Cartas del inframundo y postales de aquí cerca
Si no queremos emplear el prisma de la culpa, quizá haya que admitir que la lucha contra el yihadismo puede no ser la misma para todos
Víctor Sombra 29/09/2017
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Al acercarse mi martirio, quiero contaros mi historia. Cómo pasé de ser un estudiante ateo en la acomodada Melbourne a convertirme en un soldado del Califato, preparándome para dar la vida por el Islam en Ramadi, Irak. Seguramente, muchos en Australia piensan que conocen mi historia, pero la verdad es que esta se ha mantenido entre Dios y yo hasta ahora.
El que así se sincera es Jake Bilardi, un estudiante australiano que relata en su blog el proceso que le lleva a unirse al Estado Islámico. La bitácora de Bilardi, titulada La visión de un inmigrante (Muhajir). Un inmigrante australiano en las tierras del Califa, fue retirada de la Red por las autoridades australianas nada más conocerse su muerte, con lo que esta cita y las que la siguen proceden de extractos aparecidos en la prensa de marzo de 2015[1]. La publicación de escritos de diversa índole no es ajena al fenómeno yihadista. Blogs, chats, páginas en la Red, a menudo combinadas con videos y fotos, se usan habitualmente con objetivos propagandísticos[2]. El interés del blog de Bilardi estriba en que se centra, con un tono bastante personal, en su adhesión al Estado Islámico y no tanto en las proezas y bondades del mismo.
Bilardi era un chico estudioso que abandonó abruptamente el último curso del bachillerato. Con apenas dieciocho años atravesó medio mundo para unirse al Califato, falleciendo poco después en una operación suicida contra un puesto militar iraquí. El sargento al mando del puesto declaró que la ejecución de la operación fue tan pobre que apenas se dieron cuenta del atentado. La prensa puso el acento en el proceso de radicalización de un joven crecientemente aislado, especulando sobre todo con el impacto que su conducta habría tenido de la muerte por cáncer de la madre y el mayor o menor desapego del padre hacia sus seis hijos. Pero dejemos hablar a Jake, que está camino de convertirse en Abú Abdullah al Australi:
El interés del blog de Bilardi estriba en que se centra, con un tono bastante personal, en su adhesión al Estado Islámico y no tanto en las proezas y bondades del mismo
Mi vida en un barrio obrero de Melbourne fue, a pesar de los altibajos normales, muy cómoda. Al igual que mis hermanos destacaba en los estudios y mi sueño era convertirme en periodista político. Siempre soñé que un día viajaría a países como Irak, Libia y Afganistán para cubrir la situación en esas tierras.
El estudio y la reflexión sobre las invasiones y ocupaciones de Irak y Afganistán me llevaron a desdeñar a Estados Unidos y sus aliados, entre ellos Australia. Es también el origen de mi respeto por los muyahidines que crecería hasta convertirse en amor al Islam y que, en última instancia, me trae aquí, al Estado Islámico...
Con el tiempo, vine a considerar a la democracia como un sistema de mentiras y engaño que se centra en procurar una supuesta libertad, pero que mantiene bajo los focos a las celebridades y a la falsa realidad para distraer a la gente de lo que realmente está pasando en el mundo. Las guerras marcaron el comienzo de mi odio absoluto al sistema en que se basan tanto Australia como la mayor parte del mundo. También fue el momento en que me di cuenta de que la revolución mundial violenta era necesaria para eliminar este sistema de gobierno y que ... yo probablemente sería asesinado en esta lucha.
La lectura de los escasos textos disponibles de Bilardi deja claro, en primer lugar, que su radical posición antisistema precede a la opción por el islamismo. Y esto lo vemos en otros jóvenes yihadistas occidentales, con independencia de su origen. El factor religioso es posterior a su diagnóstico de las fallas del sistema y al deseo radical de combatirlo. En algunos de estos jóvenes predomina el sentimiento de injusticia por la marginalidad y falta de oportunidades que les rodea en sus propios barrios; en otros pesan más las agresiones de Occidente a los países musulmanes con recursos energéticos y los estragos causados a su población. Ambas percepciones se viven muy de cerca, y a menudo de forma combinada: la marginalidad afecta a los emigrantes de países azotados por conflictos en los que interviene Occidente, que, tras poner trabas a la inmigración de quienes los sufren, sólo les permite instalarse en los márgenes de la sociedad del consumo, esto es, en los mismos barrios de los que saldrá el yihadismo.
Como veremos, la certidumbre de Bilardi sobre el diagnóstico es mucho más firme que la que se extiende a los remedios. Lo que Bilardi dice no está tan lejos del coro de voces que se alza contra el sistema vigente. No funciona. Ni en Occidente, ni en los países que facilitan, a menudo por la fuerza, los recursos energéticos necesarios para mantener un consumo desbocado del que queda excluida la mayor parte de la población mundial. Lo llaman democracia y no lo es, es una pantalla para mantenernos distraídos mientras continúa el expolio de unos pocos. Bilardi no sabe cómo terminar con esta situación, y eso no lo distingue de otras voces críticas con el sistema, aunque sí lo hace su radical convencimiento de que sólo la lucha armada cambiará las reglas de juego. La misma determinación ciega queda de relieve al pasar del diagnóstico al tratamiento.
Sin embargo nunca estaba seguro de qué debería reemplazar al sistema actual. ¿Socialismo?, ¿¿Comunismo ?? ¿¿¿Nazismo ???
El factor religioso es posterior a su diagnóstico de las fallas del sistema y al deseo radical de combatirlo
Con el tiempo, profundizando en los grupos yihadistas durante la llamada primavera árabe, Bilardi acaba por decidirse por el Islam. En su elección no se percibe, sin embargo, ningún fervor religioso y se compara con toda naturalidad el Islam con los sistemas políticos. Las razones de su elección son tan frías como someras:
El Islam destacaba por la facilidad de comprensión y porque era sorprendentemente consistente con hechos históricos y científicos probados.
Sorprende la afirmación sobre la consistencia científica de la religión, pero sobre todo la falta de emoción y hasta la trivialidad que dimana de las especulaciones de Bilardi. Parece que Jake está consultando el catálogo de IKEA antes de decidirse por una lámpara. No cabe duda de que Bilardi ha dado con un buen vendedor en la Red, un grupo que sabe apelar al deseo de aventura de los adolescentes y a su gusto por los hechos frente a las meras palabras. Y que pone de relieve que el islamismo está combatiendo al sistema en las trincheras, mientras que las de las otras opciones hace tiempo que quedaron cubiertas de tierra.
Y además, ¿qué mejor promoción que la posibilidad de probar directamente el producto? Jake entra en contacto por Internet con combatientes del Estado Islámico en Irak y Siria. Estas conversaciones juegan un papel decisivo, ya que, tras haber optado por los islamistas, Jake se echa atrás y les da la espalda durante un tiempo, “dejándose engañar por las muchas mentiras que se difunden sobre ellos”. Este periodo, que Jake considera uno de los más vergonzosos de su vida, queda superado por las conversaciones en línea con los combatientes y “el testimonio de sus victorias militares”. No cabe duda de que la opción por el Estado Islámico es circunstancial, táctica me atrevería a decir, y está vinculada, entre otros factores, a su eficacia militar. La fragilidad del vínculo yihadista encaja bien con otros testimonios: el de los jóvenes arrepentidos a las horas de su detención o incluso el de Linda Wenzel, una joven que huyó con quince años de su hogar en la Baja Sajonia, y que, al ser detenida por las tropas iraquíes en un túnel de Mosul, declara, en un pasaje que recuerda al del hijo pródigo del Nuevo Testamento, que su único deseo es volver a casa. El fin de la escapada, aunque las autoridades iraquíes tienen otros planes para ella.
Bilardi ejemplifica también la soledad del yihadista, un resorte muy bien descrito por Víctor Pueyo en un artículo reciente: “La soledad que arraiga en los barrios obreros de las grandes capitales europeas o en los suburbios de la América postcapitalista, de donde salen estos ‘terroristas islámicos’, surge de la disolución de los espacios de socialización en que se forjaban las identidades colectivas sólidas que conocimos en los tiempos del capitalismo industrial: la camaradería de la fábrica durante los recesos, la solidaridad de clase motivada por la pertenencia a un mismo sindicato o los vínculos familiares que se perpetuaban en la guardería o en los viajes de empresa son sólo recuerdos de esa ausencia”.
Ni la familia ni la escuela previenen esta soledad, estrechamente vinculada a la indiferencia del entorno de quienes la padecen. “Las redes sociales y la mezquita, el selfie y el Corán” evocados por Pueyo no subsanan esas carencias pero las eluden, creando sucedáneos de integración, orientados contra la sociedad en la que se implantan: los chicos se ven unos a otros, están juntos y se afirman frente al entorno, tras no haber logrado hacerlo en el mismo. El júbilo de Bilardi al entrar en el Califato expresa ese sentimiento súbito de pertenencia y reconocimiento. Es un momento dominado por las sensaciones visuales, la confirmación de sus convicciones y del trayecto recorrido hasta entonces:
Ni la familia ni la escuela previenen esta soledad, estrechamente vinculada a la indiferencia del entorno de quienes la padecen
Sin revelar información sensible acerca de la forma en que llegué al Estado Islámico, quiero pasar al momento en que entré en la ciudad de Yarabulus en la provincia de Alepo. Sentí una alegría que nunca había experimentado, la primera vez que mis ojos vieron ondear la bandera de la Unicidad sobre la ciudad, me pareció irreal, estaba finalmente en el Califato. En ese instante no pude dejar de recordar aquel momento, años atrás, cuando me dije a mí mismo que llegaría un día en que lucharía para derrocar el sistema democrático. Ese día había llegado, pero no en la forma en que había esperado.
Con esta última frase, Bilardi nos recuerda la precedencia en su trayectoria de la lucha contra el sistema, y la sorpresa por haber encontrado de forma inopinada –en ese remoto pueblo iraquí y a través del islamismo– la trinchera que tanto estuvo buscando. En última instancia, el fanatismo religioso es el medio de lucha contra el sistema, la forma de expresar y orquestar el combate, y no tanto lo que lo motiva[3]. El texto de Bilardi pone también de manifiesto que, por mucho que queramos distanciarnos de los jóvenes islamistas, subrayando la monstruosidad de sus actos y la singularidad de sus creencias y motivaciones, por mucho que nos sea útil trazar barreras infranqueables entre ellos y nosotros, justo las que nos permitirán luego darles un trato también singular, injustificable para el resto, no somos ajenos a ninguno de los dos elementos que parecen decisivos en su proceso de formación: la injusticia social y la confusión emocional e ideológica.
En más de una ocasión, tras un atentado, oímos que la madre o el hermano del terrorista, o algún otro familiar, al tiempo que condena las muertes y rinde homenaje a las víctimas, añade que también su hijo o hermano debe figurar entre ellas. Y esta declaración es sin duda problemática, porque lo que viene a decir es que no cabe afirmar que ellos sean sólo culpables y nosotros sólo inocentes. Igual nosotros también somos culpables y entonces, en la misma medida, ellos también son inocentes. Desde las guerras de Oriente Medio a la situación de los inmigrantes en Occidente, la facilidad con que hacemos negocios con quienes financian el islamismo, la desgana de una izquierda que abandona el trabajo sobre el terreno y las luchas sociales para centrarse sólo en las cuestiones de género y los derechos individuales, la lista no deja de aumentar. La inmersión en la “falsa realidad” de la que habla Bilardi, su corriente de consumismo, tecnología e imágenes, lava nuestras culpas; mejor aún, es como si lleváramos el río Leteo siempre con nosotros, encharcado en cada pantalla: nos hace olvidarlas por completo. Culpas por acción y por omisión. Y eximentes varias: confusión, enajenación, engaño, desánimo. El tablero de mando de la culpa cuenta con muchas luces y clavijas. Como dice Dostoievski: “En la mayor parte de los casos, la gente, incluso la mala gente, es mucho más ingenua y bondadosa de lo que nosotros nos figuramos. Sí, y también nosotros lo somos”.
Si no queremos emplear el prisma de la culpa, su vidrio tan fácilmente empañado, quizá haya que admitir que la lucha contra el yihadismo puede no ser la misma para todos. Por enfáticas que sean las llamadas a la unidad no todos estamos de acuerdo en convertir este combate en un apoteosis cinegético. Al contrario, hay que conectarla con la lucha por la emancipación social y la superación del capitalismo. Hay que encontrar a Bilardi -–y para ello hay que estar cerca de él– cuando se hace esas preguntas: “¿Socialismo?, ¿¿Comunismo?? ¿¿¿Nazismo ???”. Estar cerca, con otras opciones y métodos, y estar juntos, dándole entre todos un espacio en que se vea visto. Si estamos ahí, al Estado Islámico se le verán enseguida las escamas, bajo las costuras de su disfraz revolucionario.
Y hay que ser consciente, si fracasamos, si Jake y sus supuestos amigos nos obligan a defendernos, de la fragilidad y fluidez de las convicciones de los jóvenes yihadistas. Su arrepentimiento es aún más rápido que su conversión. Si entre todos dejamos que Jake fuera Abdullah, hay que dejarle hacer el camino inverso. De hecho, al mirar la foto de Bilardi que encabeza este texto me pregunto si no se habría empezado a echar atrás cuando se inmoló. Si los dos jóvenes que lo flanqueaban, mayores que él y mucho más fornidos, no estarían allí sobre todo para asegurarse de que cumplía la promesa de su martirio.
Había pensado redactar una hipotética entrada de su blog en la que Jake cambiaba de idea, desviándose del suicidio para salir huyendo, salvándose con su camioneta por el desierto. Buscando un mar que desea encrespado, mientras pisa a fondo el acelerador y va adivinando el trazado de una carretera que se pierde en las colinas de arena. Apretando el volante como si sujetara la tabla de surf, que sin duda sigue tirada en el suelo del garaje desde que falta su madre. Sin embargo, esto no es cierto. Ni siquiera sé si Bilardi surfeaba y en todo caso está muerto, no podemos alterar lo sucedido. Lo que sí podemos es proyectar otras posibilidades previas. Infundirles el humor, la determinación y la confianza de las que carecieron para abrirles nuevas oportunidades. Restaurar el futuro.
Hay que empezar tomando un bolígrafo, convirtiendo de nuevo a Abú en Jake. Se puede hacer. Podemos ir atrás e imaginar otros futuros. Hay un terreno común para ello. Y hacer lo mismo con sus amigos o guardianes.
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[1] Entre las noticias empleadas figuran estas dos de forma destacada:
http://edition.cnn.com/2015/03/13/asia/australia-isis-bilardi-blog/index.html
http://www.telegraph.co.uk/news/worldnews/islamic-state/11465661/Australian-teenager-dies-in-Isis-suicide-attack-in-Ramadi.html
[2] La poesía árabe clásica es objeto de especial predilección en el Califato, como sucedía también en Al Quaeda, cuyo líder, Bin Laden, era un experimentado poeta. Un interesante artículo sobre está cuestión, escrito por Robyn Creswell y Bernard Haikel fue publicado hace un par de años en el New Yorker y está disponible aquí: https://www.newyorker.com/magazine/2015/06/08/battle-lines-jihad-creswell-and-haykel.
[3] En esto se parece al consumo de drogas en combate, confirmando el símil marxista entre opio y religión. Una droga especialmente poderosa porque a diferencia de otras –las anfetas del ejercito nazi, el hachís de los regulares del bando franquista, la dexedrina y los esteroides de las tropas americanas en Vietnam– el yihadismo estructura el campo de batalla desde mucho antes y hasta mucho más allá de las líneas que ocupa el enemigo. En realidad, convierte el conjunto de la existencia en campo de batalla.
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