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El delito de sobrevivir (III)

Deportación por plasma

Tras tres meses encerrado en un centro de detención de inmigrantes, un juez ordena la expulsión de Ricardo Arzu-Suazo a Honduras. El joven está amenazado por la Mara 18

Álvaro Guzmán Bastida Nueva York , 16/08/2017

<p>Un grupo de inmigrantes encerrados en el Secure IAH Detention Facility, de Livingston.</p>

Un grupo de inmigrantes encerrados en el Secure IAH Detention Facility, de Livingston.

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Un año después, el 29 de julio de 2016, Ricardo se sentaba en una hielera tejana con un clavo en el fémur y exhausto tras su segundo viaje. Lo acompañaba una decena de jóvenes centroamericanos como él. “Yo estaba con la idea de pedir el asilo”, recordaba un año más tarde. “Pero no sabía a quién. Hacía mucho frío ahí y no sabíamos cuánto tiempo nos iban a tener”. Tras ocho horas de espera, y después de registrar sus huellas dactilares, posar para la foto de la ‘ficha’ policial y responder las preguntas de rigor sobre su procedencia, edad y el motivo de su viaje al Norte, lo trasladaron al “centro de detención para adultos”.

Con su nombre inocuo, el Secure IAH Detention Facility es, en realidad, una cárcel privada para inmigrantes. Situada –o más bien escondida-- en Livingston, un diminuto pueblo junto a las lagunas del río Trinity, a dos horas de Houston, la prisión luce una fachada de amarillo desteñido y columnas azul kitsch. Por sus pasillos mortecinos circulan vestidos con monos azul marino y zapatillas naranjas casi un millar de inmigrantes, por cuyo encarcelamiento el estado de Texas paga en torno a un millón de dólares anuales a Management & Training Corporation (MTC), una empresa radicada en Utah. La cárcel es pues uno de tantos vehículos de enriquecimiento privado –MTC gestiona veinticuatro prisiones similares, en ocho estados, con beneficios millonarios a costa del contribuyente-- del sistema migratorio estadounidense, del que sirve además de cloaca. Allí, en una celda con literas para otros doce presos, permaneció Ricardo sin más explicación, ni acceso a un abogado de oficio, durante casi un mes.

El Secure IAH Detention Facility es una cárcel privada para inmigrantes, uno de tantos vehículos de enriquecimiento privado del sistema migratorio estadounidense

Al principio agradeció el respiro. “De tanto trauma que había pasado yo, sólo quería estar tranquilo y pensar las cosas”, recordaba un año después. “Quería la oportunidad de buscar un trabajito ahí de cocina o limpieza o de lavadero, pero nunca se pudo”. Con el paso del tiempo, la privación de libertad empezó a hacer mella en Ricardo, que había crecido en la calle y estaba acostumbrado a jugar a fútbol casi a diario. Incapaz de conciliar el sueño, encontraba su único respiro en la oración en una pequeña capilla dentro de la cárcel. “Me tocaba estar ahí, de la celda al patio y pasaba las noches en culto”. La angustia crecía cada vez más. “Empecé a pensar: ‘¿Por qué estoy aquí preso? ¿Cuánto tiempo me van a tener?’”

Al otro lado del país, Catalina también empezaba a mostrarse impaciente. Casi a diario, Ricardo la llamaba desde uno de los teléfonos de pago de la cárcel. “¿Hablaste ya del asilo?” le preguntaba cuando hablaban, a cargo de una de las tarjetas que compraba ella en un supermercado. Una tarde, tras casi un mes en la cárcel, un guarda llamó a Ricardo y lo llevó al mismo cuarto de teléfonos de pago desde el que hablaba con su madre. “Time for your interview!” le dijo el funcionario de Immigration and Customs Enforcement (ICE, la policía migratoria estadounidense). “Te toca hacer la entrevista”.

La credible fear interview, o entrevista de miedo creíble, es un elemento fundamental del proceso de solicitud de asilo. Supone la primera –y única-- oportunidad que tienen los centroamericanos que, como Ricardo, huyen de la violencia en la región para hacerlo por un cauce legal. No tendría por qué ser así. Si el gobierno estadounidense permitiera solicitar el asilo en sus embajadas en Tegucigalpa o El Salvador, como contempla la legislación internacional, evitaría que las miles de personas como Ricardo se lancen cada día a un éxodo arduo, peligroso y sin garantías legales a lomos de La Bestia que surca México y tras la pista de los coyotes que les guían a través del desierto y el Río Grande. Al negar esa posibilidad, los Estados Unidos engordan las redes de tráfico de seres humanos y condenan a decenas de miles de personas a un viaje atroz y a menudo letal. Quienes, como Ricardo, superan todos esos obstáculos, reciben un curioso premio: según pisan suelo estadounidense, se les apresa y se les encarcela indefinidamente sin la mínima garantía del acceso a un abogado de oficio, hasta que, con suerte, un buen día los despiertan en la celda y les llaman a hacer la credible fear interview.

Aquella tarde de verano, Ricardo habló. Habló con decisión, aguantándose el fervor que le invadía para estar seguro de no dejarse ningún detalle en el tintero. Habló de todas esas cosas por las que nadie le había preguntado hasta entonces: de las amenazas a sus hermanos, del chantaje marero, del ojo morado, el cerebro maltrecho y los disparos. Habló del clavo en el fémur. Como si quisiera cerciorarse de que le escuchaban, torcía el telefonillo al hablar y lo situaba, a modo de micrófono de karaoke, a escasos milímetros de la boca, para luego darle la vuelta y escuchar las respuestas mecánicas del oficial de asilo. No había demasiado que escuchar. “Me hizo pocas preguntas”, recordaba un año más tarde: “que por qué quería mi asilo político; que a dónde estaba mi familia; que de quién huía; que si me habían atacado o perseguido… Yo le contaba la verdad”. Cuando por fin calló, el oficial de asilo le hizo una última pregunta: ¿Estaba dispuesto a irse a otro país como refugiado? “Yo le dije que no”, contaba un año más tarde Ricardo, “que yo en otro país no tengo a nadie y aquí en Estados Unidos tengo a mi mamá”.

Ricardo aprobó el examen. Su ficha judicial migratoria revela que el oficial de asilo le concedió el certificado de miedo creíble. Los Estados Unidos reconocían pues su derecho a pedir el asilo como víctima del crimen organizado. Apenas le sirvió de nada. Después de la entrevista, todo siguió igual para Ricardo, que se encaminaba hacia su segundo mes de encierro en la prisión de Livingston. Cada vez más abrumado, el joven contaba a su madre en sus conversaciones diarias que la estancia en prisión se le estaba haciendo insoportable.

“No puedo más, má, estoy muy estresado acá con toda esta gente que no sé quién son y sin poder hacer nada”, le dijo en una llamada a mediados de septiembre. “¿Por qué no me sueltan? Me quiero ir ya”.

“Aguanta tranquilo. Al menos estás por acá y ya no corres riesgo de que te puedan matar”, le respondió su madre. Entonces le recordó la lección que había aprendido en la hielera texana diez años antes: “No firmes nada, Ricardito. Ningún papel que te den”.

“Yo ya quiero salir. No aguanto acá”, le respondió él antes de que se agotase el saldo de la tarjeta. Ninguno de los dos pudo dormir aquella noche.

La relación del Estado norteamericano con Ricardo siempre fue mediada: primero, a orillas del Río Grande, la mediaron las esposas, y luego, tras los barrotes de Livingston, lo hizo la tecnología de la telecomunicación

A la mañana siguiente volvió a sonar la puerta de la celda. Era 29 de septiembre y Ricardo llevaba tres meses encerrado. “Time for your hearing!” aulló el agente de ICE. “Llegó la hora de tu vista”. Aunque no lo sabía, Ricardo había entrado en un “procedimiento de expulsión acelerado” en el momento de su detención a orillas del Río Grande. Los tres meses que pasaron entre entonces y su vista judicial reflejan no la presencia de ninguna garantía, sino más bien el colapso casi total de un sistema de justicia migratoria estadounidense que acumula 600.000 casos sin resolver, y una espera media de casi dos años. Son también un mecanismo perfecto para quebrar voluntades. Lo que no rompen la travesía en el desierto, la policía mexicana o las sacudidas a toda velocidad de La Bestia, bien puede resquebrajarlo la violencia de la arbitraria espera en una celda, sin explicaciones ni garantías.

La relación del Estado norteamericano con Ricardo siempre fue mediada: primero, a orillas del Río Grande, la mediaron las esposas, y luego, tras los barrotes de Livingston, lo hizo la tecnología de la telecomunicación. Si su primer encuentro con el sistema de asilo había llegado a través del hilo telefónico, su estreno con la justicia estadounidense se iba a producir frente a una pantalla de plasma. “Me llevaron a un cuartito”, recordaba ocho meses después. “Ahí en el cuartito al juez se le mira a través de una tele grande, y el juez está ahí dentro de la tele. Yo iba sin abogado ni nadie que me asesore; creía que me iban a dar el permiso para que me quede en Estados Unidos”.

Nada más lejos de la realidad. Como reflejan las minutas de la vista del 29 de septiembre, el juez no ofreció en ningún momento a Ricardo la posibilidad de continuar con su petición de asilo, obviando el resultado de la entrevista de miedo creíble. En un tono exasperado, el magistrado apremió a Ricardo para que abreviase el relato de la persecución que había sufrido en Honduras y el miedo que le causaba volver a su país. “Bueno”, le espetó el juez, “voy a expedir una orden para deportarle a Honduras a petición suya. ¿Renuncia usted a la posibilidad de apelar?” Confundido y exhausto, Ricardo asintió.

Catalina salía de la estación de metro del Sur del Bronx cuando Ricardo le dio la noticia por teléfono. “Me puse enferma”, recuerda. “Mi cabeza empezó a dar vueltas y pensé que ya me lo iban a matar”. Desesperada, volvió a descender al andén y puso rumbo a la Iglesia Memorial de Judson, en el Sur de Manhattan, donde había oído que prestaban ayuda a sin papeles. La iglesia baptista, de finales del siglo XIX, sirve de sede en Nueva York para el Nuevo Movimiento Santuario, una red ciudadana de apoyo a inmigrantes en todo el país. Allí, Catalina se reunió con Juan Carlos Ruiz, un joven pastor protestante y uno de los voluntario  más activos del movimiento. Le contó, entre lágrimas, la situación de Ricardo. “¿Su hijo tenía la ‘creíble?”, le espetó sorprendido Ruiz, haciendo referencia al certificado de miedo creíble que había obtenido Ricardo al superar la entrevista un mes antes. “Espere un momento, señora”.

Tras unas consultas con miembros del Nuevo Movimiento Santuario, Ruiz puso en contacto  a Catalina con Hope Sanford, una enfermera texana y conocida activista a favor de los derechos de los inmigrantes. Sanford llamó a Matthew Nickson, un joven abogado que asiste a inmigrantes indocumentados gratuitamente, y que aceptó representar a Ricardo. En escasas dos horas, se había puesto en marcha un improvisado gabinete de crisis para revertir la deportación de Ricardo. A lo largo de los próximos meses, el David de la familia Arzu-Suazo y su defensa pondría en jaque al Goliat de los Estados Unidos de América.

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Autor >

Álvaro Guzmán Bastida

Nacido en Pamplona en plenos Sanfermines, ha vivido en Barcelona, Londres, Misuri, Carolina del Norte, Macondo, Buenos Aires y, ahora, Nueva York. Dicen que estudió dos másteres, de Periodismo y Política, en Columbia, que trabajó en Al Jazeera, y que tiene los pies planos. Escribe sobre política, economía, cultura y movimientos sociales, pero en realidad, solo le importa el resultado de Osasuna el domingo.

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