1934-2017. Visca la República, o cuando el problema es la izquierda
La crisis catalana es un episodio extraordinario, casi estrambótico, de autonomía de lo político. Autonomía llevada a niveles de delirio, pero con escasas consecuencias más allá de algunos golpes, unos pocos juicios y un achicharrante estrés emocional
Emmanuel Rodríguez 30/10/2017
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Recordarán aquello del 18 Brumario: la primera como tragedia, la segunda como farsa.
Octubre de 1934. Día 3, la CEDA de Gil Robles, admirador de Mussolini y líder de la principal minoría del Parlamento, retira el apoyo al gobierno de Lerroux. Pide participación en la pomada gubernamental. Día 4, Alcalá Zamora, presidente de la República, ordena que se entregue cartera de tres ministros cedistas. Día 5, estalla una huelga insurreccional orquestada por el PSOE y la UGT, de la mano de Largo Caballero, líder de la izquierda socialista y antes responsable de Trabajo durante la dictadura de Primo de Rivera (¡glups!). Día 6, Companys declara desde el balcón del Ayuntamiento de Barcelona "l'Estat Català de la República Federal Espanyola". La huelga insurreccional fracasa en casi todas partes debido a la indiferencia de la CNT, desgastada por las movilizaciones del verano del 33, y sobre todo por las vacilaciones de los socialistas. Día 7, el general Batet desarma la frágil república catalana, ante el desdén renovado de la CNT. Sólo en Asturias se proclama y se defiende una república socialista. La Alianza Obrera UGT-CNT sostiene durante catorce días la comuna asturiana. La entrada de los legionarios y las tropas coloniales de los generales Goded y Franco extinguen la insurrección, tras varias jornadas de enfrentamiento con los dinamiteros.
Octubre de 1934 acabó con la vida de unas 2.000 personas y el encarcelamiento de otras 20.000. Paso quizás decisivo en la escalada hacia la Guerra Civil, la mayor de sus enseñanzas se encuentra en la demostrada inconsecuencia y miseria de las izquierdas, especialmente de los socialistas (también de muchos republicanos de izquierdas), que bascularon irresponsablemente entre la revolución y el régimen constitucional. La mejor cabeza de los socialistas, Indalecio Prieto nunca dejó de arrepentirse de haber animado a sus compañeros asturianos a la huelga insurreccional del 5 de octubre de 1934.
Sobre lo acontecido este octubre de 2017 ya conocen los hechos. Estos se abren con el referéndum del 1 de octubre, la coreografía represiva de las fuerzas del Estado, un poquito de processisme (DUI sí/no, elecciones sí/no), y finalmente la declaración de independencia del pasado viernes. Una declaración, dicho sea de paso, más propia de una película de Berlanga que de cualquier recuerdo de 1934: voto secreto “para que no nos pillen”, una urna que no aparece, unas papeletas pintadas con bolígrafos, una declaración de nuevo calculadamente ambigua y ninguna acción real de toma del poder sobre el territorio. A la DUI siguió la convocatoria electoral de Rajoy para casi el mismo día que antes proponía Puigdemont, el 21. Y para que no falte picante folk, el Conselh Genearu d'Aran, la única comarca de habla occitana del país, anunció que se reuniría para tratar su separación de la nueva Catalunya “independiente”. Según parece, en este caso al menos, se impuso el sentido común y el pleno no se realizará.
Aunque haya heridos, presos y toda la parafernalia represiva propia de cualquier desafío a un Estado; aun cuando este imponga penas de cárcel de 10 o 30 años y realice intervenciones directa y claramente atentatorias contra los derechos fundamentales, estamos ante una opereta política, no ante un nuevo octubre del 34. Asistimos a un enfrentamiento teatralizado, que puede llegar a cotas mayores de agonismo, pero que no puede salirse de determinados rieles, aquellos de una “política en la que no está admitida la muerte”. Quien quiera medir dramatismos debe contrastar siempre con Euskadi: el conflicto se saldó con casi mil muertos a manos de ETA, un par de centenares por obra y gracia de las Fuerzas de Orden público y el terrorismo de Estado y un constante carrusel de 200 o 300 personas en prisión condicional con cargos muchas veces indemostrables.
La crisis catalana es un episodio extraordinario, casi estrambótico, de autonomía de lo político. Autonomía llevada a niveles de delirio, pero con escasas consecuencias reales
La crisis catalana es un episodio extraordinario, casi estrambótico, de autonomía de lo político. Autonomía llevada a niveles de delirio, pero con escasas consecuencias reales más allá de algunos golpes, unos pocos juicios y un achicharrante estrés emocional para unos y para otros. Todo ocurre, es preciso recordarlo, dentro de la Unión Europea, único ámbito territorial decisivo para las provincias española y catalana. Y todo ello también dentro del marco de una sociedad pacificada y poco dispuesta a llegar al enfrentamiento armado por las cuestiones en liza. Así se explica que el desastre nunca lo sea del todo. Que cada cual pueda recuperar su vida cotidiana sin mayores traumas. Que la crisis no afecte a los empleos, a la economía (lo de las sedes se desarrolla en el nivel de lo simbólico). Y así se explica también que este conflicto, incluso cuando parece desbarrar, nunca lo hace del todo. La cuestión catalana se manifiesta en términos postmodernos, con grandes narrativas pero sin materialidad evidente, como una gigantesca guerra cultural.
Aun, por tanto, con presos y con una increíble inflación verbal (independencia, sedición), este conflicto sigue siendo una bicoca para ambas élites institucionales que, debemos recordar, nunca han dejado de ser los actores principales del “choque”. En primer lugar, el PP y los exconvergentes del PDeCat, dos partidos atosigados por los escándalos de corrupción, que han sufrido el desgaste de la aplicación de las políticas de austeridad dictadas por Europa. Pero que ahora se nos presentan, no sin contradicciones, como los campeones de sus respectivos demos (catalán y español), haciendo gala de gran política, con una épica que les estaba vedada por su posición subalterna en el concierto europeo. Esa triste realidad, que intentan conjurar, la constituye ese muñeco de paja llamado régimen del 78. En segundo lugar, están los partidos-relevo, Ciudadanos-Ciutadans y ERC, que heredarán la tierra que han dejado sus hermanos mayores, y que azuzan el conflicto como quien sabe que lo tiene todo por ganar.
Por supuesto hay algo de 1934 en esta coyuntura, pero este pertenece todo a la izquierda, de una forma sentimental, patética en el sentido original de la palabra. Nuestros socialistas de época, que también basculan entre la revolución y el régimen legítimo, sin saber que ambos juegos son incompatibles, se desperdigan por todo el arco de la nueva y la vieja política. Por empezar por los más coherentes, la CUP y la izquierda llamémosla “confederal”, que ha visto en Catalunya la gran oportunidad, el colofón al ciclo 15M. Su relato no está exento de atractivo. Si Catalunya rompe, nos dicen, caerá el régimen, los pueblos de España al fin liberados tendrán su oportunidad de encontrarse sin cadenas, felices, en una nueva Iberia sin derecha (o con una “derecha civilizada”).
Contra ellos habrá que mostrar, no obstante, que el curso de los acontecimientos parece desmentir su hipótesis. El conflicto catalán ha sido, en efecto, el colofón al 15M, pero en el sentido que le dan los liquidadores. Nunca en los años previos, los viejos actores institucionales han tenido tanto margen de maniobra, hasta el punto de dominar la calle y cabalgar el malestar como dueños y representantes legítimos de sus respectivas huestes, trapos y banderas. Catalunya parece ser la restauración de lo viejo, a través como siempre de la integración de lo nuevo. La reforma constitucional ya en marcha es simplemente eso.
Más grave aún. Al processisme, esta izquierda le ha ofrecido un lenguaje, que ya en el 15M era solo una muletilla de una intuición más profunda. Le ha dado palabras como proceso constituyente, régimen del 78 y, sobre todo, democracia. Con este regalo lingüístico, ha transformado a las izquierdas, nuevas y viejas, que sin movilización son sólo institución, en un contenedor vacío, sin capacidad de análisis ni respuesta. El agujero es mayor en aquellos que han quedado más atrapados en esta gigantesca guerra cultural, aquellos que han asumido completamente la literalidad de los términos del conflicto. Así por ejemplo, la bandera del “un sol poble”, que el PSUC agitó para apaciguar la agresiva conflictividad obrera de los años setenta y asegurar una transición pacífica, hoy se emplea para unificar por abajo a una sociedad quebrada frente al ataque a las instituciones catalanas practicado por el Estado. Fuera de Catalunya es la misma bandera que identifica el pueblo de Catalunya con el soberanismo, y que comparte la épica de los procesos de liberación nacional, en una época, un país y una posición geopolítica que nada tienen que ver con la Guinea Bissau de Amílcar Cabral o la Argelia de Ben Bella. Nada más regocijante para los que comparten esta mirada que considerar que lo que hoy moviliza el PP-Ciutadans es una caterva de facinerosos y franquistas: un cuerpo por tanto “externo” al pueblo. Y nada más del gusto progre que esgrimir superioridad moral, también melancólica, frente a los fachas españolistas o españoles (según se encuentre el observador). Entender los rasgos neocon de estas movilizaciones, en las que efectivamente hay falangistas, pero sobre todo segmentos importantes de población modesta y hasta hace poco despolitizada, queda como una tarea pendiente para otra generación. Réquiem, otra vez, para la extrema izquierda.
Entre los de izquierdas que van de incrédulos, y tratan de escapar del teatro, pero siguen queriendo participar en el mismo (los Garzón, Bescansa, Monedero), encontramos un atisbo de análisis. Se observan miradas que reconocen algo de economía política, algo de estructura de clases, “algo” en general. Pero inmediatamente tienden a la caricatura y a intentar incorporarse a la representación con un “proyecto de país” —algún día habrá que convenir que esa fórmula no significa nada—. Esto les obliga a funcionar del lado de la mayoría, esto es, de España. Y a compartir por tanto un buen número de rituales del Estado y su reforma, como el pacto entre élites, la modificación constitucional, etc. Todo ello sin atender ni por un segundo a que en el terreno de la reforma del régimen, o bien son deshecho, o bien condimento de un plato que no van a preparar y tampoco a degustar.
En el colmo de la impotencia asumida e integrada, topamos con la iniciativa Parlem-Hablemos. Ningún acontecimiento de este octubre de 2017 ha sido más notorio de la angustia de la nueva política como actor de transformación. La petición tiene guasa: se rogaba a las dos élites institucionales, que hasta hace nada debíamos enfrentar, ahogar y destruir, que se pusiesen en una mesa a dialogar... ¡una solución! En lugar de tomar su conflicto como lo que es, una huida hacia delante que deja al descubierto toda su debilidad, se les consideraba como dos monstruos poderosos, y por ende legítimos.
la izquierda de 2017 no entiende el teatro de lo político: se lo toma demasiado en serio, porque quiere ser parte del mismo. Pero tampoco entiende los niveles materiales del conflicto
En definitiva, la izquierda de 2017 no entiende el teatro de lo político: se lo toma demasiado en serio, porque quiere ser parte del mismo. Pero tampoco entiende los niveles materiales del conflicto: por ausencia de luchas materiales en las que apoyarse. Su orfandad es total. Hay excepciones, sin duda, miradas que saben reconocer los procesos que atisban autoorganización en el soberanismo, cuando este se convierte en práctica de una democracia imaginada, como en la defensa de los colegios el 1-O o en la articulación de organismos de base, como algunos CDR [Comités de Defensa de Referéndum]. Se trata de experiencias interesantes, siempre y cuando no se las quiera convertir en la enésima ilusión de un nuevo bloque político que desbordará a los partidos. En este marco, nada de esto ocurrirá.
En otra crisis europea, hacia 1957-1958, Raymond Aron, intelectual todólogo del gaullismo francés reflexionaba sobre la corrupción de los regímenes constitucional-pluralistas. Hablaba de la indisciplina de los partidos, de las proporciones adecuadas entre parlamentarios que creían en el régimen y aquellos que se declaraban revolucionarios. Hablaba de la eficacia y la estabilidad institucional, de la necesaria cercanía-distancia de las oligarquías políticas respecto a las instituciones del Estado. Aron atisbó una solución a la IV República francesa, atosigada por poujadistas y comunistas: una solución basada en el presidencialismo. Y esta llegó con el autogolpe de Estado del general De Gaulle del año 58. Sorpresa: la V República francesa, inspiración de demócratas catalanes y españoles, nació de un golpe de Estado. Aron añadirá: un golpe “legal”. Para la derecha española la experiencia de De Gaulle fue una maestra de enseñanzas políticas durante la Transición. Hoy seguramente esté olvidada.
No obstante, lo que Aron reconocía como principal debilidad de las democracias liberales era que estas siempre resultan decepcionantes. La rutina democrática aleja a la mayor parte de la población de una implicación activa. Esto era positivo para un régimen que, sin ambages, el intelectual decía tener una inequívoca naturaleza oligárquica. Sin embargo, el desencanto podía ser la antesala de una desafección profunda, sustrato para nuevas generaciones de “puros y utopistas”. Nuestras democracias han llegado hasta el extremo la maldición de Arón. Estas ya ni siquiera disfrutan de la épica del “poder soberano”, que movilizaba pasiones y adhesiones. España, Cataluña o Francia son meras provincias del mercado global, administradas por la autoridad europea. Poco o nada queda ya de la vieja gran política.
El enfrentamiento Cat-Esp nos ha ofrecido una ilusión, repleta de épica, de personajes, de acontecimientos, de historia. Lo ha hecho después de la primera gran crisis de representación de la democracia española. Pero esta crisis es, sobre todo, un síntoma de senilidad, no de juventud. La solución Rajoy (que sería la misma de Sánchez, y con variaciones de Iglesias y las élites catalanas) pasa por reconstruir una esfera legítima al teatro de la representación. En sus términos requiere no tanto el estado de excepción (no hay enemigos articulados de la democracia), como la recuperación de un interlocutor catalán con el que negociar un arreglo, un equilibrio dinámico y conflictivo, pero fiable. Esto ocurrirá tarde o temprano, cuando las élites institucionales catalanas, derrotadas, logren dominar los espíritus animales del “poble” y se sientan suficientemente seguras. Eso es lo que quiere decir “restaurar la constitución”, que es una constitución material: un reparto del poder entre distintos segmentos de las élites de Estado.
Nuestra tarea no está en entrar al juego de la representación, para ser más razonables, más democráticos y con mejor “proyecto de país” que el resto. Nuestra tarea está en demostrar que esta recuperación de la democracia representativa es imposible y está condenada. Que cabalgamos una crisis de época (económica, ecológica, civilizatoria), en la que solo la articulación de sujetos políticos enraizados en las instancias de control más inmediatas tiene alguna posibilidad de enfrentarla... Al menos con algo de éxito.
CTXT está produciendo el documental 'La izquierda en la era Trump'. Hemos recaudado ya 4100 euros. Haz tu donación y conviértete en coproductor. Tendrás acceso gratuito a El Saloncito durante un mes.
Autor >
Emmanuel Rodríguez
Emmanuel Rodríguez es historiador, sociólogo y ensayista. Es editor de Traficantes de Sueños y miembro de la Fundación de los Comunes. Su último libro es '¿Por qué fracasó la democracia en España? La Transición y el régimen de 1978'. Es firmante del primer manifiesto de La Bancada.
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