolor y sus vidas, han sufrido la crítica feroz de los hombres. En 1963, el periodista Jame Dickey dijo acerca de la poesía de Anne Sexton que “sería difícil encontrar un escritor que insista de manera más pertinaz en los aspectos más lastimosos y desagradables de la experiencia corporal como si eso hiciera la escritura más real”. Y de nuevo un hombre mandando callar a una mujer y negándole así el poder de contar su propia historia.
Coda
Slimani se siente muy orgullosa de su premio Goncourt, pero no por ella, sino por lo que significa: “Hace diez o quince años no se hubiera premiado este libro porque no habla de un asunto elevado. Se hubiera dicho que es ‘un libro para mujeres’. Lo que quiero es que estas cuestiones cotidianas se consideren como universales y que también se vea su nobleza desde el punto de vista literario. Creo que es muy importante señalar el lugar que ocupan las mujeres en la literatura, tanto las escritoras como las lectoras. El 80% de las personas que compran novelas son mujeres, ellas hacen posible la literatura”.
“Es la arrogancia lo que lo hace difícil, en ocasiones, para cualquier mujer en cualquier campo; es la que mantiene a las mujeres alejadas de expresar lo que piensan y de ser escuchadas cuando se atreven a hacerlo; la que sumerge en el silencio a las mujeres jóvenes indicándoles, de la misma manera que lo hace el acoso callejero, que este no es su mundo. Es la que nos educa en la inseguridad y en la autolimitación de la misma manera que ejercita el infundado exceso de confianza de los hombres”.
Necesitamos una toma de conciencia a la vieja usanza acerca de lo que entendemos por voz autorizada y de cómo hemos llegado a construirla. Necesitamos resolver eso antes de decidir cómo nosotras, las Penélopes modernas, podemos responder a nuestros Telémacos.
La mujer subterránea somos todas, todas aquellas que nos desplazamos sin hacer ruido, silenciosamente por debajo de la superficie de las cosas, ya sea la vida o la literatura. Como si el trabajo que hacemos, la obra que escribimos fuera invisible a los ojos de la crítica, de la sociedad, como si lo único importante fuera nuestra cara, nuestra edad, nuestra familia.
Bibliografía
Obras de Luisa Carnés
(2002). El eslabón perdido. Sevilla: Renacimiento.
(2014). De Barcelona a la Bretaña francesa. Sevilla: Renacimiento.
(2016). Tea Rooms. Mujeres obreras. Gijón: Hoja de Lata.
(2017). Trece cuentos (1931-1965). Gijón: Hoja de Lata.
Obras de Elena Garro
(2011). Los recuerdos del porvenir. Madrid: 451 Editores.
(2011). Memorias de España de 1937. Madrid: Salto de Página.
(2016). Reencuentro de personajes. Madrid: Drácena.
(2016). Cuentos completos. Barcelona: Alfaguara.
Otros títulos
HEILBRUN, C (1994). Escribir la vida de una mujer. Madrid: Megazul.
HUSVEDT, S. (2017): La mujer que mira a los hombres que miran a las mujeres. Barcelona: Seix Barral.
RICH, A. (2011). Sobre mentiras, secretos y silencios. Madrid: Horas y Horas.
SARTON, M. (1992). Journal of Solitude. Nueva York: Norton.
SLIMANI, L. (2017). Canción dulce. Madrid: Cabaret Voltaire.
SOLNIT, R. (2016). Los hombres me explican cosas. Madrid: Capitán Swing.
WOOLF, V. (2013). Tres Guineas. Barcelona: Lumen.
Artículos
AMIGUET, L. (2017). “El machismo es una forma más de pereza mental”. La Vanguardia, 5/06/2017.
ANTÓN, J. (2016). “Siempre vi los crímenes de Manson como un cuento de hadas oscuro”. El País, 13/09/2016.
BEARD, M. (2014). “La voz pública de las mujeres”. Letras Libres, 22/04/2014 CRUZ, M. (2016). “Una editorial española retirará una faja que describe a Elena Garro como la mujer y amante de otros autores”. Verne, 2/12/2016.
DE LA CUEVA, C. (2017): “¿Por qué me siento una impostora (pese a todo)?”. Mujer Hoy, 26/03/2017
GOITIA, F. (2017). “Somos los últimos pistoleros”. XL Semanal, 21/05/2017 HUSVEDT, S. (2015): “Knausgård writes like a woman”. Literary Hub, 10/12/2015 .
LIGERO, M. (2017). “La maternidad es una cuestión política”, La Marea, 28/05/2017.
MARTÍNEZ AHRENS, J. (2016). “Elena Garro, una escritora contra sí misma”. Babelia, 15/10/2016.
SOLNIT, R. (2012): “Men explains things to me”. Guernica Mag, 20/08/2012.
Necesitamos tu ayuda para realizar las obras en la Redacción que nos permitan seguir creciendo. Puedes hacer una donación libre aquí
Autor >
Carmen G. de la Cueva
Periodista, escritora y editora. Ha publicado varios libros y fue directora de la editorial feminista La señora Dalloway.
Suscríbete a CTXT
Orgullosas
de llegar tarde
a las últimas noticias
Gracias a tu suscripción podemos ejercer un periodismo público y en libertad.
¿Quieres suscribirte a CTXT por solo 6 euros al mes? Pulsa aquí