La vida no es esto
Carta abierta a un joven independentista
“Espero de verdad que algún día podamos sentarnos a bebernos algo juntos, y me lo expliques”
Miguel Ángel Ortega Lucas 4/11/2017
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No sé quién eres, pero sí lo sé, en realidad.
Disculpa la osadía al escribirte, el atrevimiento al llamarte de tú; el arriesgar –tan encantado de haberme conocido– estas líneas, cuando no hemos cruzado jamás una palabra. O tal vez sí, y ninguno de los dos podemos recordarlo ahora (la vida suele ser una broma que nos pasa continuamente inadvertida).
No sé quién eres, pero te intuyo. Por ejemplo, sé que estás harto. Como todos los jóvenes, viniste a llevarte la vida por delante, como escribiera un paisano tuyo hace ya décadas, cuando tú aún no habías nacido, y yo tampoco. (Un paisano tuyo, dicho sea de paso, que al parecer descubrió un pelín tarde esto de que “la vida va en serio”.) Pero tú ya sabes que la vida va en serio; quiero creer que sí. Rondas mi edad, o eres algo más joven que yo, pero no mucho: esto puedo saberlo porque te veo en la pantalla día sí y día también; ondeando una bandera, o luciéndola a la espalda, como el símbolo de un atardecer de sangre: a la que perteneces. Quiero decir –discúlpame si te parece cursi–: tu bandera anudada al cuello me recuerda ahora a la sábana blanca y recortada, raída de años, que solía yo anudarme también de crío, cuando jugaba cada tarde en la casa de la abuela a ser un héroe capaz de salvar a todos de todo; incluso a mí mismo. El premio final de todo aquel disparate, supongo, sería la gloria de salvar a mi pueblo –uno de Murcia quiero decir–; o a todos los míos; o a la niña con coletas del colegio por la que andaba siempre turulato (ya sabes: una sola mirada suya bastaba para sanarnos).
Rondas mi edad, o eres algo más joven que yo, pero no mucho: esto puedo saberlo porque te veo en la pantalla día sí y día también; ondeando una bandera, o luciéndola a la espalda
Ya sabes, también, ya sabemos que la vida va en serio: bien se encarga ella, antes o después, de explicárnoslo a hostias. En mi caso particular, aquella sábana milagrosa –aquella capa de bandido bueno– quedaría en algún baúl, a merced de los fantasmas que la necesitaran, y se la acabó llevando ese viento bíblico que antes o después barre Macondo de la faz de la Tierra (confío también en que hayas leído ese libro, o lo leas algún día: es el libro de todos los pueblos y de todas las soledades del mundo). Tú ya sabes de la soledad: la vida empieza a ir en serio justo cuando te das cuenta de que está para quedarse, de que sólo raras veces podrás conjurarla: con la reunión de los que quieres, con la música con la que lloras, ríes y te emborrachas, con algunos libros que calientan como hogueras. Y te confieso algo: también me sirve muchas veces, todavía, esa capa blanca de mi infancia (la infancia: “ya lo sabes”, me escribió alguien a quien quise mucho, que me enseñó muchas cosas, y ya murió: “dura toda la vida”). No la llevo encima ya, pero de alguna forma, desde entonces, todavía me encomiendo a ella cuando quiero rescatar lo más noble, lo más auténtico que quede aún de lo que fui, tras tanto error, tanto destrozo. Entiendo ahora, entonces, que aquel trapo blanco es para mí, quizás, lo único parecido a una bandera que me queda.
Por eso hay algo por aquí dentro que quizás te envidie, en el fondo, cuando te veo en alguna pantalla, o en alguna foto, blandiendo tu bandera amarilla y roja con estrella sobre fondo azul: es como si tú no hubieras perdido nunca aquel atardecer infantil. Y me pregunto cómo lo has hecho. Quiero decir que yo también tuve, incluso prematuramente, mis banderas ideológicas; aquel niño que te decía tuvo una vez quince años, y encontró en el trastero de la misma casa en que jugaba un mazo de cartas y postales que le comprometieron ya irreparablemente con su historia familiar, y con un linaje mayor y compartido en la derrota. Tampoco algo extraordinario, no creas: una historia como tantas del país en que nací (y de todos los tiempos y países). Alguien que creyó en algo que era justo, que lo sostuvo de la manera más digna que pudo, sin pegar jamás un tiro, y que lo pagó después –él y toda su familia– con la cárcel y el ostracismo y algo que nunca me he atrevido a escribir así, pero que debió de llamarse pobreza.
Quiero decir, sin metafísica, que yo creía en ciertos ideales que podrían redimir al mundo, y mejorarlo; en ideales políticos –teóricamente representados por líderes de ídem– que nunca pasaron ni pasarán de moda, y que para el tiempo en que yo era adolescente algunos defendían también en el telediario, o eso creía yo. No duró poco: te confieso que al poco de cumplir los veinte años ciertos acontecimientos trágicos por los que pasó mi país [mi país: un territorio jurídico en que por azar fui a nacer; ni más ni menos], y cierta catarsis colectiva que vino luego para quienes veníamos estando hartos de las mismas caras tétricas en el telediario, me llevaron incluso, cierta noche, a mezclarme entre una algarabía de fiesta muy parecida a la que veo ahora por la tele; la de quienes creíamos que aquella gente nueva podía de verdad hacer posible lo que deseábamos: sencillamente, que todo fuera mejor para todos (veinte años antes, la generación de mis padres ya había creído vivir algo similar).
Por eso me atrevo a decir que sí te conozco, aunque sea un poco. Porque no son catarsis tan distintas, la tuya y aquella nuestra (yo estaba al mismo tiempo loco por cierta loca: hazte cargo del panorama); y porque estoy seguro, absolutamente seguro de algo: tanto tú como la mayoría de la gente que te acompaña en esa fiesta, tanto tú como tus colegas o la muchacha por la que quizás estás loco de atar, y con la que te vas besando delante de las cámaras como una proclama furiosa, todos vosotros, digo, estoy seguro, queréis sencillamente, también, lo mejor para todos. No poca gente que trabaja, o mejor dicho manda, en los medios de comunicación de por aquí tratan de hacernos creer que sois una turba de indeseables, perroflautas que no habéis dado un palo al agua en la vida y que queréis “romper España” porque no tenéis sitio donde hacer botellón últimamente. Su negocio se lo pague. (Me intriga saber cómo nos pintarán, los medios de comunicación de por allí, a los que no somos de por allí, pero ésa es otra historia.)
No poca gente que trabaja, o mejor dicho manda, en los medios de comunicación de por aquí tratan de hacernos creer que sois una turba de indeseables
Yo sé que no: muy probablemente, si comparáramos tu currículum y el mío, mutatis mutandis (ya sabes que el latín fue la madre de tu lengua y de la mía), no habría muchas diferencias. Me la juego si quieres: años de currar como un cabrón, o de formarte, de estudiar setenta cosas al mismo tiempo, para luego mendigar por una beca, o lo que fuera; trabajo de galeras con jefes parecidos en escrúpulos al Rey de la Noche de Juego de tronos; salarios de mierda, invariablemente. Y la desesperanza, y el desasosiego; el no saber qué va a ser de ti, ni cerca ni lejos de casa; cómo y cuándo vas a poder cumplir con lo que sueñas, sea lo que sea: un trabajo, un modo de vida; una legítima ambición tan utópica quizás como poder irte a vivir solo o con tu pareja de una puñetera vez. Que te dejen vivir en paz, sin pretensiones, pero sin sentir que hay siempre un hacha pendiendo en el aire dispuesta a cortar la próxima cabeza: la tuya, o la de la gente que quieres, por obra y gracia, se supone, de los rostros tétricos y estúpidos que ves cada día en el telediario –y no se van, eh, no desaparecen–.
Yo sé, creo saber bien, que en tu caso esa bandera que llevas a la espalda es el estandarte con que vindicas no una abstracción de fanfarria patriótica y militar, sino una esperanza, y que no pretendes asfixiar con ella a quien piense distinto a ti, o crea en otra distinta. Sólo quieres que te dejen, os dejen cumplir un sueño que redima tanto escándalo, tanta tristeza, tanta soledad. Y estoy seguro de que no te levantas cada día pensando: ‘A ver cómo me las apaño hoy para seguir jodiendo a la Pili de Albacete’.
Sin embargo hay otras cosas que no sé, que no llego a entender, y que me gustaría me aclarases, si quieres; si nos cruzamos, quién sabe, alguna vez. Por ejemplo: cómo lo habéis hecho para seguir creyendo, todos estos años, que los que llevan saliendo cada día en vuestros telediarios de allí, desde hace décadas, son los mismos que os pueden llevar a esa redención que soñáis. Qué es lo que seguís viendo en ellos, para que sigáis creyendo –con la misma edad que tengo yo, o algo menos– que esa gente que os gobierna, y por cuyas manos han pasado en los últimos tiempos las decisiones económicas que, quizás, han provocado la depauperación de tu vida, y de la gente que quieres, es la misma gente que os llevará a esa Tierra Prometida en que sólo gobernarán los justos, no dependeréis de lo que perpetren los señores que manejan el Dinero –ésos, más listos, que casi nunca salen en el telediario–, y no existirá el dolor. Qué feliz fascinación os sigue convenciendo de que compartís los mismos objetivos, los mismos sueños, que ésos que llevan décadas pisando sólo moqueta de despacho y viviendo del discursito, de inaugurar cosas y de lamer los traseros de quienes están por encima de ellos en la jerarquía de su iglesia política. (Añado: los que llevan décadas en eso, o los que aspiran a). Por qué estáis tan seguros de que tu bandera significa lo mismo para ellos que para ti.
Cuál es el cuento que os han contado, no en la casa de vuestra abuela al salir del colegio, sino en el mismo colegio, o en el instituto y más allá, para que sigáis creyendo en él todavía. Para que sigáis pensando que la libertad tiene algo que ver con lo que ellos pretenden; para que estéis tan convencidos, todavía, de que vais a poder salvar a vuestro pueblo, como soñaba yo de crío en las escaleras, sacando en procesión a ésos que –lo siento; es mi opinión– llevan décadas, justo desde la instauración del siniestro Régimen del 78, haciendo su negocio precisamente con ese cuento sobre los perversos tiranos que viven, vivimos, al otro lado del río, y que no os dejamos vivir en paz, ni hablar vuestra lengua, ni ser prósperos. El mismo cuento, por cierto, que a este lado llevamos oyendo también el mismo periodo de tiempo; sólo que en nuestro caso los malos del otro lado del río, o del Muro, sois vosotros. Todos vosotros: los catalanes. “Los catalanes”, dicen; o “Cataluña”, en lo que cabe cualquier cosa. Y entonces algunos preguntamos: ¿cuáles? ¿Quiénes? ¿Qué cosa es los catalanes? (Yo puedo saber quién es Guillem, o Sílvia, o Joan Manuel, pero no los catalanes).
Cuál es el truco, quería preguntarte; cuál es el hechizo. Ahí mi perplejidad, absolutamente sincera; y ahí también, quizás, la remota envidia de la que te hablaba al principio: que sigáis creyendo en una bandera, tan pervertida, como todas las banderas, por los de siempre (hasta la tricolor aquella de mi bisabuelo); cuando tantos sabemos ya que las únicas que aún sirven son las que flamean aquí dentro, las que te recuerdan sin trampas ni chantajes quién eres, de dónde eres, a qué lugar perteneces y pertenecerás siempre, pase lo que pase, estés donde estés, derruidas ya, corrompidas, tantas inocencias, tantas ilusiones, tantas banderas como ya han ardido.
Ahí mi perplejidad, y ahí la envidia: que sigáis creyendo en una bandera, tan pervertida, como todas las banderas, por los de siempre
Espero de verdad que algún día podamos sentarnos a bebernos algo juntos, sea allí o aquí, con frontera o sin ella, y me lo expliques.
Y discúlpame de nuevo: hubiera querido escribirte todo esto en tu lengua, pero no la domino; ésa con la que tú escribirás, amarás, maldecirás y cantarás, cuando algo ría o duela. Como aquella canción que escuchaba yo entonces, cuando empezaba a oír otros cuentos distintos de “histories d'amor, somnis de poetes”.
De cuando no en sabíem més: teníem quinze anys.
Ojalá que todos los cuentos que nos contásemos fueran siempre así de hermosos, así de verdaderos, amigo.
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Miguel Ángel Ortega Lucas
Escriba. Nómada. Experto aprendiz. Si no le gustan mis prejuicios, tengo otros en La vela y el vendaval (diario impúdico) y Pocavergüenza.
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