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A/A Albert Rivera Díaz
Muy señor mío
Me cuesta un esfuerzo que no se imagina dirigirme a usted sin verle desnudo. De hecho, siempre le veo desnudo. Tan tierno. Sé lo que es prestarse a un circo. Trabajo en la tele. Y sé también qué imagen conservan de una ciertos ciudadanos. Pero lo suyo fue para descubrirse. Espero que le haya merecido la pena. No por el desnudo, gesto que aplaudo incondicionalmente, sino por el “paraqué”.
A lo que iba, ternero. Que en casa acostumbramos a recuperar cada cierto tiempo algunas piezas musicales. Mire por dónde, en esas sesiones de jolgorio familiar siempre siempre siempre caen tres canciones. A saber: Moliendo café, Caballo viejo y Alma llanera. La primera es una composición del venezolano Hugo Blanco. La del caballo la compuso el venezolano Simón Díaz. Y fue el venezolano Rafael Bolívar quien escribió el popular joropo Alma llanera, ya sabe: Yo nací en esta ribera del Arauca vibrador… Sé que usted se las ha oído a Julio Iglesias, pero eso vino luego y le ahorro mi opinión.
Antes de que usted se conmoviera públicamente hasta las lágrimas por el hambre venezolana, para mí no eran más que canciones de bailar en casa –¿bailan ustedes en casa, señor Rivera?— para sonrojo de mis hijos. Pero entonces llegó su entrañable empeño por recoger medicamentos para Venezuela –¿llegaron finalmente a su destino, señor Rivera?—, su entrañable empeño por fotografiarse con gentes de Venezuela, todas entrañablemente blanquitas las gentes de sus fotografías, todas ellas a una distancia entrañablemente sideral del hambre. Usted se conmovió por el hambre de las gentes de Venezuela que no salen en sus fotografías y a mí me conmueve pensar qué sería de usted sin el asidero venezolano en estas épocas marianas.
De ahí este, mi gesto.
Le escribo la presente para contarle que anoche, en casa, volvió a sonar Alma llanera y ya no pude bailarla como siempre, no pude ser hermana de la espuma, de las garzas, de las rosas y del sol, y del sol.
Por su culpa.
Conste, por favor, que no se trata de un reproche, sino de una realidad. Conste también que no estaba solo, que junto a usted me rodeaban Lilian Tintori, Felipe González, Bertín Osborne, Cebrián, el fantasma de Marujita Díaz e incluso creí ver, lo juro, a Abel Matutes y a Marcelino Oreja, marqués de Oreja, valga la redundancia. Sin embargo, yo solo tengo ojos para su cuerpo ternero a la hora de ponerme venezolana. Lo veo ahí, en cueros, haciendo de tamaña idiotez el eje de su discurso en asuntos de política española. Y me descubro. Me descubro ante su terquedad y también me desnudo si hace falta y le canto a Venezuela con alma de trovadora.
Dicho está.
Y ya que estamos ambos en pelotas, o como escribió Gil de Biedma: imagínate ahora que tú y yo/muy tarde ya en la noche/hablamos de hombre a hombre finalmente, ya en cueros y sin testigos: A usted Venezuela le importa un pimiento. Me refiero a los derechos humanos en Venezuela. Y a los derechos humanos en general. Piense, señor Rivera, piense por ejemplo en Sudán, Congo, México, Myanmar, Libia, Arabia Saudí o China. Piense en Felipe González. Piense en todos los telediarios que nos estamos tragando Maduro va, Maduro viene. Y mire que a mí, Maduro y su pajarito, uf. Y después de tanto pensar, en esta intimidad nuestra, dígame cuál es exactamente su papel, su papelito en toda esta sonrojante construcción.
Ya me despido, no sin antes dejarle aquí un presente que sabrá apreciar:
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