El ala izquierda del Parlamento
La transformación del Congreso, fase uno
La ciudadanía observa la Cámara con distancia, pero varias iniciativas de la izquierda transformadora evidencian y avanzan en el debate sobre la profunda crisis ética aún sin resolver
Víctor Alonso Rocafort 28/06/2017
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El no nos representan que dio pie al ciclo de protestas de 2011 aún resuena en las cabezas y guía los pasos de muchos de quienes trabajamos en el Parlamento. Hace unas semanas escribía sobre cómo lo que está sucediendo este año con la eutanasia revela hasta qué punto seguía presente la crisis de representación. Partidos cuyos votantes apoyan hasta en más de un 90% su regulación se oponen sin embargo a la misma. El caso extremo viene cuando un partido, el PSOE, aprueba no hace ni un mes en su Congreso interno la despenalización inmediata de la eutanasia y, ahora que retomamos el debate en el Hemiciclo, anuncia sin pudor que la rechaza porque quiere aparecer en unos meses liderando una propuesta.
Esto es un síntoma más de algo de mayor profundidad, de una crisis ética aún sin resolver. Si vieron la entrevista de Jordi Évole al comisario Villarejo me entenderán, no estamos más que ante una arista más de la podredumbre de un Régimen.
Pero si algunos estamos en el Congreso es precisamente para proseguir, ahora desde dentro, la impugnación popular a esta crisis ética y de representación. De ahí que desde Izquierda Unida queramos poner sobre la mesa una primera fase de transformación del Parlamento.
Contamos con uno de los Parlamentos más rígidos e inútiles de Europa. Gran parte de las iniciativas directamente no sirven para nada
Con un gobierno en minoría hubo quien creyó que iba a ser posible sacar más leyes adelante, pero la pesada máquina del Congreso puede enlentecerse sin problemas desde el partido gubernamental y quienes les apoyan. A esto hemos de sumar que contamos con uno de los Parlamentos más rígidos e inútiles de Europa. Gran parte de las iniciativas directamente no sirven para nada, a lo sumo para que aparezcan, efímeras y pomposas, las mociones aprobadas del Congreso en la prensa del día. Se reprueban ministros y tampoco pasa nada, ahí siguen como si la cosa no fuera con ellos. Se formulan preguntas por miles para que nos las conteste el Gobierno, burocráticamente, cuando les da, y en eso nos mantienen esforzados, despistados, cada día.
La ciudadanía observa el Parlamento con distancia, no en balde no está invitada a participar de sus trabajos y tan solo se le abren sus puertas dos o tres días al año, precisamente cuando se celebra la Constitución de 1978, lo que no deja de resultar significativo. Ya se sabe aquello de las 2 Iniciativas Legislativas Populares aprobadas en estos cuarenta años mientras se desechaban cerca de 100. Atado y bien atado, que dijo aquél.
Como izquierda transformadora en el Parlamento, formando parte de una alianza esta vez de peso, tenemos una labor que hacer. No solamente afrontamos la función de controlar al Gobierno y tratar de sacar adelante leyes tan relevantes como la que se comentaba más arriba. Estamos también para recoger el guante impugnador de 2011, para transformar democráticamente la propia institución parlamentaria. Si no, ¿para qué hemos venido? ¿De verdad alguien piensa que es posible pasar por aquí tras lo sucedido estos años y dejar los muebles tal y como estaban?
Impugnar el Régimen del 78 es inevitablemente impugnar su Parlamento.
La crítica al parlamentarismo tiene una larga trayectoria. Si queremos afrontarla en nuestros días con propuestas concretas hemos de conocer cuáles han sido sus grandes líneas, actualizarlas a nuestro contexto actual y debatir sobre ellas. Basten de momento aquí unas pinceladas antes de exponer esta primera fase de transformaciones que deseamos afrontar.
Escrito en los años veinte de la Alemania de Weimar y con el largo título de Los fundamentos histórico-espirituales del parlamentarismo en su situación actual (1923), el hoy tan popular teórico que engrosara las filas del partido nazi, Carl Schmitt, cincelaba con precisión de cirujano varios de los males que aquejaban al parlamentarismo.
El carácter público con el que nació en su versión moderna frente a los arcanos de los gabinetes técnicos, especializados y burocráticos de las monarquías absolutas; la separación de poderes que permite un legislativo deliberante de muchos frente a la unidad ejecutora del gobierno; la libre discusión de argumentos con posibilidad de convencimiento mutuo; las libertades de prensa, reunión o expresión que debían acompañar esta conversación sin fin entre parlamentarios… Gran parte de todo ello demuestra ser en la práctica cotidiana de inicios del siglo XX, mantiene Schmitt, nada más que “un decorado superfluo, inútil e incluso vergonzoso”.
Los partidos actúan como grupos de interés sordos a la discusión, lo fundamental para un país se decide fuera de su Parlamento y, lejos de la deliberación razonada, se gana a las masas desde una propaganda que apela directamente a las emociones y al símbolo. Continuas crisis de gobierno e inestabilidad, discursos banales plagados de faltas de respeto, mecanismos de obstrucción parlamentaria, privilegios y escasa asistencia de los diputados a las sesiones, vínculos directos entre prensa, partidos y capital, un sistema de listas que desconecta electores y representantes, todo esto y algo más enumeraba Schmitt.
No estamos más que ante una “sátira”, la Antichambre (antiCámara) de las oficinas donde se reúnen “los poderosos invisibles” que realmente manejan el país. “Representantes de los intereses del gran capital”, llegará a decir el alemán anticipando lo que hoy algunos entendemos por representación oligárquica. Por otra parte, ni siquiera se forman ya buenas élites políticas en el Parlamento, concluye.
Esto de Schmitt tampoco era nuevo y, como él mismo indica, era una crítica compartida en lo esencial a izquierda y derecha. El propio autor alemán recoge las tempranas críticas de Lorenz Von Stein al parlamentarismo en el año crucial de 1848: falta de actividad real, lentitud en los movimientos burocráticos y unos actores dominantes que estaban fuera, no dentro de las Cámaras.
Schmitt insiste en las diferencias entre las ideas liberales y las democráticas, tomando precisamente las revoluciones de 1848 como punto de inflexión para su divorcio. Desde su particular ideología, inseparable de su visión teórica y apoyándose en las confusiones rousseaunianas del Contrato Social, Schmitt sustentaba toda democracia en la homogeneidad. No en la igualdad de derechos sino en la homogeneidad nacional, religiosa o racial. La idea de la democracia de Schmitt se basaba en la exclusión y el ataque a las diferencias, en la aclamación al líder y los instrumentos plebiscitarios. Y lo más revelador: no era incompatible con la dictadura. Su crítica al parlamentarismo serviría por tanto de palanca de apoyo al incipiente movimiento fascista.
La némesis liberal de Schmitt en esta cuestión durante los años veinte, el teórico de origen judío Hans Kelsen, era muy consciente también de las fallas del parlamentarismo. Había tratado de afrontarlas con una serie de propuestas de reforma en su obra De la esencia y valor de la democracia, donde abogaba por un tránsito del liberalismo a la democracia protagonizado por una mayor participación en el Estado del individuo. Concretamente, por la participación directa en la función legislativa, más allá de la elección de los legisladores. Pedía espacio en las Constituciones para la iniciativa popular así como defendía el referéndum como un instrumento más.
Kelsen afrontó sin ambages los problemas teóricos más relevantes de la cuestión parlamentaria. Es así que se preguntaba si el Parlamento era “un instrumento útil para resolver las cuestiones sociales de nuestro tiempo”.
Al igual que Schmitt insistía en que hay representación política más allá del parlamentarismo, Kelsen admitirá que democracia y parlamentarismo no son idénticos. Eso sí, añadiría enseguida que, dada la imposibilidad de la democracia directa entre millones de ciudadanos, el Parlamento era “la única forma real” de llevarla a cabo.
Al igual que Schmitt insistía en que hay representación política más allá del parlamentarismo, Kelsen admitirá que democracia y parlamentarismo no son idénticos
Si democracia significaba identidad entre gobernantes y gobernados, si la entendíamos como el gobierno del pueblo por el pueblo, ¿quién era el pueblo? Plural y fraccionado, considerarlo una unidad homogénea tan solo es una ficción nacionalista, razonaba Kelsen. Como una ficción es también la representación política. Esto es relevante cuando se nos dice que la voluntad del Estado no se crea por el pueblo, sino por un Parlamento creado por el pueblo al que dice representar. Esta ficción, admite pragmático y conservador, es precisamente la que ha logrado contener la marea democrática de los siglos XIX y XX.
Y a la vez esta falsedad da munición a los adversarios del parlamentarismo, se lamenta a renglón seguido Kelsen. Cierto que podemos defender el Parlamento por su papel esencial a la hora de dividir el poder en su función legislativa, pero nadie podrá negar que la representación requiere un gran ejercicio de imaginación política: hacer presente lo ausente (y por millones) parece cosa de magia.
Tanto Schmitt como Kelsen escriben con los recientes acontecimientos de 1917 en el cogote, es decir, con esa gran enmienda a la totalidad al parlamentarismo liberal que fue la Revolución soviética.
En medio de aquel año crucial Lenin, en Estado y revolución, echaba en cara a los mencheviques y socialrevolucionarios el que no cambiaran nada de las instituciones que ahora ocupaban, el que se dedicaran únicamente a repartirse el botín de los cargos aplazando la Constituyente y dejando “intangible la base del régimen burgués”. Lenin les animaba, no a apoderarse o perfeccionar la máquina del Estado, sino literalmente a romperla, destruirla y aplastarla.
El modelo propuesto por Lenin en aquella obra para sustituir ese aparato de dominación de clase que era el Estado residía en la Comuna de París. En sus disquisiciones sobre la expresión marxista de dictadura del proletariado, Lenin venía a decir que el nuevo Estado habría de ser democrático para los desposeídos y dictatorial para la burguesía. Supresión del ejército permanente, policía revocable y al servicio de la Comuna, salarios de obreros para todos los cargos públicos, funcionarios judiciales que debían ser elegidos, responsables y revocables.
Y en lugar de Parlamento el pueblo habría de organizarse en comunas, es decir, en soviets. Lenin critica que aquel solo sirve para embaucar al pueblo mientras la política de poder real se hace entre bastidores. No se trata de eliminar las instituciones representativas, pues sin ellas “no puede concebirse la democracia”, sino de transformarlas de “lugares de charlatanería” en “corporaciones de trabajo”, legislativas y ejecutivas a la vez.
Tras la Segunda Guerra Mundial el parlamentarismo afrontó algunos cambios, entre ellos, la limitación de la voluntad legisladora desde el marco de derechos fundamentales que proporcionaban las nuevas Constituciones y el nuevo papel central reservado en ellas para los partidos. El fascismo había sido implacable con el parlamentarismo mientras el estalinismo mostraba un modelo alternativo de Estado no precisamente atractivo, cruzado por la burocracia y la falta de pluralidad ideológica.
El marxista griego Nicos Poulantzas, en su obra Estado, poder y socialismo (1979), planteaba la compatibilidad de una democracia basada en la democracia directa de los consejos y la democratización de las instituciones representativas. ¿Cómo transformar los aparatos del Estado en la transición al socialismo?, se preguntaba el autor griego, porque ya difícilmente asistiremos al gran día de la toma del Palacio de Invierno.
El dilema básico que plantea Poulantzas es que si pasamos por el Estado sin transformar sus instituciones podemos caer en la inercia de aceptar, tal y como hacen los socialdemócratas, la representación de base liberal dominante. Y si suprimimos las instituciones representativas existentes, producto también de luchas democráticas pasadas, haremos un flaco favor a las libertades y la pluralidad. Es así que el autor griego, rechazando expresiones que entiende producto de tácticas de otro tiempo –como dictadura del proletariado-- apuesta por combinar la profundización democrática de la representación existente, incluidos sindicatos y partidos, con el desarrollo de movimientos populares, la emergencia de organizaciones realmente dirigidas desde la base y la construcción de centros autogestionados.
Y como esto no será fácil, como habrá duras resistencias desde el poder, la izquierda ha de contar con una amplia alianza de apoyos populares para llevar lo máximo de todo esto a buen término.
Los últimos desarrollos de la teoría democrática contemporánea, con autoras como Hanna Pitkin, Jane Mansbridge o Nadia Urbinati, buscan también la democratización de la representación política dominante de modos interesantes. Qué duda cabe que el Parlamento es la institución central en este campo y que la mayor parte de las críticas clásicas vistas en nuestro repaso encajan en el que conocemos en España. Con el auge de la extrema derecha en toda Europa no podemos permitirnos una crítica destructiva sin tener desde la izquierda un camino democrático y socialista de transformación.
Con el auge de la extrema derecha en toda Europa no podemos permitirnos una crítica destructiva sin tener desde la izquierda un camino democrático y socialista de transformación
Es por eso que desde Izquierda Unida nos hemos planteado una primera fase. De igual modo que nos está sucediendo con la eutanasia, donde el PSOE anuncia ya para el año que viene su ley, sabemos que hay diversos tiempos para la política. Uno inmediato donde nuestras iniciativas logran salir adelante, y otro a medio plazo donde la irrupción de nuestras propuestas pueden propiciar finalmente el cambio.
En esta primera fase hemos presentado una batería de iniciativas que enmendaban la tímida propuesta del PNV sobre las proposiciones no de ley (PNL), una de esas iniciativas declarativas donde el Congreso insta al Gobierno a hacer algo que nadie le obliga a hacer. La Mesa del Congreso, donde somos minoría, la ha rechazado con el argumento de que nuestras iniciativas se salen del amplísimo mundo de las PNL. Bajo esta creativa modalidad de obstruccionismo parlamentario se esconde seguramente el miedo a que removamos los pilares de la institución.
Basándonos entre otros en autores no considerados precisamente revolucionarios, como los letrados de las Cortes y del Congreso Fernando Santaolalla y Piedad García Escudero, desde las referencias clásicas y contemporáneas aquí referenciadas y otras provenientes de diferentes tradiciones de la izquierda, atendiendo a la práctica experimentada los últimos años por nuestros diputados y diputadas, por nuestros técnicos, proponíamos unas primeras reformas que abordaran cinco grandes áreas:
i) un Parlamento abierto a la participación directa de la ciudadanía;
ii) un mayor peso de las funciones de control y legislativa del Congreso, impidiendo que aquellas iniciativas meramente declarativas quiten tiempo y recursos a aquellas;
iii) un Parlamento que realmente parlamente, delibere desde la discrepancia y el respeto, donde sus representantes se escuchen y debatan antes de tomar las decisiones.
iv) una mayor agilidad en los trámites, impidiendo la paralización de la actividad parlamentaria o un burocratismo inútil que ahogue la actividad política de los Grupos Parlamentarios;
v) una representación respetuosa con la pluralidad política del país, atendiendo a sus minorías y acercándose al ideal proporcional inscrito en la tradición representativa más democrática.
Para empezar con ello habíamos propuesto la creación de Comisiones de audiencia pública ciudadanas, donde ciudadanos y colectivos sociales registrados voluntariamente se seleccionaran por sorteo para acudir a una rendición de cuentas cuatrimestral de los representantes. O una Comisión de evaluación de las leyes, que al año y a los dos años de aprobarse situara al Gobierno frente a los grupos de oposición y, de nuevo, ciudadanos y colectivos seleccionados por sorteo, para rendir cuentas de su implementación. Otros mecanismos concretos, como la supresión de interpelaciones y mociones sin efecto real, la limitación de las prórrogas eternas para enmendar leyes en tramitación o el facilitar la formación de grupos parlamentarios, también han entrado en esta primera propuesta.
A la vez, para que lo que tengamos en el Hemiciclo sea un debate real, vivo y auténtico, una deliberación donde esté presente la escucha, donde no dominen los argumentos lógicos y racionales, en exceso técnicos, proponíamos resolver la ambigüedad del Reglamento del Congreso sobre la lectura de discursos. Traíamos para ello el artículo del Senado que indica que no se leerá en ningún caso, salvo con el apoyo de notas auxiliares, donde se entienden incluidos los imprescindibles informes y datos.
El diálogo público, esa conversación política sin fin entre los diferentes, que tiene el privilegio de influir sobre la ciudadanía, que le ayuda a pensar sobre cuáles son sus intereses, no puede realizarse leyendo de corrido, como ventrílocuos que traen la parrafada escrita de casa incluso en las réplicas. El Parlamento no puede ser un teatro ni un paripé.
Como decía, de momento la Mesa nos ha echado para atrás este primer intento. Incluso un diputado de Ciudadanos nos la ha calificado de “ocurrencia”. Pero algo de debate se empieza a trasladar hacia afuera. Volveremos del verano con una iniciativa propia de calado que amplíe en una segunda fase lo presentado esta semana, que ponga sobre la mesa una reforma del Reglamento en profundidad que comience la transformación democrática del parlamentarismo. Mientras, fuera de él, habrá que volcarse en la creación de movimientos populares realmente democráticos. Porque sabemos que en cuanto repartamos el poder se repartirá la riqueza. Nada más y nada menos que aquello que leímos a nuestros mayores y que escuchamos a los más jóvenes en las plazas en los últimos años. Aquello que tanto necesitamos y la razón de que amemos tanto la buena política.
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Autor >
Víctor Alonso Rocafort
Profesor de Teoría Política en la Universidad Complutense de Madrid. Entre sus publicaciones destaca el libro Retórica, democracia y crisis. Un estudio de teoría política (CEPC, Madrid, 2010).
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