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El asunto de Cataluña ha servido, entre otras cosas, para desvelar las raíces y las nostalgias antidemocráticas del PP, fundado por Manuel Fraga, exministro del general Franco, y apoyado, como única justificación de sus decisiones, en la Constitución neofranquista del 78, que siguió al pie de la letra el programa del dictador de dejar, a su muerte, “todo atado y bien atado”, que determinó una transición inexistente, que “cambió todo, para que todo siguiera igual”, protagonizada consecuentemente por viejos fascistas, como Torcuato Fernández Miranda, Adolfo Suárez o Rodolfo Martín Villa y otros tantos, de la camisa azul, el yugo humillante, las flechas lacerantes, el “cara al sol” y la España “una, grande y libre”, que no era ni una, ni grande ni libre y que aún colea en los discurso de Rajoy, encarnada en una institución monárquica, decidida por el general Franco, para yugular cualquier tentación democrático-republicana, que, a su muerte, borrara su legado político, y ayudada y protegida fervorosamente por toda una generación de traidores, que se pusieron al día, con su reciente camisa blanca de la presunta inocencia democrática y las ideas al uso del mercado internacional, eje de la política occidental, como comprueba Jacques Attali, en su Breve historia del futuro y como ha quedado demostrado en Cataluña, que ha movilizado todas las fuerzas de la represión neofranquista para recuperar la normalidad mercantil en la península, alterada por la imprudente  proclamación unilateral de la república catalana, que ha suscitado las iras del PP, que ha llegado, además de volver a la costumbre de los presos políticos y a negarse al diálogo, a recordar, en boca de Casado, de la cúpula central del partido, el fusilamiento franquista del primer presidente de la República de Cataluña, Companys. ¿Se atreverán también a fusilar a Puigdemont?